Madrid, enero de 2006
—Espero que me traiga buenas noticias —dijo Juan Carballo Pereira por teléfono.
—Le daré lo que tengo.
Nos vimos al día siguiente en Kon-Tiki, situada en la plaza de San Juan de la Cruz, a un extremo de los Nuevos Ministerios. Es una cafetería con más de cincuenta años a la que no le desaparece el aire de modernidad. El local ofrece unas vistas abiertas donde puede uno buscar pausas contemplando la fuente central de enmarañados chorros y el movimiento de esa parte de La Castellana.
Dijo vivir en la misma plaza, en uno de los blancos edificios que rodean la iglesia, comprado de segunda mano. Prefirió que nos encontráramos allí y no en su casa «porque las paredes oyen». Era la segunda vez que le veía. La primera fue en mi despacho, dos meses antes, cuando contrató mis servicios. Apareció con aire inseguro, quizá consciente de su verbo simple y limitado. No ocultó que tenía ochenta y seis años. Incluso me pareció que lo dijo para que le tuviera en mayor consideración. Estaría sobre el metro sesenta y cinco y no muy ensañado de gordura, aunque se movía pesadamente, como si su mal interior le asediara las piernas. Despatarraba los ojos al hablar como si estuviera ante la policía. Le acompañaba un hijo, calculé que sobre la cincuentena, que aparentó estar pendiente de sus movimientos.
En esa primera ocasión confesó haber pasado la mayor parte de sus años en Venezuela regentando una red de tiendas de materiales para la construcción, después de unos comienzos duros. Decidió volver a España habiendo sobrepasado la edad de jubilación, por consejo de sus dos hijos. Aunque ya desde Carlos Andrés Pérez los Gobiernos venezolanos practicaban un intervencionismo en las empresas propiedad de extranjeros para evitar que sacaran del país sus fondos, él supo hacer a tiempo discretas transacciones a bancos de Florida, en Estados Unidos. Había puesto las empresas a nombre de sus hijos, nacidos en Venezuela, con lo que sus bienes estaban razonablemente seguros cuando llegó el huracán Chávez. Con el auge de la construcción en España decidió abrir en Madrid una tienda, que le reportaba grandes ganancias sin peligro y que llevaba el hijo acompañante. El otro seguía regentando los negocios allá, pero una parte de los beneficios estaban a nombre de él por contrato privado. Me contó que su mujer había fallecido semanas atrás. Y que fue entonces cuando se vio acosado por sombras que nunca antes le rondaron.
Ahora me miraba, con los ojos saltones y un punto de ansiedad.
—Bueno, usted me dirá.
—Encontré a esa mujer y a una de las hijas.
No había admiración en sus ojos, como dando por sentado que buscar personas después de cincuenta años era lo normal para un detective. Pero su ansia resultaba inocultable.
—¿Dónde están? ¿Siguen en el pueblo?
—En realidad hay poco que contar. Solo ver —dije, mostrándole las fotos donde moraban los restos de las dos mujeres.
Quedó mirándolas, tratando de interpretar lo que veía. Poco a poco fue entendiendo el mensaje. Ellas le miraban desde sus letras y fechas de extinción. Durante un largo tiempo solo oímos el murmullo de los otros clientes, sus conversaciones y risas. El mundo en funcionamiento. Despegó la mirada lentamente de las cartulinas como si las imágenes estuvieran tirando de sus ojos.
—¿Sabe qué les ocurrió?
—La mujer murió seis años después de que usted la dejara. La hija mayor tenía casi la misma edad que su madre cuando falleció —añadí, sin poder evitar el impulso de zaherirle—. En plena juventud. Podían haber vivido unos años más. Como usted.
—¿Sabe qué les pasó, cómo vivieron? —dijo, haciendo oídos sordos a la apostilla.
—¿Quiere saberlo, de verdad?
—No… —dijo, tras considerarlo durante unos momentos.
—¿Por qué no me dijo que buscaba a su mujer, la primera, y a sus dos hijas? —apunté, poniendo sobre la mesa otras fotos con su imagen perdida—. Por fuerza lo descubriría al indagar. Lo de que eran de un hermano suyo no se sostendría.
—¿Qué ocurre con la Blanca? —dijo, como si no me hubiera oído.
—Hay unas vecinas en Mellid, Irene Velasco y su madre, que llevan flores cada año a Carmina. Durante más de cincuenta años —recalqué sin hacer reparo en su pregunta—. Y un enamorado secreto deja flores a Paula desde hace casi cuarenta.
—Esa no es una contestación. No sé qué pretende con ese comentario —señaló el hijo.
—No es un comentario sino información —dije, mirando a Juan, que movía la nuez como si fuera un pavo tragando.
—No me ha preguntado por qué las abandoné. Es usted hombre prudente.
—Intento serlo. No juzgo a la gente por sus hechos sino por sus intenciones.
—Contrario a la mayoría.
—Los hechos quedan pero los motivos dan las claves. Cuando los hechos son positivos, las motivaciones hablan por ellos. Cuando son infames, los móviles quedan ocultos. Es ahí donde entran los sicólogos, los siquiatras y, a veces, los jueces. Ellos investigan para tratar de encontrar los fundamentos.
—¿Y usted qué piensa?
—Prefiero no calificarlo.
—Hágalo. Necesito su sinceridad.
—Creo que es usted un perfecto cabrón. O lo fue.
—Eh, eh —exclamó el hijo, buscando que el gesto pareciera soliviantado—. Cuidado con las expresiones.
—Cállate. Tiene razón. Y es cierto que le mentí. —Me miró. En sus ojos vidriosos flotaba una nube—. ¿Recuerda lo que le dije en la primera entrevista?
—Que su hermano había perdido el contacto con ellas y necesitaba encontrarlas.
—Sentí vergüenza y el temor de que no aceptara el caso si me identificaba. Pero el propósito no varía. Necesito encontrarlas. Verá usted. Tengo un buen dinero. Mis dos hijos, este y otro que está en Venezuela, no están desamparados. Ellos tienen bastante. He vivido trabajando sin parar, ocupándome del día a día, obsesionado con hacer dinero. Pocas veces pensé en Carmiña y en las niñas, como si no hubiesen formado parte de mí. Nunca volví al pueblo ni pensé en hacerlo. Había borrado esa parte de mi vida como si jamás hubiera existido. Me olvidé de mi niñez, de mis padres y amigos, de todo, porque ello me traía la miseria de aquel terruño. Venezuela me estaba dando todo y era como si hubiera nacido allí y no en Lugo.
—No lo entiendo bien. Hay algo contradictorio porque siguió conservando la nacionalidad española; es decir, su vínculo con la tierra que realmente le vio nacer.
—No puedo explicarlo, no soy hombre instruido. Hoy sé que sin darme cuenta seguía unido al terruño. Lo que quiero decirle es que una noche, muerta ya mi segunda mujer, vi cosas terribles, no sé si soñaba o las veía en la oscuridad. Las he seguido viendo. La Carmiña y las niñas están ahí, reclamándome todo lo que ignoré durante años. No me persiguen, solo me miran… —Dedicó unas lágrimas al asunto y luego trasteó con ellas—. Por eso tengo la necesidad de reparar el mal que hice. Debo hacerlo, debo hacerlo…
—Creo que es algo tarde —dije, tras una pausa prolongada—. No hay posibilidad de que repare ese mal.
—Sí. Queda la Blanca. Ella recibiría lo destinado a las tres. Aún hay tiempo…
—El dinero no puede comprar un tiempo que se desvaneció.
—Lo sé, lo sé, pero es todo lo que puedo darle si pudiera verla, aparte de pedirle que me perdone… —Era curioso pero mostraba similar amargura que la esgrimida por Basilio Fraile. ¿Será que es un sentimiento común en los obligados de pesar cuando las horas empiezan a pasar como segundos? Sus ojos estaban llenos de súplicas—. ¿Qué sabe de ella?
—Nada. Se perdió en todos esos años.
—Debe seguir buscando. Me informaron de que usted saca pistas bajo las piedras.
—No crea todo lo que se dice. En cuanto a este caso, quizás es el momento de darlo por terminado. Le he dicho cuanto sé. No quiero hacerle gastar más dinero.
—¡No, no! ¿Qué dice? Debe continuar. No decida ahora, por favor, por favor. —Me agarró una mano—. Si la encuentra, tendrá usted… cien mil euros adicionales. Piénselo.
—Cálmese. No lo estropee más. El precio contratado es suficiente. ¿Cree que es cosa de dinero?
—No lo sé… Pero es lo único que puedo ofrecerle para que no deje la búsqueda. Y mi dolor…
Le miré y luego al hijo, que mostraba un gesto extrañamente desacorde. En realidad yo venía estando presionado por un escrúpulo. Sucede porque me involucro más de lo debido en casi todos los casos que investigo. Una abertura que vulnera la norma profesional obligada. Pero así son las cosas. La cuestión es que me fastidiaba que ese padre desnaturalizado participara de un feliz resultado. Me incomodaba que sus deseos se cumplieran a través de mí, sabiendo ya el reguero de dolor que provocó.
—Lo pensaré. Mañana le digo algo.