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Sierra Central, República Dominicana, agosto de 1959

Voy abriéndome paso por entre la aspereza

al lugar donde está guardado mi retrato futuro.

RAFAEL CADENAS

En la nocturnidad avanzaba con aprovechamiento. Por su larga estancia en el territorio había intimado con las enormes estrellas, que eran como las que siempre viera en su tierra alejada aunque no estaban en la misma posición. Sabía cómo guiarse con esos faros celestes que nunca desertaban de su puesto en el infinito. Pero en el breve contacto, aquellos hombres desesperados le habían enseñado a interpretar la brújula. Al haber elegido precavidamente la noche para desplazarse y buscar alimentos, el instrumento le permitió situarse sin error en su solitaria marcha, obviando el tener que buscar claros entre las frondosidades para mirar el cielo. Dejaba para el día los momentos de descanso, no muchos porque debía adelantar cuanto terreno pudiera. Durante esas horas claras no tenía problema de situación porque sabía que la isla estaba orientada en el mismo trayecto que el sol, como si fuera un camino hacia el paraíso imaginado. Además llevaba planos que el grupo invasor le dejó cuando las cosas empeoraron. Pero la progresión resultaba lenta debido a los rodeos que le obligaban las circunstancias. Los helicópteros seguían rondando y en la lejanía veía a las patrullas avanzar lentamente, sin cejar, así por las noches las luces de sus linternas. No le habían detectado a pesar de llevar perros, gracias a un líquido que usaban los invasores para descontrolar su olfato. Además, llevaba la guerrera de uno de los incursores caídos y también su gorra montañera. El color verde oliva hacía difícil que lo distinguieran durante el día en esas montañas cubiertas de bosques vírgenes.

El sol mandó sus trompetas de luz anunciando que reinaría un día más. Pero tardaría en aparecer. Tenía muchos minutos todavía hasta que se instalara desafiante. Gracias a su previsión al no deshacerse de la guerrera que cogió del soldado abatido, podía soportar el frío de las noches al usarla junto a la tomada del invasor muerto. Por el día, la temperatura cambiaba y entonces la guardaba en una de las dos mochilas. Tiempo después encontró un árbol derribado junto a un riachuelo. Formaba una especie de parapeto. Era un lugar adecuado para descansar. Se echó al mullido y húmedo suelo y se descalzó. Sus abarcas estaban muy castigadas. Como sus pies, a pesar de estar adiestrados en las caminatas por terrenos similares. En su momento probó las botas de los soldados abatidos. Ninguna se acomodó a sus grandes pies, por lo que hubo de seguir con las abarcas. Se quitó las tiras sangrantes colocadas días atrás y metió los pies en el agua. Notó un gran alivio en las úlceras. Un rato después los extrajo, dejándolos secar al aire. Limpió con esmero el calzado, como la vez anterior. Luego miró en una de las mochilas, donde guardaba los alimentos que recogía por el camino. Sacó dos de los aguacates que cortó de un alto árbol dos días atrás trepando por su rugoso tronco. Se trataba de una fruta desconocida en la vieja tierra. Había aprendido tiempo atrás que tenía un alto valor alimenticio. Lamentó no haber podido cargar más porque no abundaban por la zona. Su pulpa estaba amarilla, de temporada. Le hubiera gustado comerse otra, pero tenía que ser cauto. Hasta entonces, y una vez acabadas las galletas de soda y el chocolate negro, se había alimentado de vainas de habichuelas y hierbajos.

Mientras comía hizo un cálculo. No tenía reloj, pero sabía calcular con mucha aproximación las distancias y las horas contando los pasos. En sus andanzas por los montes de Tineo y Narcea, y luego por el valle de Constanza, había caminado entre tres y cuatro kilómetros a la hora. Por tanto, llevaba recorridos unos treinta y cinco al día, tirando por lo bajo. O puede que treinta, qué más daba. Significaba haber dejado atrás no solo la provincia de La Vega sino mucho de la de San Juan. La muestra de ello podía ser el aguacatero que no se daba en la flora asilvestrada de Constanza por las bajas temperaturas, aunque sí los había visto en los patios de algunas casas como árbol de sombra.

Notó una sensación jamás tenida. Supuso que sería una señal de la lógica debilidad que le sobrevendría. Se acomodó y se durmió al instante.

Los sonidos de la noche, distintos de los del día, le despertaron. Había dormido sin sobresaltos más de diez horas. De un tirón. Aguzó los oídos. Ningún rumor de gentes. Cortó nuevas tiras de una de las camisas quitadas a los soldados que mató el primer día. Se envolvió los pies, asegurando los vendajes. Las abarcas no le produjeron los pinchazos que al llegar. Guardó las tiras usadas junto a las cáscaras de aguacates para no dejar pistas y se puso en pie. Se encontró bien. El descanso le había fortalecido. Retomó la andadura. Al poco llegó a un claro. Se asomó entre los árboles. Una carretera, más bien vereda, cruzaba de norte a sur. Avanzó sigiloso mientras oía un rumor de aguas. Un río con orillas desguarnecidas. Había cruzado antes el Grande, el Yaque del Sur y el Mijo, además de varios arroyuelos. Este bajaba con ruido, por lo que dedujo sería uno de los importantes. Miró el plano. Era el San Juan, que mucho más abajo se unía al Yaque del Sur. Estaba más o menos a la mitad de camino. Había avanzado menos de lo calculado. Le quedarían unos cien kilómetros para llegar al borde. Miró a ambos lados. Unas luces a lo lejos indicaban zonas habitadas. Por la situación podrían ser Hato Nuevo y La Maguana. Se quitó las abarcas y las tiras. Cruzó y siguió descalzo hasta alcanzar otra arboleda. Tomó un breve descanso mientras sus pies se secaban. Se calzó y continuó la marcha. Tenía que sobrevivir, alcanzar la frontera y allí establecer un plan para volver y recuperar lo mucho que había dejado atrás. Su ira estaba apagada, no la necesidad de ajustar cuentas, aunque no sabía cómo ni contra quién. Pero al mismo tiempo notaba una disfunción desalentadora. Como si algo hubiera quebrado en su interior y nunca pudiera restaurarse.