Toledo, enero de 2006
La boda era en Toledo. Así lo propuso mi amigo Jesús Catalán Rafael cuando le mencioné que Carlos quería casarse. Él tiene mano mágica para dar relevancia a cualquier iniciativa.
—Nada. Se vienen para acá. Haremos que se case en el Ayuntamiento y que lo celebre en el Cigarral de las Mercedes. De categoría. Reforzarán sus recuerdos cuando sean viejos.
—Tu ciudad es una heladera en invierno —aduje.
—No más que Madrid. Y te aseguro que quedarán encantados.
Se trataba de cambiar un frío por otro. La idea les pareció buena a mi hijo y a Sonia. Y como eran los que se casaban no hubo porfía.
Carlos tiene una clínica terapéutica con un socio donde enderezan a la numerosa clientela. Y ella sigue en el periodismo, colaborando por libre con Rolling Stone, Interviú y otras. No tengo preocupación por ese lado. Son una pareja con armonía y ya me han hecho abuelo de dos críos que andan por ahí rompiendo lo que pueden.
—Dijiste que no te casarías —recordé a mi hijo días atrás.
—Dije que no lo haría si el matrimonio menguaba las libertades. De hecho estamos casados en la práctica y con Sonia eso no ocurre. Nada ha cambiado en lo de la confianza. Así que acepté que tuviera su gran día. —Lo que no sabía era que quien coarta las libertades son los hijos al reclamar nuestro esfuerzo continuamente.
Jesús se encargó de todo el ajetreo con su buen hacer. Así, ese día 15 la Sala Capitular del Ayuntamiento estaba a rebosar. El amplio salón del edificio de cinco siglos fue restaurado hace unos años para rescatar la nobleza de sus piedras. El color rojo de los lienzos que forran las paredes encuentra réplica en el carmesí de los sillones y transmiten ecos de tiempos de capa y espada. Arriba las cuatro arañas de cristal esparcían sus luces sobre los frescos pintados en el alto techo. Un viejo órgano situado en alguna parte puso aires litúrgicos en la ceremonia civil, que ofició el alcalde y apadrinaron Paquita, por parte de Carlos, y Teófilo, por parte de la novia, su padre.
Desde mi sitio, junto a Rosa y su hijo Miguel, contemplé el espectáculo, que en momentos puntuales me forzaron al desasosiego. Porque era un momento feliz para todos, protagonistas, familias e invitados. Pero efímero porque, más tarde, en el mismo día o al siguiente, o semanas más tarde, algunos o todos vivirían la otra cara de la moneda. Y es que la vida es como un péndulo; oscila de un extremo a otro continuamente, dejándonos lluvia o pedrisco, felicidad o amargura. No aporto nada nuevo con estas ideas pero no puedo soslayarlas por más que yo siempre esté mirando por el lado bueno de la ventana. Observaba a Paquita, tan radiante que apagaba el protagonismo de la novia. Me veía a su lado, tanto tiempo antes, oyendo la música de su voz en el «sí, quiero» y sintiendo su emoción en eso de «lo que Dios une solo la muerte puede separar». O algo así. Ahora cada uno teníamos nuestro sitio lejos del otro y responsabilidades distintas. Mas ello no anulaba las intensidades vividas.
El regidor hizo un discurso al efecto, deseándoles mucha felicidad a los contrayentes. No aprovechó la oportunidad para animarles a la tarea de engendrar prole, como fue fórmula tradicional en la Iglesia de los tiempos primeros y no tan lejanos. Ocasiones en las que el mensaje empujaba a repoblar el mundo y a esparcir la fe. Todavía en la época de mis padres eso se aconsejaba por algunos curas como colofón a la ceremonia. Me di a pensar que acaso el juez, posiblemente laico, no querría meterse en esas camisas. O bien que desearles en público el mantenimiento de la especie en los tiempos que corren le connotaría con una tradición que su educación rechazaba. O simplemente omitió esa mención por conocer que los contrayentes tenían ya asegurada la descendencia por vía doble.
Luego tomaron la palabra un par de amigas de la novia, y así lo hicieron dos amigos del novio, para resaltar las virtudes de ambos. Unos discursos llenos de poesía y amistad trascendida que dieron ocasión a que muchos pañuelos salieran de sus escondrijos y ejercieran su principal función.
Y seguidamente, la música, los abrazos, los saludos y la rienda suelta a las conversaciones y al runruneo de los pies al arrastrarse por las alfombras. Enseguida todos a los coches para ir al jardín contratado.
El Cigarral de las Mercedes es casi un bosque, armonizando con unas instalaciones amplias y restauradas con respeto a los tiempos de su construcción. Un lugar que justifica el casarse, como segunda razón tras la imprescindible. Porque una decisión semejante, que la mayoría hace una vez en la vida, necesita de un recuerdo que golpee con la magia en los años postreros. Jesús tenía razón. Seguro que todos recordaremos esa boda en este entorno robado al paraíso, poblado de pinos carrasco, cedros del Líbano, madroños, laureles, olivos y encinas. Cinco hectáreas de bosque cuidado con unas vistas sin precio sobre el Toledo de siglos. El propietario, Fernando Lleida, tuvo tiempo para mostrarme lo que define su actitud empresarial: una placa enmarcada y hecha de azulejos, que advierte: «Y no olvidéis la hospitalidad pues por ella algunos, sin saberlo, hospedaron Ángeles. San Pablo de los hebreos».
Allí nos esparcimos para el aperitivo formando grupos cambiantes, a pesar de la tenue temperatura. A mi vera estaban Rosa y Diana, mi hermana, con su novio. Y más allá sus amigas Berta y Arancha también con sus parejas. Y cómo no, ahí aparecía Valentín, quien había venido expresamente desde su refugio en Australia con su Nuria.
—Ahora no podrás marcharte a lo sueco, como hiciste en nuestra boda, cabronazo —dijo al vernos, mientras me daba fuertes palmadas en la espalda como si estuviera sacudiendo la alfombra.
—Lo hice para no quitarte la novia.
—Es algo que no te he perdonado —señaló ella, siguiendo la onda y besándome en la boca con delectación fingida ante la sorpresa de Rosa, ignorante del juego.
Los numerosos niños correteaban por entre las mesas con el decidido propósito de que sus padres abandonaran todo intento de mantener una tranquila velada. Mis nietos, Javier y Rodrigo no estaban entre los más calmados. A la yaya paterna y a la joven cuidadora empleada les esperaba una velada movida. Afortunadamente, el dueño del bosque puso a uno de sus camareros de vigilante permanente. Le asignó la tarea de impedir que esa tropa menuda devastara el recinto. El hijo de Rosa había dejado de ser Miguelín. Ahora, con catorce años, andaba escalando estatura. Enseguida hizo grupo con otros adolescentes y se dedicaron a lo suyo.
No faltaban Sara y Javier, Antonio Vitoria y su chica; todo el mundo, incluidos el gran Ishimi y algunos de sus muchachos. El comisario Ramírez aportaba su presencia, junto a dos de sus hombres, ya innecesarios en cuanto a funciones de seguridad. Los tres llevaban pareja. La acompañante de Ramírez debía de ser la que le marcaba el destino actual. Se me acercaron. Hube de admitir que sus razones amorosas tenían fundamento. La chica merecía más de un suspiro. Para ser más exactos, rabiaba de belleza.
—Corazón Rodríguez —dijo, deslizando sus mejillas contra las mías, consciente del hormigueo que producía—. Rodolfo me habla de usted.
—Pues dile que te tutee —dije el chiste conocido. Se echó a reír y destapó nuevas esencias para la inestabilidad. No veía yo la argamasa que pudiera unir dos figuras tan discordes. No es que Ramírez sea un soponcio. Ahora camina erguido y ha recuperado su imagen. Pero hay mucha edad por medio para que aquello pueda mantenerse, al margen de la norma policial.
Llegaron Eduardo y Maite, con parte de su prole, ya superada la edad militar. Muchos amigos, algunos de los cuales no veía hacía tiempo. Todos renqueaban de algo aunque no eran momentos de exhibir los saldos negativos. Alfredo y Alicia aparecieron para agitar el numeroso grupo, él con sus melenas flotantes y su barba aunque ya el color blanco se había infiltrado en sus hebras. No perdió ocasión de empezar con los chistes, uno tras otro, provocando el consabido jolgorio.
—Bueno, y ahora el último. Dos amigos entran en un bar y el camarero les pregunta qué van a beber. «Agua», dicen los dos. «¿De qué marca?» «Yo quiero Lanjarón —dice uno— porque viene bien al riñón». Y el otro dice: «Yo Bezoya…»
Paquita y yo no habíamos vuelto a vernos desde la boda de Valentín. Ella me buscó. Nunca se ha comedido. Ya la había presentado a Rosa. Como siempre, estaba exultante de belleza, inmarchitables sus pecas juveniles. Me pidió que nos sentáramos a una de las mesitas, cubiertos por el rumor de otras conversaciones.
—Siete años desde la última vez —dijo, envolviéndome con su encanto.
—Viéndote, resulta sorprendente. No es una lisonja decir que los años te esquivan. Los intimidas.
—No soy tan mayor para que me preocupen.
Sabía que era una frase al viento. Porque su aspecto siempre ha sido primordial para ella. Consideraba que las arrugas son enemigos a combatir sin tregua. La aterraba, incluso cuando su embarazo, descubrir las huellas que deja el viento en los cuerpos. Tan joven entonces.
—¿No me preguntas cómo me va en lo sentimental? —apuntó, llenándome del verdor de sus ojos.
—Carlos siempre me habla de ti.
—Entonces sabes que ahora no tengo acompañante. —Asentí con la cabeza—. Tú tampoco te has peleado con los años —dijo, armonizando ambos hechos sibilinamente.
—Tengo mi propia colección de cicatrices.
Paseó la mirada por los invitados. Sabía que buscaba a Rosa.
—Hace quince años que decidimos nuestra separación —dijo con todo el desparpajo. Me vino una sonrisa sin connotaciones acusadoras. No tenía intención de hacer puntualizaciones. Ella se sintió obligada a hacerlo—. Vale, fui yo. Pero comprendiste mis razones.
Otra petición de armisticio para los sentimientos profundos. Porque ambos sabíamos que nunca entendí sus razones, aun asumiéndolas.
—Tu Rosa… Es muy guapa. ¿Quién lo es más, ella o yo? —desafió, quizá solo para ambientar el encuentro.
—Ninguna mujer puede igualarte.
—Eso es todo menos una respuesta. Sigues sabiendo cómo enfrentar los retos.
—No es un reto ponderar tu belleza.
—En ocasiones he pensado en cómo habría sido nuestra vida de haber seguido juntos —dijo, tras sostener un pulso de silencio—. Quizás hubiera podido resultar. Pero íbamos a velocidades distintas.
—No pienso igual. El tiempo no lo cura todo pero permite la introspección. Lo de las dos velocidades no fue la causa. Ni el desamor.
—¿Qué crees que fue?
—La falta de amistad. El matrimonio se sostiene en la amistad, en la complicidad, en el descubrir juntos soles nuevos cada noche… —La miré, con los rescoldos apagados pero sin escatimar la ternura que me produce su presencia—. La amistad no solo alimenta el amor. Lo trasciende. —En ese punto apelé a mis mejores artes. Debía ser extremadamente cauto para evitar que cayera en la turbación—. La verdad es que nunca fuimos amigos. La vehemencia nos absorbió.
Volvió la cabeza hacia Rosa y yo acompañé su mirada. La vimos hablar animadamente con Jesús Catalán, Titi, el profesor Jesús Fuentes Lázaro y otros amigos. Despreocupada, confiada, amiga.
—¿Y ella?
—Rosa es una verdadera amiga, mi compañera. Para siempre.
—¿Es vehemente?
—Sí. Lo es. Y desprovista de inhibiciones.
Me observó, el análisis en sus ojos. Pero no había reproches en los míos.
—¿Sabes? Creo que aquella vehemencia fue lo mejor de nosotros mismos. Es lo que más recuerdo. A veces pienso en aquel ardor magnífico. Entonces te echo de menos. Y pienso en lo malo que debe de ser la soledad. —Buscó el atenuante de una sonrisa—. No lo consideres una declaración de intenciones.
—Lo entiendo como un sentimiento ocasional, el brillo de un tiempo acabado. En cuanto a la soledad, despreocúpate. Nunca te rondará. ¿Y sabes por qué? —Agrandó sus ojos—. Porque te quieres mucho a ti misma. Eres tu perfecta compañera. Por eso nunca estarás sola.
—Supongo que eso es un cumplido —dijo, permitiendo que la sonrisa le volviera. Y, lo que son las cosas, la vi entonces como la amiga que siempre quise que fuera.
—Creo que hemos de atender a los otros invitados. ¿Te parece?
Asintió. Con un despliegue de gracia se puso en pie y caminamos un trecho hasta que cada uno buscó su grupo. Carlos estaba con Sonia, rodeado de amigos. Vinieron hacia mí. Les salí al paso.
—Mi novia preferida —dije, pasando los dedos por su rostro, apenas un roce.
—Mi suegro preferido —dijo ella, colgándose de mi brazo.
—¿Qué tal con mamá? —Los ojos de Carlos estaban llenos de sorna.
—La mayoría somos conscientes de que el tiempo funciona como las termitas, corroyendo. ¿Viste un portaaviones de cerca? Tan enorme y grandioso. Ninguna máquina construida por el hombre puede comparársele en poderío. Pero al cabo de los años pasa al desguace.
—Este es mi padre y sus ejemplos —dijo Carlos, mirando a su estrenada esposa—. Es su forma de decir que mi madre no acepta dejar de ser joven.
—No —dijo Sonia—. Está diciendo que vivamos cada día con la mejor disposición. Porque el futuro es el sorteo diario de una lotería desconocida. No sabemos qué nos puede tocar.
—¿Has visto? —señaló Carlos—. Es mi mujer. ¿Cómo no iba a casarme con ella?
Más tarde pasamos a una gran carpa donde se habían dispuesto numerosas mesas para seis comensales, todas uniformadas de blanco, con un menú ilustrado y un letrero indicativo. Los padres y padrinos ocupamos la mesa principal. El ágape fue demasiado. Observé a la mayoría de la gente engullir después de haberse llenado la andorga opíparamente con los espléndidos aperitivos. No entendía que se pudiera comer tanto. Era como si tuvieran dos estómagos. O uno dividido en partes, como les ocurre a los rumiantes. Hubo tiempo y espacio para la tarta y los brindis con champán francés porque «esta boda no deberá tener igual en el mundo», dijo Jesús. Y doy fe de que lo fue. Al final barra libre y baile al tiempo que los fumadores ocupaban una parte abierta a un lado para lanzarse sus humos. Vi a Paquita destellar bajo los compases, disputada por animosos danzantes. Y a los novios bailar con todos, nunca ellos juntos, que tiempo tendrían en la vida para lloverse de caricias.
Salí con Rosa al exterior y caminamos en silencio por el suelo de gravilla, buscando aire límpido. Hacía frío y una ligera humedad se desprendía de los árboles. Estábamos solos. La música y los ruidos sonando más allá animaban de dicha la alta madrugada. Era un alivio poder respirar hondo sin tener ningún peligro acechando. Recordé a Rafael Molina. Un mes antes mi existencia dependía de un tris. Y ahora me había echado un amigo de excepción, alguien con el poder de decidir sobre la vida ajena. Mi padre afirmaba que deberían tenerse amigos hasta en el infierno. Si levantara la cabeza quedaría muy complacido al ver que finalmente asumí su consejo.
Estaba en un escenario parecido al de la boda de Valentín y Nuria, siete años atrás, con todos los seres queridos[7]. Ahora, además, tenía a Rosa. Como en aquella ocasión, noté que un soplo sutil turbaba la armonía de esos venturosos momentos. En realidad me ocurre siempre, cuando la felicidad se instala en el tiempo efímero. En esa ocasión la llamada era de Blanca, esa chica de estrella incierta. Sentía la necesidad de encontrarla y deseaba que el caso concluyera con una mejor segunda parte. Porque sería muy frustrante que esas dos hermanas hubieran tenido el mismo infeliz destino. Ahora que parecía estar libre de amenazas debería concentrarme en su búsqueda. Pero cierto escrúpulo me retenía.
—¿En qué piensas? —dijo Rosa.
Me miré en sus ojos y vimos brillar todos los paisajes que descubrimos juntos. Estaban allí, imperecederos, esperando nutrirse de otros nuevos hasta la eternidad. Nos abrazamos como siempre, como si fuera la primera y la última vez al mismo tiempo.