Málaga, enero de 2006
La joyería-relojería es grande, situada en la Alameda Principal enfrente a la afamada Librería Luces. Casi media fachada y con una oficina de la misma superficie en la primera planta. Un agente de seguridad uniformado y con el revólver colgando me echó una mirada mientras me dirigía a uno de los mostradores. Al momento vino hacia mí una joven con la sonrisa prendida. Hispanoamericana. Pedí ver al encargado de la tienda.
—¿Para qué desea verle, señor?
—Vengo a proponerle un negocio. Le interesará.
—¿Quién lo busca? —añadió, después de examinar mi aspecto y estimarlo como fiable.
—Corazón Rodríguez. —Noté la sorpresa en sus ojos—. Es mi nombre.
—Sírvase esperar un segundito.
El local muestra un ala con carillones y, en vitrinas con puertas, relojes de sobremesa; todos ellos con aspecto de pertenecer a la nómina de antigüedades. Y si no lo son, deberían serlo por su belleza y su diseño. Daba la sensación de que no estaban a la venta, lo que significaba que el dueño era un coleccionista. Eso no le excluía de tener los pies en el fango. Con frecuencia descubrimos que no todos los acopiadores de objetos bellos poseen el alma limpia. Como esos infrahumanos que coleccionan mamíferos salvajes disecados. ¿Cómo puede haber belleza en la muerte disecada? Me senté en uno de los sillones y aprecié el ajetreo del establecimiento. Vivíamos un buen momento económico y la gente no se contenía en el gasto. Las tiendas estaban llenas y había la sensación de que los españoles, en una progresión interminable, éramos más ricos cada año y que España entraría pronto en el club de los ocho. Al rato vi descender por las escaleras a una mujer de piernas largas y gran atractivo. Admiré su estampa mientras se me acercaba, notando que ella hacía su propia evaluación. Entre los cuarenta y el medio siglo, el busto originando alelamientos. Y un rostro que haría fortuna publicitando cosméticos.
—Soy la directora —dijo, con acento extraño—. Qué se le ofrece, señor Rodríguez.
—Detective privado. Traigo un gran asunto y estarás de acuerdo cuando te lo diga. ¿No tienes un lugar más reservado?
—Acompáñeme —ofreció, moviendo la dorada melena y tras unos instantes en los que pareció dudar. Subimos a la planta superior. Un gran espacio guardado por otro agente de seguridad. Al otro lado de los cristales se movían las ramas de los enormes árboles de la alameda. Había dos gabinetes con puertas de cristal donde se veía a hombres con batas blancas trabajando relojes y joyas sobre mesas llenas de utensilios y piezas. Sin duda que eran talleres de creación y reparación. Me hizo pasar a un despacho con mucha luz y mucho humo para mi gusto. Pero cada uno en su casa hace de su capa un sayo. El humo procedía de la volatilización de cigarrillos cuyos restos atiborraban un gran cenicero de cristal de Murano en forma de barca. Al lado, dos cajetillas de Marlboro. Me señaló un asiento. Cogió un pitillo con el aire de quien carece de temores en la vida. Lo prendió con un encendedor de cachas nacaradas, sin ofrecerme y sin pedirme ecuanimidad ante su ansiedad. Tuvo la delicadeza de soplar el humo hacia un lado.
—Estos amigos avalan mi visita. Me recomendaron que venga a ver al dueño de la empresa —dije, mostrándole las fotocopias de los carnés de los tipos de Figueras y de los que entraron en mi oficina. Los miró con atención, mientras su sonrisa permanecía inalterable, evidencia de un esmerado aprendizaje.
—No sé quiénes son —formuló, dejando que un bucle de su cabellera jugara con sus ojos.
—Sí lo sabes. Porque dicen que trabajan para esta empresa. Y estos dos —señalé— están en prisión.
—Creo que se ha equivocado de persona. No puedo ayudarle y le ruego que me disculpe. —Pulsó un botón. Una señal de ayuda.
—Si salgo iré directamente a la comisaría. Les contaré un cuento. Volveré con policías y eso será muy embarazoso para el negocio. Tú decides. No hay por qué recurrir al ruido.
Me miró y por un momento creí que me iba a retar, con lo que tendría que cumplir, lo que me supondría un trabajo extra. El vigilante apareció en la puerta con la mano en la pistola enfundada.
—No ha sido nada —dijo la mujer—. Apreté por error. Todo está bien. —Ya solos me complació no ver desagrado en su mirada porque heredé la costumbre de intentar poner luceros en los ojos femeninos.
—Con esos sujetos, y con otros, tuve unos desencuentros. Nuestras formas de pensar no eran coincidentes. Estoy seguro de que con Rafael Molina será diferente. Podemos mantener una conversación animada y llegar a conclusiones favorables.
Me observaba sin reparos, conectando sus ojos con los míos como si quisiera absorber mis pensamientos. O bien que yo conectara con los suyos. En esa guisa permaneció un largo rato sin lograr que yo declinara el reto. Se terminó el pitillo y, sin dar descanso a las ondas de su cabello, lo dejó con suavidad en el cenicero como si fuera un gusano de seda.
—El señor Molina no está aquí.
—Lo creo. Pero sabes dónde está. Llámale. Dile quién soy y que quiero verle con relación a Ángel Álvarez, de La Coruña. No tengo gasolina para muchos recorridos por lo que sería muy bueno que me recibiera hoy mismo. Ahora. Donde esté.
Un cuarto de hora más tarde circulaba en un Mercedes Clase S 350 4Matic conducido por un chófer monosilábico y de rostro trasatlántico. Nos dirigimos hacia el este por la costa, las suaves playas a la derecha. Pequeñas velas blancas punteaban el azul inmenso. La circulación era lenta pero el tipo se daba maña. Diez minutos después giró a la izquierda hacia el monte, subiendo por una carretera sembrada de urbanizaciones y arboledas sin fin. Un cartel informaba: PINARES DE SAN ANTÓN. Llegamos a una urbanización privada. De una caseta salió un hombre uniformado, que identificó al cazurro. Levantó la barrera y volvimos a subir sumergiéndonos en un ceremonial de pinos donde de tanto en tanto aparecían chalés unifamiliares cerrados de vallas y verdes, como buscando esconderse. Nos detuvimos ante uno de ellos. El chófer habló por un móvil y al momento se abrió el portalón de hierro. Al fondo un chalé propio de las páginas del magazine Arquitectura y Diseño. Aparcó en la zona adecuada. Había un BMW 735, un Audi A8 y otros humildes utilitarios. Dos dóberman se lanzaron hacia nosotros. Un jardinero silbó y los perros corrieron hacia él. El asalariado vestía ropas aparentadas y simulaba dar lustre al verde. Pero no engañó mi percepción. Era un guardaespaldas, como el fornido que uniformado de mayordomo salió a recibirme en el porche.
—Debo registrarle.
Lo hizo expertamente. Cogió mi navaja de multiusos.
—No es un arma. Es un utensilio.
Llevaba un móvil de oreja. Consultó. Me la devolvió.
Me condujo a un enorme salón que daba a un jardín y se apostó a un lado, observándome. Miré afuera. De la cuidada grama surgía una piscina de al menos veinte metros de largo en la que rumoreaba el agua azul. Aunque estábamos en invierno se apreciaba que no era un adorno sino algo en pleno uso. Al momento apareció un hombre no mucho mayor que yo, delgado, de mediana estatura, gafas de dioptrías y aspecto cinematográfico, con denso cabello castaño coronando su rostro tostado. Vestía un traje informal de color claro y una camisa sin corbata. Vino con la mano extendida y una sonrisa deslumbrante e invitadora.
—¡Corazón Rodríguez! Es un placer. Se me ha adelantado. Debí haberlo previsto, tratándose de un hombre como usted.
—¿Qué quieres decir? —dije, aceptando su mano, de roce fuerte.
—Di instrucciones a alguien para que te hiciera una visita amistosa y te rogara que vinieras a verme —indicó, asumiendo el tuteo.
—¿De veras? Ya he visto los modales de tus enviados. Van por ahí haciendo amigos.
—Esta persona actúa de manera diferente. Tiene otra forma de convencer.
—Mejor que no apareciera. Eres muy ingenuo si creíste que le prestaría oídos. Hubiera salido tan escaldado como los otros.
—No lo creo —dijo, sosteniendo la incógnita—. Pero lo importante es que, de un modo u otro, estés aquí. Lo celebro de verdad. Deseaba conocerte personalmente.
—No estoy seguro de corresponderte.
—Bah, cuando terminemos de hablar me aceptarás como amigo —afirmó—. Porque podemos conversar con toda libertad y confianza. Nadie nos oye, no hay grabadoras y somos hombres responsables. ¿Prefieres que charlemos en el salón o fuera, en el jardín? La temperatura es agradable. Por eso elegí el sur para vivir.
—Me da lo mismo, siempre que no me disparen por la espalda.
Se echó a reír con ganas no fingidas.
—Si tienes esas dudas, ¿cómo es que viniste a la boca del lobo?
—En realidad es un riesgo controlado. Hay gente apercibida de esta visita. Aparte de ello, la lógica dice que este es el único lugar donde no puede pasarme nada. Es improbable una torpeza semejante.
Me observó sin disimulos, la mirada no pestañeada, la boca entreabierta en gesto de ponderación. Se volvió y trazó un arco con una mano.
—Aquí solo hay armonía. ¿Te fijaste que no existen ruidos? Solo los trinos y el murmullo de las hojas. Ven afuera —dijo, ofreciéndome que le precediera—. Mira qué vista. La gente que se instala en la Costa del Sol prefiere hacerlo en Marbella o por ahí abajo. Pero no es comparable a esto. Allí no tienen esta panorámica. Málaga, su catedral y su bahía a vista de pájaro. Impresionante, ¿verdad? Un lujo al alcance de los que sabemos admirar la belleza.
—Querrás decir de los que asesinan a la gente por dinero.
—Ah, qué lenguaje más impropio viniendo de hombre tan avezado. Pero siéntate, por favor. Espera un momento. —Hizo un gesto señalando. Una mujer se acercaba a nosotros desde el salón. No esperaba que fuera menos de lo que imaginaba. Una mujer de celuloide, aplastada de belleza y serenidad. Calculé que le faltaban algunos peldaños para los cuarenta. Los perros se lanzaron hacia ella como flechas y le hicieron guardia, brincando a su alrededor—. Mi mujer, Leonor. El señor Corazón Rodríguez.
—Vaya, qué nombre tan original —señaló, poniendo una mano sobre la mía como quien hace una donación.
—Es un detective que contraté para que vigilara a alguno de mis vendedores libres. Se quedará a comer con nosotros.
—¿Un detective? Al fin un invitado diferente.
—No me digas que ella no sabe cuál es tu negocio verdadero —dije más tarde, al quedar solos, sentados y enfrentados a unos refrescos.
—La mujer ideal. Nunca pregunta. Espero que tú tengas una igual. Es algo impagable.
—Venga, hombre. ¿Es que no ve que tus ayudantes son pistoleros? Menudo tufo echan.
—Ella sabe lo que aquí son: guardaespaldas. En estos aislamientos son imprescindibles. Varias casas de la urbanización han sufrido atracos. Personas dañadas, destrozos. En esta finca eso no se da. Nunca está desprotegida. Los cacos, como los animales, detectan cuándo un territorio les es prohibido. Leonor sabe que estos hombres son garantía de seguridad. Y cuando sale, siempre la acompaña uno de ellos.
—¿Tampoco hace preguntas sobre tus finanzas y de dónde salen?
—Nuestro negocio de joyería y relojería da de sobra para que no tenga que perder el tiempo en eso. Vendemos diseños en todo el mundo. Pero sí hace preguntas. Quiso saber por qué fui citado policialmente a Madrid hace unos días. Le cohibió ver a esos agentes agrediendo el jardín.
—¿Cómo agrediendo? ¿Rompieron algo?
—Su presencia fue un completo desacuerdo con la serenidad y la paz de este entorno.
—La policía solo intimida a quien no juega dentro de las reglas. El intimidado no debió ser ella sino tú.
—Pues ocurrió al revés. Yo estoy curado de espantos.
—La policía está para impedir que gente como tú circule libremente.
—No te supongo tan cándido como para sostener algo así. Colaboramos más de lo que se imagina la gente. No a nivel de tu policía sino más arriba. Porque somos necesarios en la sociedad.
—Eso lo he visto en las películas. El hecho de que pervivan vuestras organizaciones no es porque sean necesarias. Vivís de la delincuencia como de su trabajo honrado la gente normal.
—El hombre que intentaron matar mis hombres en Figueras no era un santo. Un asesino indiferente. Tenía un historial poco merecedor de condolencias. Seguro que entre los que eliminó había gente inocente.
—O sea, que tus asesinos hacían una labor terapéutica. ¿Eso valía también conmigo?
—No son asesinos, sino ejecutores. Lo intentado contigo fue un error. Felizmente ya está subsanado.
—¿Cómo subsanado? Seis de ellos lo intentaron. Cuatro veces. Lo impedí yo, no una contraorden tuya.
—Cierto. Pero esa contraorden está hecha. Ya nadie te perseguirá y no solo de mi organización. He tomado esa decisión y todos seguirán las instrucciones al respecto.
—Vaya. Pensaba tirarte a la piscina a ti y a tus gorilas y resulta que debo darte las gracias.
—Celebro que no haya habido esa oportunidad —rio—. Te creo muy capaz para el remojón. Pero no quiero tu agradecimiento sino tu amistad. Te lo dije al principio. Por mi parte he dado el primer paso.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Acaso el que te contrató se echó atrás?
—No me desmerezcas. Es lo contrario. Y, en realidad, esa opción ha sido producto de tu personalidad. —Sonrió por los dos lados de la boca, como cuando las cosas salen en línea con los deseos—. Te diré cómo fue el proceso. En principio nos desconcertó a mi segundo y a mí lo que ocurrió en Figueras. Era sorprendente que un extraño hubiera castigado tan duramente a dos experimentados agentes, frustrando su cometido. Pero dejamos que el asunto siguiera su curso en manos del jefe de zona. Cuando te desembarazaste de los de La Coruña y los de Gijón, no nos sorprendió tanto que lo hicieras como por la forma empleada. No estábamos ante una persona normal sino ante un hueso duro de roer, que siempre iba por delante. Fue entonces cuando mi segundo y yo tomamos cartas en el asunto. El jefe de la zona norte nos pasó tu identificación. Supimos que eres un detective muy considerado en la profesión, uno de esos estúpidos que creen en la justicia. Nunca podrías ocupar el puesto de aquel venezolano. Eres como yo, pero sin lados oscuros, lo que no importa. En ese momento decidí que debía perdonarte.
—¿Perdonarme? ¿Qué delito cometí?
—El de estar en el lugar y en el momento equivocados. Ya sabes. Es lo que se dice. Y en realidad es lo que ocurre muchas veces.
—Hablas mucho y no te creo. Porque entonces no hubieran asaltado mi oficina. Menudo perdón, enviando otros dos a matarme.
—Ahí hubo un fallo de comunicación. La orden estaba dada. Hubiera sido una equivocación lamentable. Porque es rotundamente cierto que di orden de que te dejaran en paz. Y esa orden nunca será revocada.
—En eso no te eches flores. Estuviste en la UDEV y tienes un cepo en las pelotas. Tu organización se irá a la mierda y dejarás de contemplar la bahía de Málaga. Tendrás que acostumbrarte a ver los muros de la cárcel.
—¿Por qué persistes en ser desagradable? En la UDEV no pueden hacer nada. Sabemos cómo actúan y no les daremos pistas por la sencilla razón de que tu asunto se acabó. He consignado el cese de su relación con mi empresa para los agentes que te atacaron en tu oficina y para los otros cuatro. Sin embargo, los abogados que defiendan a los que puedan ser encausados estarán pagados por mí, naturalmente que bajo cuerda. Además, no creo que los condenen a nada importante. No han producido muertos ni agredido a nadie. Volverán a la nómina libre cuando esto se diluya. Al margen de ello, dejaré en pausa estas actividades durante algún tiempo. Y ya pueden investigar mis cuentas. Todo en orden, incluido el pago de impuestos.
—Explica eso de que se acabó mi asunto.
—Hubo un dato de suma importancia para mi forma de entender las situaciones y valorar a los hombres. En la UDEV me di cuenta de que no saben nada del señor Ángel Álvarez. Y no lo saben porque te has reservado esa parte del guion, incluidas su arma y sus cosas. No eres un bocazas acojonado. Eso reforzó tu salvoconducto.
—Te repito que no he visto los efectos de ese salvoconducto por ningún lado.
—Sí lo has visto. Desde lo de tu oficina nadie te ha molestado. Estás a salvo.
—No es el final feliz que pintas sino una tregua, un trato, aunque lo disimules. Mientras tenga la boca cerrada sobre lo de ese Ángel Álvarez, y a recaudo sus cosas, mantendrás quietos a tus matones. Para qué tentar la suerte.
—Te equivocas de nuevo —dijo, moviendo la cabeza como si reiterar lo obvio fuera una pérdida de tiempo—. No cabalgo sobre las olas. No eres la china en mi zapato. Los hombres como yo solo tienen una palabra. Te lo diré más claro. El establecer nexo entre el señor Álvarez y nosotros es imposible porque nunca tuvimos contactos telefónicos ni a través de ningún medio escrito o grabado. Y aunque la policía consiguiera esos datos y objetos de que presumes, les sería muy difícil llevarlos a prueba. Tendría que haber confesión del señor Álvarez, lo que jamás hará. Resumiendo: la información que guardas no constituye amuleto de inmunidad para ti. —Había credibilidad en su tono, que reforzó con una sonrisa—. Podríamos acabar contigo, tarde o temprano. No lo haremos. Si estás excluido de nuestra agenda de objetivos no es por ese modesto tesoro, sino por tu personalidad. Eso, al margen de mi certeza de que lo del señor Álvarez no será divulgado por ti.
Miré al millonario, dueño de vidas ajenas. Lo hice durante un rato sin que él arrumbara los ojos. Leí la verdad en ellos, al margen del sermón. Sentí entonces la satisfacción de haber acertado en dos certidumbres. Una, consciente: la de retar a la banda. Otra, instintiva: la de reservarme la confesión y pertenencias de Élido. A menudo retengo algo de lo que percibo o vivo, aun siendo peligroso. Son impulsos inexplicables que nunca me dieron motivos para el arrepentimiento. De ellos salió siempre una paloma. Como ahora. Había triunfado sin tener que abjurar de esas fuerzas misteriosas. Al fin podría olvidarme de Élido y su testamento. Y lo más inmediato: la boda de mi hijo podía celebrarse sin peligro alguno, la amenaza extinguida.
—Por cierto, ¿qué piensas hacer con los trastos del venezolano?
—Eso no te importa.
—Es verdad. Ni me preocupa. Pero te sugiero que lo destruyas. No es ningún botín y tú no usas pistolas. Por cierto, ese inspector de la UDEV, Óscar, es muy inquisitivo. No me creyó en absoluto, aunque no puede hacer nada al respecto.
—Es el tipo de policía honrado al que tendrás que enfrentarte en el futuro.
—Qué cosas dices. Sigues sin enterarte. Acabará atrapado por el sistema. Le bajarán los humos desde arriba. En realidad es por ti que lo he recordado. Sabe que tienes las cosas de Élido. Intentará que se las entregues porque tendrá la creencia, como tú hasta ahora, de que constituyen piezas de gran valor.
—Hará lo que tenga que hacer. En cuanto a ese Ángel Álvarez, podrías completar el cuadro. Simple curiosidad. ¿Quién es ese individuo?
Hizo una pausa para terminar su refresco. Luego tomó impulso.
—Nos llegan los casos a través de intermediarios. Nunca indagamos sobre los motivos ni sobre quiénes nos contratan, salvo excepciones. La mayoría de las veces no sabemos quiénes son porque los emisarios nos los ocultan. No nos importa. Pero en este caso hemos investigado por ti. Don Ángel Álvarez es un arquitecto venezolano de más de ochenta años. Lleva aquí mucho tiempo y tiene doble nacionalidad, por lo que toda su actividad entra en la jurisdicción española. Es decir, no tiene vínculos fiscales con el país en que nació. Tampoco familia allí, o no ha sido detectada. Vino a España sobre el sesenta y siete. Se ha dedicado al negocio inmobiliario y sin duda que tiene una gran fortuna. Tres hijos, casado con una española, que no será su primer envite. Recién ha vendido su empresa y ahora goza de un tranquilo retiro. Nada en su vida parece fuera de la normalidad. Consta su nacimiento, su paso por la Universidad de Caracas y su trabajo en una empresa de arquitectura. Sin embargo, algo debió de hacer para que alguien quisiera acabarle. Y no es ignorante de ello porque está lo suficientemente alerta como para haberlo detectado y habernos trasladado el encargo de liquidar al liquidador contratado. Significa que alguien tiene cuentas pendientes que saldar con él. O lo que es lo mismo, que su identidad es falsificada. Pero eso ya no es asunto nuestro. Le dijimos que no resultas un peligro para él, que no eres un pistolero y que cuando miraste su casa lo hiciste no por investigarle sino por simple curiosidad, lo que tengo por cierto, ¿no es así?
—Más o menos. Lo de ese individuo nunca me interesó como para hacerle uno de mis casos. Me metisteis en el asunto a la tremenda. Y deseo perderlo de vista.
—Pues ya estás fuera. Por eso advertimos al señor Álvarez que no permitiríamos que te hicieran nada, lo que significa que no buscará otros ejecutores. Como ves, he cumplido.
—¿Y si resulta que tantos desvelos hacia mí han logrado interesarme en saber quién es ese Ángel?
—No te creo tan irresponsable. Con lo que te he dicho deberías tener suficiente. Estás fuera de su vida y en nada te concierne la suya. Te tengo por hombre práctico y en esto no hay rentabilidad para ti. Y no me refiero solo a lo económico. Por cierto, te quedaste con el metálico que llevaban los hombres de Figueras.
—Es una compensación notoriamente insuficiente.
—Te extenderé un cheque. Te lo mereces.
—Si tienes tan buen negocio —dije, tiempo después—, ¿por qué has escogido una segunda ocupación tan despreciable?
—Lo de despreciable es una opinión aventurada. Olvidas que las personas no somos de una sola pieza. Todos, tarde o temprano, mostramos nuestras aristas. Tú te crees a salvo porque te has solazado con tus éxitos y bondades. Pero puede que algún día descubras que hay sombras en tu satisfacción. —Dejó la pausa suficiente para que esa reflexión me llegara como rueda de molino. Luego siguió—: El negocio que tanto desprecias lo creó mi abuelo por esos giros que tiene la vida. Nunca llegó a saberlo. Era relojero de profesión y transmitió su saber a mi padre. Fue quien puso la tienda y dio fama a la actividad. Todo empezó cuando hizo empeño en enviarme a estudiar ingeniería a la Universidad de California, en Los Ángeles. Nunca fue capaz de explicarme de forma convincente, ni al obediente de mi padre, por qué debía ir allí. Hubiera podido aprender inglés en cualquier otra universidad. Ignoraba que es una de las ciudades con más delincuencia del mundo. Ocurrió lo que no es excepcional, pero que para mí fue crucial. Dos tipos violaron y mataron a una estudiante amiga. Un encanto de criatura. Nunca olvidaré los hoyitos de sus mejillas cuando reía. Unos amigos de ella y míos decidimos vengarnos personalmente. Nos mezclamos en los ambientes correspondientes y buscamos a los tipos. Varios meses después, y a base de sobornos, dimos con ellos. No volvieron a respirar. Lo hicimos con una eficacia tal que no solo nos produjo satisfacción, también sorpresa. Porque nunca nadie nos relacionó con aquello. Fue como un desvirgue a lo grande. Supimos de pronto que podíamos hacer cualquier cosa en ese terreno. Y adquirimos conciencia de la necesidad de crear un grupo de limpieza. Y en esas estamos.
—Nadie tiene el poder de la vida y de la muerte. Son comportamientos primitivos, sin ninguna moral.
—Olvídate de eso. La ética solo existe en los discursos. Ni siquiera está en la enseñanza como tema prioritario. La gente va a lo suyo, a seguir con la vida que nos fue dada o elegimos. Solo el temor, no a las leyes sino al encarcelamiento si te pillan transgrediéndolas, impide que nos matemos unos a otros directamente. Ya lo hacemos indirectamente. Todos esos miles de millones de pobres seguirán en la miseria. Mi ética es más efectiva que la tuya. Por un lado colaboro económicamente con varias organizaciones dedicadas a eso de repartir alimentos y esperanzas. Y por otro, limpiamos el mundo de gente que sobra en las esferas de la criminalidad y que precisamente no viven en la indigencia. Y no somos únicos. Hay multitud de organizaciones como la nuestra. De hecho, estamos conectados con algunas de otros países. Intercambiamos trabajos.
—Es un discurso que no me convence. Porque no elimináis solo a los malvados sino a quien se os pone por delante. El ejemplo claro es lo ocurrido conmigo. Y estáis protegiendo al tal Álvarez aun en la sospecha de que haya sido un delincuente, quizás un asesino.
—A veces cometemos errores. Lo hicimos contigo por autoprotección. —Se vinculó a una sonrisa conciliadora—. Y el pasado del señor Álvarez no nos concierne salvo que alguien nos lo reclame. Para nosotros es un miembro honorable de la sociedad.
Me embosqué en un silencio valorativo. Mi interlocutor era tal y como lo definió el inspector Óscar Colmenares. Estaba tocado de distinción. Parecía de esos pocos hombres que siempre están de buen humor y satisfechos de sí mismos. No era para menos. El sitio era espléndido, con un entorno de savia alimentada. No había humildades que hicieran languidecer la mirada. Un mundo donde reinaban la salud, el dinero, la belleza y la satisfacción. El estercolero general alejado, como si no existiera.
En ese momento se oyó el ruido de un coche. Un Ford Mustang blanco convertible modelo sesenta y cuatro del que salió la encargada de la tienda. Joder con la niña. Un coche de colección. De esos que se queda uno mirando y que popularizaron Anouk Aimée y el Trintignant en Un hombre y una mujer, de Lelouch. Caminó hacia nosotros con gracia felina mientras un tibio ábrego sumaba argumentos de agrado al escenario.
—Aunque ya os conocéis, os presentaré —dijo Rafael—. Carolina. No es solo la encargada de la tienda. Canadiense… y mi lugarteniente en la actividad «limpiadora». Es la persona a quien encargué que te visitara para invitarte a venir. Convendrás conmigo que no la arrojarías por las escaleras.
Ella me miraba, la sonrisa irradiando de sus ojos.
—Así que sabías quién era yo y me esperabas —señalé—. Podías haberte evitado el numerito con el de seguridad.
—Me encantó ponerle a prueba. Es usted muy convincente.
—No es necesario ese coche para llamar la atención. Tienes suficientes razones para que la gente te mire.
—Era de mi ex —dijo, ampliando la sonrisa—. Está totalmente renovado por dentro. El motor es de bajo consumo.
—¿Qué tal si comemos? —ofreció Rafael—. La hora aconseja y veo a Leonor haciéndonos señas.
—Vamos allá —dijo Carolina, cogiéndose familiarmente de mi brazo.