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Madrid, Agencia de Corazón Rodríguez, enero de 2006

—Hay un hombre en la puerta —dijo Sara por el interfono—. Ha dado tu nombre. Dice que desea verte.

Salí del despacho y me acerqué a la puerta de entrada. En el monitor del vídeo-portero, instalado después de la intrusión de los dos asesinos, se veía a un hombre de mediana edad, bien vestido de gabardina y con un paraguas en la mano.

—¿Qué deseas?

—¿Es usted Corazón Rodríguez?

—Di qué quieres.

—Tengo que hablarle sobre Élido García. Téngame confianza.

—Abriré. Separa los brazos del cuerpo.

Okéi.

Aunque Rafael Molina me aseguró que por su lado cesaban las hostilidades, no caí en el error de considerarme a salvo. Su promesa era creíble porque los bandidos tienen un código de honor. Pero nadie podía garantizarme que no hubiera un esbirro cabreado deseoso de actuar por su cuenta. Además, el tal Ángel Álvarez podía seguir en su propósito de hacerme la vida imposible. Así que dejé de ir relajado por el mundo hasta que el tiempo hiciera que los timbres no sonaran en mi cabeza.

Abrí de golpe, salí y le arrebaté el paraguas ante la tranquilidad del hombre. Examiné el objeto y luego se lo devolví. Le hice pasar.

—Es evidente que toman muchas precauciones —dijo mientras le palpaba para ver si cargaba arma o grabadora. Luego bajó los brazos sin mostrar ninguna animosidad.

—Una herencia de tu amigo. Ahora di quién eres.

—Me llamo José Augusto de la Cruz Alcántara. Soy diplomático y estoy en la Embajada de la República Dominicana en Madrid.

—Disculpa los modales, José Augusto. Pero el nombre de Élido García no es una feliz recomendación —señalé, dándole opción a que se achantara. No lo hizo—. Este asunto está siendo un verdadero incordio. Creía que podía olvidarme de él, que había acabado.

—Lo estará después de esta visita, si usted se presta a un acuerdo.

—¿Eres quien pone colofón a los asuntos?

—No. Intento cancelar este de forma satisfactoria. No tengo más asuntos similares.

—Dime qué deseas.

—¿Podemos hablar en su despacho? No será breve.

Manejaba modales calmos, lentitud en el hablar y en el andar. Daba pasos cautelosos, asegurando una pisada antes de levantar el otro pie, como si estuviera en un campo de minas. No daba sensación de peligro aunque tampoco lo da el sapo antes de lanzar su lengua pegajosa y fulminante sobre el confiado insecto. Se quitó la gabardina y exhibió un pulcro traje. Disponía de buena estatura, que equilibraba con una generosa barriga. Buscó con la mirada.

—Allí —señalé el perchero.

Colgó la prenda y el paraguas y luego aceptó la silla frente a la mesa.

—Sé lo que hizo por Élido.

—¿Cómo lo supiste?

—En la agencia de alquiler me dijeron lo que ocurrió con el coche y dónde.

—Estuviste con él cuando lo alquiló.

—Sí. En el Hospital Da Costa me hablaron de usted. La Guardia Civil de Burela me dio su dirección.

—Es información reservada. ¿Cómo lo conseguiste?

—No fue difícil. Solo tuve que firmar un escrito. Ya le dije que soy diplomático en activo.

—¿Qué relación tiene un diplomático dominicano con un asesino venezolano?

—No mucha. No le conocía. Vino contratado de allá. Yo solo fui el enlace. —Se tomó una pausa efectista antes de proseguir—. ¿Qué le contó en el hospital?

—Vamos, hombre. ¿Para eso has venido?

—No. He venido para hacer un trato, además de mostrarle mi agradecimiento. Élido entró en investigación policial. Por sus antecedentes, imaginarán que traía una misión acorde con su profesión. Pero gracias a la discreción de usted desconocen el objetivo. Estuvieron en el Consulado de Venezuela para recabar pistas. No las consiguieron porque no encuentran familiares. También yo estuve en el Consulado y me lo informaron. Asumieron el acta de defunción y se encargarán de la cremación del cadáver o de su traslado a origen, si finalmente alguien lo reclama en plazo. Ahora está en el depósito. Si usted hubiera mencionado que llevaba un arma, la policía estaría ahora investigando de pleno y mucha gente buena se vería envuelta en situaciones comprometedoras.

—La policía da por hecho que llevaba un arma. Sospechan que la tengo yo, como sus cosas. En cuanto a lo de gente buena, ¿tú crees serlo?

—Lo soy. No le quepa duda.

—Me imagino que fuiste quien le facilitó la Beretta y supongo que el que me dijo «Entre» por el móvil y colgó. No son credenciales para un hombre bueno.

—Según qué circunstancias. Cuando se trata de justicia algunas acciones son válidas.

—Veamos si lo entiendo. Algún amigo dominicano contrató a ese asesino. Tú le diste dinero, quizá la dirección de ese Ángel Álvarez y el arma para matarle. No veo la justicia por ninguna parte, además de que es un argumento manido. Solo los jueces pueden otorgarla, no un asesino profesional.

—Si me promete seguir conservando la discreción le puedo dar una información que creo le gustará obtener. Ese es parte del trato. Esto es un asunto secreto que debe permanecer en el pequeño círculo de quienes estamos al tanto. Usted sería un añadido de excepción por un azar del destino.

—Te equivocas. No tengo ningún interés en ese asunto. Además, suena como un chantaje.

—No lo es. La base de este trato radica en que las cosas de Élido no han aparecido. Ni el pasaporte ni el celular ni la computadora. Ni el arma, por supuesto. En el coche siniestrado solo se encontró una maleta con ropa. La policía no está desencaminada. Solo usted pudo recoger esas cosas ya que fue quien lo llevó al hospital de Burela. El hecho de que aún continúen sin aparecer significa que el tema tiene algún atractivo para usted, ya que no interés. Por eso las conserva. No es, pues, un chantaje sino la oportunidad de que conozca el misterio de algo que le afectó. Y sus motivaciones.

El hombre hablaba no solo con amabilidad sino con el convencimiento de quien se sabe maestro en el arte de persuadir.

—No las conservo por ese motivo sino por algo indefinido. Quizá por seguridad. ¿Cuál es la otra parte del trato?

—Que me entregue las cosas de Élido, la pistola incluida. Son pruebas. Debo intentar evitar que por cualquier imprevisto, o porque usted mismo lo decidiera, caigan en poder de alguien con menos escrúpulos o en manos de la policía, lo que daría chance a una investigación que llevaría la intranquilidad a esa buena gente que antes mencioné. Obviamente, una vez que le cuente, usted no tendría ya motivos para seguir conservando esos objetos.

El hombre se mostraba como un verdadero diplomático. Sin ansiedad, sin impaciencia. Su verbo era agradable y racional. Parecía ser lo que representaba. Me cameló. No era frecuente observar a alguien con la magia necesaria para transformar un asunto espinoso en algo asumible.

—No hago tratos sobre asuntos como este. Pero te ofrezco algo a considerar. Me cuentas la historia y si es digna, si es merecedora de consideración, te entregaré lo que pides.

Me miró en profundidad.

—Es usted un hombre extraño. Comenzaré. No deberá grabar nada. ¿Podría decir a su secretaria que me trajera un café y agua?