46

Constanza, noviembre-diciembre de 1960

Hoy viene a ser como la cuarta vez que espero

desde que sé que no vendrás nunca más.

He vuelto a ser aquel cantar del aguacero

que hizo casi legal su abrazo en su cintura…

SILVIO RODRÍGUEZ

Te vas.

Ahora que estoy

Con los dedos en flor.

VANESA PÉREZ-SAUQUILLO

Bea del Valle leyó los periódicos que le trajo don Manuel. Daban cuenta de que Minerva Mirabal y dos de sus hermanas habían perecido en accidente de carretera. Señalaban que el automóvil en que viajaban se despeñó por un barranco debido a la mala visibilidad nocturna y a que el conductor, que tampoco había sobrevivido, no conocía bien la vía.

—Asesinato —afirmó don Manuel.

Bea no podía creer que mujer tan fascinante como Minerva hubiera dejado de existir. No tenía sentido, como no lo tenían las acusaciones del viejo maestro. ¿Cómo creer que un accidente semejante estuviera inducido por motivos políticos? ¿Qué testigos había? Los periódicos decían que hubo bomberos, policías y gente del Ejército en el lugar de los hechos. Incluso un médico forense y el ayudante del fiscal. Todos certificaron que las muertes se produjeron accidentalmente. ¿Por qué entonces la gente murmuraba?

—Algún día se sabrá la verdad —sentenció don Manuel.

Lo cierto es que un cúmulo de desgracias se estaba esparciendo por el país. Bea sintió que algo se adueñaba de sus permanentes esperanzas. Seguía sin noticias de Martín, a pesar de notarle dentro. Estaba vivo, pero ¿dónde? ¿Por qué no daba señales? Tanto tiempo, un año largo sintiéndole y añorándole. ¿Por qué escapó de esa manera? ¿Serían verdad los cargos que formularon contra él?

Los días siguieron persiguiéndose y Bea no permitió que ninguna enfermedad desbaratara su empeño de cumplir con la huerta. Iba cada jornada, incluso festivos, para darle todo su esfuerzo y cuidado, testimonio mudo de lo mucho que significaba para ella. Y visitaba la nueva, donde sus paisanos hacían una buena labor. Muchas veces, sobre todo en los atardeceres, oía arrullos misteriosos que interpretaba como cantos que le enviaba la tierra agradecida.

Y las semanas fueron aproximando la Navidad, la segunda sin Martín y sin la sonrisa de Polín. Lo celebrarían para que los niños no crecieran en el vacío tremendo. Su hombre volvería y en los recuerdos del mayor no habría sitio de esa ausencia.

Pero una noche, cuando el año envejecido preparaba sus bártulos para el cambio de guardia, se despertó de golpe, gritando sin voz. Había soñado un sueño sin recuerdos, negro. Algo insólito porque sus sueños siempre eran placenteros y de lenta evaporación. No sintió el latido perenne. La pulsación que se hermanaba con la propia había desaparecido.

Salió al jardín, Viento a su lado. A través de las lágrimas miró las estrellas, buscando una nueva. Recordó una cita de El Principito, que le recitaba de memoria a Martín cuando en la parcela les llegaban noches limpias: «Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día cada uno pueda tener la suya». Evocó aquellas noches en las que, tendidos sobre la tierra agradecida, se fundían de embrujo y pasión hasta que las estrellas cambiaban lentamente de sitio.

Martín se había ido, esta vez para siempre. Quizá nunca sabría dónde estuvo todo ese tiempo y en qué lugar respiró por última vez. Pero sí supo que en ese momento postrero su mente estaba llena de ella.