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Constanza, segundo semestre de 1959

Cuando vuelva su canto al polvo,

de los caminos, plántenle un jardín

con frutas mañaneras de un abril imposible.

RENÉ DEPESTRE

—La señora Bea del Valle quiere verle —dijo la secretaria por el teléfono interno.

—Hágala pasar —concedió el director del Banco Agrícola después de pensárselo. Se puso de pie detrás de la mesa de su despacho y miró la puerta. Al parecer no había sido lo convincente que él creyó y por eso la mujer estaba allí de nuevo, sin duda con la monserga de su asunto. Procuraría esmerarse en su función ordenancista para que no hubiera más dudas.

Pero Bea no llegaba sola esta vez. Detrás aparecieron su cuñado José, el síndico municipal y el encargado de la colonia española. Demasiados contendientes. Se preparó para un duelo arduo.

—Como le dije, señora Del Valle, su cuenta es mancomunada. Para sacar dinero tienen que estar las firmas de usted, de su marido y de su cuñado. Necesariamente —recalcó, sintiéndose muy instruido en ese menester—. Su cuñado, desgraciadamente, murió. Pero no su marido, lo que no es de desear. Es decir, no hay certificado que atestigüe su defunción. Por tanto, es necesaria su firma o consentimiento para que usted pueda disponer de ese fondo.

—Déjate de pendejadas —dijo el síndico—. Es su dinero. Y lo necesita.

—Lo siento. No puedo hacer nada.

—Bueno —expuso el encargado—. Entonces tendré que ir a ver a Su Excelencia para explicarle esta vaina.

El director sintió de pronto un frío de camposanto. No era un misterio que el Benefactor tenía gran consideración hacia los colonos españoles y que concretamente distinguía a esa familia con una especial inclinación. De repente tuvo la seguridad de que sería defenestrado y sometido a escarnio, además de perder el empleo. Su caso serviría para que el Jefe se mostrara como hombre justo y sensible al dolor ajeno, corrigiendo los hechos reprobables que cometían funcionarios irresponsables y que desprestigiaban la bondad de su Régimen. Mierda.

—Bueno, bueno, no vamos a hacer de esto una cuestión de Estado —dijo, disimulando su angustia en un gesto conciliador—. Dígame de cuánto desea disponer. Tienen dos mil seiscientos veinte pesos con sesenta en su cuenta.

—Todo —dijo ella.

—¿Todo? Es mucho dinero. Pueden intentar robárselo.

—Como intentaba hacer usted —acusó José.

—Lo distribuiré entre personas de confianza, en pequeños importes. Estará tan seguro como aquí —aclaró Bea.

A la vuelta, Bea habló con dos de los colonos que aún seguían sin tener parcelas. Entendía que hubiera gente en esas condiciones, viviendo todavía de la limosna al cabo de cuatro años en vez de escapar de allí. Regresar a sus míseras casas de las desdichadas aldeas era peor que seguir esperando nuevos repartos. Les ofreció cuarenta centavos de peso por día para que la ayudaran, con lo que, unidos a la subvención propia, recaudarían un peso cada uno, cantidad muy superior a la de un obrero cualificado de la ciudad. Aceptaron gustosos y empezaron a trabajar.

La parcela había quedado muy castigada por la acción de los jeep y de las bombas. Bea no se dejó agredir por la pena al ver ese destrozo. Lo que tenía remedio no merecía desconsuelo. Fue como empezar de nuevo, pero con el amparo de la experiencia. Con los tres mulos la tarea fue más fácil. Hubieron de limpiar todo, quitando los hierros fragmentados y tapando los grandes hoyos. Luego quitaron las simientes perdidas y rehicieron los surcos. Un trabajo que empezaba recién alumbraba el día y que terminaba cuando el sol se escondía detrás de las lomas, con paradas breves para comer. Bea llegaba a casa extenuada y estrechaba al niño, que la fiel Sagrario atendía. Le despertaba para sentir sus risas y lloros. Y luego intentaban dormir, sabiendo ella que de su agotamiento emanaba una sensación dulce, la de haber cumplido un día más con la misión trazada.

No había repartido los pesos con nadie. Procedía de una tierra donde la gente era remisa en el gasto y cautelosa con el dinero. Lo ocultó en un hueco de la pared con doble fondo que Martín le enseñó. Era un lugar donde nadie miraría, como lo demostró el hecho de que no lo encontraron los militares cuando registraron toda la casa.

En los días cercanos al invierno ya tenían terminada la siembra y podían disponer de un tiempo antes vedado hasta que florecieran los frutos. Bea tuvo oportunidad de ocuparse y disfrutar de su hijo mientras por dentro iba creciéndole el hermanito que Martín le sembró el último día que le vio.

A diario iba con sus ayudantes a vigilar la parcela y limpiar los cepellones. A veces Bea se quedaba sola en el atardecer y veía cómo el amarillo sol se dejaba abrazar por algunas nubes sonrojadas de bermellón antes de ser engullido por el otro lado del mundo. Nunca temerosa de las anochecidas, cuando se encendían las infatigables bombillas celestes pensaba en su hombre y trataba de imaginar las asperezas a que estaría enfrentado, quizá desasistido de más ayudas que su solo vigor inigualable. Sabía que estaba vivo, lo sentía en sus palpitaciones. Luego preguntaba a la noche cuándo volvería a reposar en el laberinto de su cuerpo temblado de amor. Y entonces notaba que las estrellas bajaban hacia ella para lavarse en sus lágrimas.

Una noche que no llevaba a Viento se encontró con dos autóctonos, sus colines colgando, que la rondaron un rato antes de decidirse a interpelarla.

—¡Pero qué hace usted, doña! ¡Cómo se le ocurre ir sola! La mata algún bandido.

A la vacilante luz del farol Bea miró los ojos taimados de los hombres. Sus pintas invitaban a la desconfianza pero no le estaban mintiendo. Hubo colonos que, al volver solos, fueron atacados y muertos para quitarles lo que llevaban, incluso las ropas.

—No voy sola. Siempre me acompaña alguien.

Los nativos miraron en derredor, el temor irradiándoles. Farfullaron unas palabras serviles y desaparecieron. Bea tuvo la certeza de que eran atracadores y que sus palabras les puso en fuga. Pero no les había engañado ni había experimentado ningún temor. Porque aunque nadie la acompañaba sentía en su interior que estaba protegida por una fuerza impalpable. Y esa fuerza la habrían sentido también los bandoleros.