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Elías Piña, República Dominicana, otoño de 1959

Hoy las nubes me trajeron

volando el mapa de España.

¡Qué pequeño sobre el río,

y qué grande sobre el pasto

la sombra que proyectaba!

RAFAEL ALBERTI

La realidad le mostraba que sus fuerzas no eran ilimitadas. Nunca estuvo sometido a una prueba en la que su vida fuera la apuesta, salvando lo pasado en La Victoria. Eran muchos los días sometido a acoso e incontables los kilómetros vencidos en parajes selváticos. Tenía que dar muchos rodeos para salvar accidentes de terreno y para despistar a los perseguidores. Durante las pasadas semanas no le habían sonado los timbres. Una noche se aventuró hasta una aldea y, como una sombra, arrambló con tres gallinas a las que estranguló en el acto para impedir el cacareo. No pudo evitar el alboroto de las restantes. Aunque huyó presto y no le vieron, sabía que era una pista clara para los acosadores. No por eso aumentaba el riesgo porque ellos aprovecharían cualquier indicio. Ya alejado, y a la luz de las estrellas, desplumó a una sobre una guerrera extendida en el suelo y se comió cruda una parte. Luego recogió los restos y los guardó para no dejar señales. Tuvo suerte de encontrar más tarde una cueva disimulada en la espesura. En ella permaneció más de una semana descansando hasta que sus pies curaron, siempre atento a los trinos de fuera sabiendo que si se interrumpían era señal de que alguien rondaba. Se alimentó de las gallinas crudas sin importarle que los últimos días la carne empezara a descomponerse.

Pero ahora, a los muchos kilómetros de la reiniciada huida, los pies habían vuelto a sangrarle y se le habían acabado las artimañas para engañar al estómago. El frío nocturno ya no concernía a su cuerpo abusado. El mismo agotamiento actuaba como sedante. Tenía ganas de dormir a pierna suelta, como siempre hizo cuando tenía el alma tranquila. Pero continuaba adelante a pesar de todas las lógicas físicas. No podía detenerse. Los que le perseguían eran gente determinada en su propósito, abandonados de palabras y coordinados en la acción inmisericorde. Él era un objetivo señalado y la posibilidad de diálogo quedaba fuera de ser considerada. Lo comprobó al ver el trato recibido por sus últimos compañeros. Llegó a un claro y vio un gran río. ¿Qué río era? No se paró a averiguarlo en los mapas. Lo cruzó, nadando en algún tramo. Salió. La zona estaba despejada de árboles, sin bosques en las proximidades. El paisaje había cambiado, en el aire no había vaharadas de humedad. Oyó ladridos acercándose. Le extrañó porque no necesitaron perros en los días anteriores. Los guías debían ser rastreadores o nativos de esa zona. Se arrastró bajo unos matorrales, todas las sombras agolpadas. Esperó con indiferencia, ahuyentadas la rabia y la impotencia, solo el sentimiento del deber incumplido. Pensó en Bea, imaginando que volvía a caer en el laberinto de sus abrazos. Fueron llegando los ruidos, las exclamaciones y el resplandor de las linternas. No pasaron de largo. Vio separarse el ramaje y un estallido de luces convergió sobre él.