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Constanza, noviembre de 1959

Nada traduce toda la tempestad de mi alma.

MINERVA MIRABAL

El niño crecía fuerte. Con frecuencia, desde los primeros albores, él la miraba con ojos heredados, fijamente, sonriendo. Había tanto de Martín en esas miradas que Bea experimentaba la sensación de que era él quien empujaba esos ojos claros. Entonces le cogía y le apretaba contra sí buscando el latido lejano.

Los primeros meses pudo darle el pecho. No necesitó hacerlo cuando volvió a trabajar la tierra. Sagrario se encargó de los biberones y ya con ocho meses la alimentación había dejado de ser especial. Pero ahora las circunstancias volvían a plantearle un nuevo reto. Estaba en el quinto mes de su segundo embarazo. Dentro de poco no podría hacer las labores de la huerta. Habló con los gallegos, que seguían a la espera.

—Lo entendemos. Pero es mucho el trabajo.

—Os pagaré sesenta centavos a cada uno por día, lo mismo que recibís de subsidio.

—De acuerdo. Seguimos contigo.

Trujillo había dejado de venir a Constanza, lo que preocupó a las autoridades locales ya que sus visitas eran un incentivo para el crecimiento de la zona. Sin embargo cumplió con ella. Pocos días después de la entrevista llegó una brigada de obreros que repararon los suelos, las paredes y el jardín; construyeron un lavadero, un pilón, un fogón y una letrina mejor que la original, a la que dotaron incluso de una taza que armaron sobre el agujero existente. Finalmente pintaron la casa por fuera y por dentro y llevaron nuevas camas, colchones y una estantería. Nunca la casa lució tan nueva, lo que acentuó con fuerza la ausencia de Martín y Polín.

De vez en cuando le llegaba una carta de Presidencia. El hermano del Benefactor le expresaba su simpatía y le transmitía la del Generalísimo. El texto básico repetía que su marido seguía sin ser encontrado a pesar de los esfuerzos de búsqueda. Era algo inconcebible para un país tan pequeño y militarizado como ese. ¿Trujillo le estaba mintiendo? Y si era así, ¿por qué razón?

Se acercaba el mes final del año y la vida transcurría sin alteraciones de la monotonía. Había un local en el pueblo donde podía verse la televisión y también un cine, el Angelita, adonde iban los colonos en ocasiones además de a las pulperías. Bea no participaba de ninguna de esas distracciones, atrapada por la ausencia golpeadora. Su escaso tiempo libre lo dedicaba a la lectura, aunque a menudo en las hojas mudas las letras se fugaban dejando una blanca ventana. Entonces cerraba los ojos y notaba el cuerpo añorado sembrando fascinaciones dentro de sus piernas y de su boca anhelante.

—Vas a quemarte los ojos con esta luz de miseria —le decía Sagrario—. ¿Qué quieres, que el niño nazca sabiendo leer?

Un sábado por la mañana, cuando el rocío se deshilachaba en vahos plateados, se oyó un motor en la puerta de la casa. Ese ruido traía una avalancha de recuerdos agónicos.

—¿Alguien en la casa? —preguntó una voz femenina. Bea y Sagrario se miraron.

Se asomó. Delante de un coche grande con un hombre al volante había dos mujeres jóvenes, una con trenzas.

—¿Bea del Valle? —dijo la mayor. ¿Una nueva tentativa del Benefactor?

—¿Qué desea?

Era bella y llevaba una sonrisa iniciada que le invadía los ojos, oscuros como su cabello. No podía ser portadora de malas noticias.

—Soy Minerva Mirabal y esta es mi hermana María Teresa. ¿Podemos pasar?

Ya dentro, una vez sentadas, la recién llegada intentó poner gravedad en su rostro.

—Queremos conocer personalmente a la mujer que no cayó en las promesas del sátrapa.

—Explíquese —dijo Bea, sin saber a qué atenerse.

—Todo se comenta. Que rechazaste una casa y una librería en la capital. Que tu marido ayudó a la guerrilla venida de Cuba. Que tu cuñado murió. En nuestro país es difícil mantener quieta la lengua. Somos pocos habitantes.

Miró la pequeña librería y quedó admirada. Bea observó la misma sorpresa en su mirada que la tenida por Trujillo meses antes, salvando las distancias.

—¿Puedo? —pidió, acercándose. Cogió unos volúmenes al azar. Spinoza, Tratado político-religioso; Salvador de Madariaga, Simón Bolívar; Stefan Zweig, Momentos estelares de la Humanidad; Saturnino Calleja, Cuentos. Posó la mirada en Bea—. No imaginaba una campesina con esta afición a los libros. Disculpa, suena a desconsideración pero no lo es; solo que es infrecuente. —Su sonrisa y la forma en que lo dijo eliminó cualquier sensación menospreciativa—. Veo por su estado que no los tienes como adorno. El malvado tenía fundamento cuando te hizo la oferta, aunque su propósito fuera otro.

Con las horas caminando en el tiempo móvil, tuvieron oportunidad de conocerse mejor. Ella hizo unas tortillas y ensalada y la velada, en la que participaron Sagrario y el chófer, estuvo cobijada en una atmósfera de agrado y predisposición a la complacencia. Hablaron de muchas cosas, sobre España y Dominicana. Pero la mayor parte de la conversación se refirió al futuro de ese país. María Teresa intervenía en ocasiones pero fue Minerva quien acaparó casi toda la charla y la nimbó de fogosidad, sin olvidar obsequiar al niño con una ración de carantoñas. Cuando la tarde había cambiado el sol de sitio se despidieron pero dejaron en Bea un sembrado de sensaciones nuevas. La sorprendente amistad declarada con una dominicana de clase alta y gran cultura constituyó un suceso que en sus cuatro años de estancia no había imaginado que pudiera llegar a su alcance. Nunca vio a una mujer tan comprometida políticamente para derrocar a un Gobierno y con tanta convicción en sus juicios. Y tampoco a ningún hombre. Ella no había escuchado discursos políticos ni mantenido contacto con nadie que estuviera integrado en movimientos libertadores. En su pueblo de España todos aceptaban a Franco. Era la normalidad, algo no sometido a discusión. El primer mensaje sobre la libertad de los pueblos lo obtuvo de don Manuel pero no con acento bélico sino desde una visión literaria. Ahora Minerva ponía vida y fuego a esa aspiración humana, según los mudos filósofos de los libros.

—La libertad soñada llegará pronto al país, aunque habrá sangre porque nada se consigue sin lucha. Al tirano le queda poca cuerda —sentenció—. Haremos posible que tu segundo hijo nazca en libertad.

Estuvo dándole vueltas antes de calmarse en el sueño. ¿Qué quería de ella Minerva? Trujillo no le había dado muestras personales de maldad. Gracias a las enseñanzas de don Manuel, no ignoraba lo que era tener a un país bajo una dictadura. Pero ella no había conocido otra forma de gobierno y no sabía si eso de la democracia, a pesar de lo mucho aprendido con su maestro, valía para todos los países. Era una pobre agricultora, con una cultura aún débil, que solo ansiaba la vuelta de su marido para continuar con su gran aventura personal sin meterse con nadie. No estaba construida para entender los vericuetos del proceder humano. Para ella la vida era simple, el reflejo de la que emanaba de su marido. A pesar de haber sido zarandeada por la incomprensión, no se hundió en el abatimiento de muchos. Ignoraba qué le ocurrió a Martín y dónde podía estar, pero el dictador no estuvo en los combates del mes de junio cuando él desapareció. A fuer de sincera debía aceptar que Trujillo se vinculaba a la mejor experiencia tenida desde que arribara a ese país.

—Quiero estar en la tierra de mi hombre. Cuando cojo un puñado y la hago deslizar entre mis dedos es como si él estuviera acariciándome. Por eso rechacé la oferta de la librería en la capital, no porque me pareciera un ofrecimiento perverso —dijo, ante la incredulidad y la admiración de las dos hermanas.

—No intento llevar el abatimiento a tu ánimo pero, ¿y si han…? Bueno. ¿Y si tu marido ha caído y te lo han ocultado? ¿Para qué anunciarlo? No ganan nada con ello. La muerte de un colono español por el Ejército no les favorece internacionalmente.

—Martín está vivo. Lo sé —afirmó Bea, eliminando cualquier reflexión.

También se extrañaron cuando les contó lo de don Manuel. Ya habitaba su casa desde agosto. Cierto era que llegó muy magullado y que necesitaba tiempo para volver a caminar con soltura y recobrar su discurso. Apenas hablaba y sus ojos traslucían un horror impronunciable. Pero estaba en su hogar.

Les dijo lo del tercer mulo y que, al día siguiente de la visita del Generalísimo, recibió una caja con ropas y cosas para el niño. Y lo del arreglo de la casa. Pero a eso no le dieron importancia, tildando el hecho de mero gesto propagandístico.

—¿Eso paga el terror que te impusieron cuando lo rompieron todo y te llevaron a ver el cadáver de tu cuñado, al que ellos mataron, sin duda? ¿Ello paga la brutalidad de esos hombres? Reflexiona. No te contentes con cosas que para el tirano valen calderilla. Exige información sobre Martín. Por fuerza tienen que saber dónde está.

¿Podía lo perverso convivir con la bondad? Ella sabía lo que era la maldad desnuda, sin conexión con actos benignos. Pero Minerva llevó la confusión a su vida simple al volcar sobre ella un cúmulo de denuncias y apercibimientos. No solo le habló con detalle de las torturas que practicaba el Régimen hacia los disidentes políticos, cientos de personas martirizadas y sometidas a un futuro de desesperación. Le mostró su amarga situación.

—Soy abogada titulada pero no me dan la licencia profesional para ejercer. Mi padre era alcalde de un pueblo llamado Ojo de Agua, donde vivíamos. Lo cesaron y nuestros bienes fueron expropiados. Murió hace seis años a causa de las humillaciones y de los quebrantos de su mente y de su cuerpo. ¿Y sabes por qué? Porque un día, hace diez años, en una fiesta que daba el Gobernador de Santiago en el Palacio, coincidimos con el Benefactor. No ocultó la impresión que le produje y desde ese momento inició un atosigamiento aparentemente amistoso que derivaría inexorablemente en una relación sexual, lo que siempre conseguía cuando ponía la vista en una mujer, fuera la que fuese. Pero yo rechacé al macho cabrío. Desde entonces vengo sufriendo espionaje, encarcelamientos y torturas, como mi familia y amigos. Un acoso que solo tendrá fin cuando caiga él con su Régimen. Ese es el asesino despiadado que te ha tendido su piel de cordero.

Bea pensó en todo ello. Admitió que en un sistema político de libertades no se habrían producido hechos como el del apresamiento injustificado de Martín en enero del año anterior. Ni la invasión pretendidamente liberadora de junio pasado, en la que misteriosamente él desapareció y Polín fue asesinado. Minerva aseguraba que había miles de muertos reclamando por todo el país.

Seguramente esa luchadora ilustrada tenía razón. Aportaba datos indiscutibles. El que ella hubiera sido afortunada con la especial inclinación de Trujillo no invalidaba que su Régimen, creado por él, mereciera la condena de los hombres justos.