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Constanza, julio de 1959

El mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde va.

ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

De fuera llegaron voces secas. Viento empezó a ladrar pero Sagrario lo sujetó y lo acalló. Los soldados que vigilaban desde el jardín se movieron con intranquilidad. A través del vano, Bea los vio retroceder hacia un lado y saludar marcialmente con miradas atenazadas. En el umbral se enmarcó la figura imponente del Ínclito seguida del tipo redondo de bigote nutrido y ojos ávidos que la interrogara días atrás de forma inmisericorde. El Doctor Honoris Causa avanzó con una media sonrisa llenándolo todo de irrealidad. Bea tuvo una punzada de abstracción. ¿Estaría en un sueño? ¿Qué tan importante era ella para merecer esa visita? ¿O qué nueva fatalidad le venía a caer? Lo observó. Estaba más delgado y envejecido. El rostro con pliegues y comisuras, la papada ocultando el flaco cuello, el blancor del escaso cabello pintando la ya frágil cabeza. Pero tan pulcro de aspecto y palabras como cuando tiempo atrás visitó la colonia. Portaba un bastón y su figura podría ser remilgada en otro menos concienzudo. Parecía un delicado abuelo y no el hombre más temido e inaccesible del país. Siempre oyó que su presencia producía escalofríos, algo que ella también experimentó en su día, a la semana de llegar a Constanza. Sin embargo ahora no notó ningún temor, como si una fuerza interna le estuviera marcando un camino.

Con Martín y Polín desaparecidos, la casa tenía demasiado espacio aunque Sagrario se había quedado a vivir con ella. Bea añoraba el tiempo anterior, cuando estaban todos juntos, apretados y esquivados de problemas. Sabía el destino de Polín pero no el de su marido. A los dos gallegos que se llevaron cuando la conmoción del 14 de junio tampoco volvió a verles ni a saber de ellos. Seguramente que les interrogarían y era de suponer que no se anduvieron con miramientos, a tenor de las vejaciones a que ella estuvo sometida. Tampoco supieron qué había sido de don Manuel. Antonina había viajado a la capital en ocasiones sin obtener resultados. Venía a menudo a verla, a jugar con el niño y a compartir esperanzas.

El bebé voceó desde la cuna. Sagrario lo alzó en brazos con suavidad e hizo intención de irse hacia la habitación del fondo.

—Espere, señora, déjeme ver —dijo Trujillo mirando al niño. Por sus informantes sabía que nació cinco meses antes—. Hermoso. ¿Lo bautizaron?

Sagrario miró a Bea, que derivó la vista al niño sin responder.

—No… —murmuró Sagrario.

—Tendrá nombre.

—Martín, como su desaparecido padre…

Trujillo volvió a contemplar al niño, que fijó su mirada en él. El Hombre de Hierro sintió un escalofrío desazonador, algo absolutamente infrecuente en él, cuyos estremecimientos solo eran placenteros y se producían cuando veía una buena hembra deseada. En esta ocasión parecía que no le miraba el niño sino aquel gigante que tanta impresión le hizo. ¿Qué era aquello? ¿Acaso la edad empezaba a interferir en su inteligencia? Pidió a Bea que se sentara y luego lo hizo él, la espalda erguida, las rodillas juntas y una mano sobre el puño del bastón, mostrando cómo el acto de sentarse podía estar lleno de clase.

Mientras Johnny Abbes se esquinaba en otra silla, se recreó en los rasgos dulces de la joven, no secuestrados por la indudable desgracia que debía soportar. Como en toda ocasión la belleza de las mujeres le alteraba, siendo más intenso el desasosiego cuando la observada no había abandonado la adolescencia. Ante la presencia femenina se encantaba, quedando desarmado de iniciativas, sus dotes de mando maniatadas. Podía infundir temor a cualquier dominicano e incluso impresionar a ufanados extranjeros, como esos enviados de Washington o los fanfarrones periodistas norteamericanos. Para todos tenía munición. Pero ante las mujeres bellas su serenidad se disolvía a impulsos de un irreprimible deseo de gustarles y, si encontraba la oportunidad, de holgarse con sus cuerpos. Le suponía un enorme esfuerzo el tratar de enmascarar su rijosidad con galanteos difíciles porque lo suyo para con ellas era un amor sexual, una querencia de cabalgar sobre el hechizo que desprendían. No le valía lo de la poligamia que practicaban los mormones o sectas similares. Eso era multiplicar las responsabilidades legales, además de que cada mujer se volvía despiadada en sus ambiciones. Buena experiencia tenía él de sus tres matrimonios. Por eso, aun siendo cristiano de tradición, envidiaba el capítulo concreto de la religión musulmana que permitía, al margen de las esposas, tener concubinas esclavas, que nada tenía que ver con las amantes o queridas del mundo occidental. Él las tuvo y sabía que eran tan insaciables como las legales. Las mancebas esclavas, sin embargo, no pueden argüir derechos. Están para lo que están. En eso del harén los mahometanos estuvieron muy acertados al ser conscientes de la necesidad natural del hombre al respecto. Muchas veces pensó en la maravilla que debió de ser el harén de la fortaleza-palacio de Topkapi, en Estambul. Esos sultanes sí sabían hacer las cosas.

La joven española le hizo palpitar. Pero, como a los viejos leones, los años enseñaban cuándo una presa resultaba inaccesible. No era lo mismo que las jovencitas dominicanas que le preparaban los conocedores de su pasión a cambio de tenerles libres de iracundias. O las cortesanas que se esmeraban en la rendición para tener a salvo a sus maridos y vivir tranquilos en las altas posiciones de la sociedad que él había creado de la nada. La joven que contemplaba estaba tan lejos de su alcance como la luna. No por ser casada, circunstancia que nunca le supuso un freno, sino porque notaba la distancia insalvable que había en su mirada. Además era española, una colona, llegada para llenar de rosas blancas los paisajes oscuros de la patria.

—¿Sabes algo de tu marido?

Bea negó con la cabeza, sin soltarle los ojos. Leyó en ellos el estupor ante su pregunta. ¿Cómo iba a poder saber de él? Lo normal era que la visita fuera para darle noticias, no para pedírselas. El jefe del SIM no había sacado nada de ella ni de la familia ni de cuantos decidió debían ser investigados. Habían hecho registros profundos sin encontrar signos de que allí alguien intrigaba contra el Gobierno. El Generalísimo concluyó que se debía haber aplicado la lógica. Supo que esa mujer era inocente.

—¿Qué piensas hacer? —habló, poniendo su más cálida entonación.

—¿Tengo elección? —dijo ella, sorprendiéndole. La primera vez que oía su voz. Tenía una cadencia extraña, adulzada, diferente a la eufonía de las españolas que conocía.

—¿A qué te refieres, muchacha?

—Quiero quedarme aquí esperando a mi marido.

Trujillo miró al perro, que permanecía alerta, la lengua respirada. Se levantó y le acarició la cabeza sin temor. Viento se subordinó, como si supiera que a un solo gesto agresivo alguien le dispararía.

—Un perro bonito. ¿Qué tiempo tiene?

—Año y medio.

El Doctor Honoris Causa miró alrededor. Vio rotos en las paredes y en el suelo, las camas y armarios desvencijados. Sin embargo, la casa estaba limpia, exonerada de escombros, los libros apilados en el suelo. No le cabía duda de quién originó esos destrozos. Pero eso tenía reparación. No la tenía la forma de vivir de esos españoles, sus escasas condiciones. ¿Cómo aguantaban esa vida de restricciones y austeridad? Cuando visitó los campos en España vio hombres integrados, de aspecto muy superior al que tenían los campesinos dominicanos. Sin duda que los llegados como colonos eran de los que nunca se ven en los actos porque solo una minoría concordaba con las imágenes recordadas. Pero él cumplió razonablemente. Lo del buque fue un engaño por parte de la compañía vendedora y por eso litigó ante el Lloyd’s de Londres para cobrar el seguro ya que el barco no estaba en condiciones de navegar y los propietarios lo ocultaron cuando se lo vendieron. Mandó que a esos agricultores les dieran tierras, animales y subsidios, incluso ropas de cama y muebles en numerosos casos. Dispuso que durante meses una flota de furgonetas llevara cada día víveres, leche, tabaco a todas las colonias para que no les faltara nada de lo esencial, sobre todo a los niños. Gratuitamente. Ningún otro gobernante en el mundo hizo algo igual por los inmigrantes. Claro que él no podía estar en todo. Para eso estaban los luego revelados como ineficaces o corruptos secretarios de Estado de Agricultura y Minas, a los que cambiaba con frecuencia para ver si alguno cumplía acertadamente. Pero, una vez establecidas las ayudas, era lógico esperar que los colonos salieran airosos por sí mismos de sus situaciones, algo que no todos consiguieron, como era irremediable en el destino de las personas.

Esos hermanos asturianos, al igual que otros, consiguieron alcanzar los objetivos, dando razón al proyecto nacido de su mente y demostrando que era factible. Ellos se habían integrado en el plan y tenían un pie en el buen futuro, la parcela rindiendo posibilidades. Recordó cuando el desaparecido le pidió la tierra en aquella visita de cuatro años atrás, su dignidad natural. Poca gente había llegado a impactarle tanto. Y ahora estaban en el gran misterio de su aparente comportamiento absurdo y suicida. Averiguaría lo ocurrido realmente con el escapado cuando lo atraparan, lo que ocurriría indefectiblemente. Su huida no tenía posibilidad porque todo un ejército le buscaba. Había dado severas instrucciones para que lo atraparan vivo y así poder establecer lo que de verdad le llevó a esa incomprensible decisión, pero temía que a alguno de sus perseguidores se le aflojara el gatillo. En cualquier caso, esa mujer no debía pagar por errores ajenos.

—¿Y qué harás? No podrás trabajar la huerta tú sola y me han dicho que ya no cobras subvención.

Ella no contestó, como si su existencia fuera inmaterial, solo un sentimiento de esperanza. Trujillo miró la pila de libros maltratados pero colocados ordenadamente. Sabía que fueron examinados con rigor por la policía, de ahí su quejumbroso estado. Se acercó y, con cuidado para que no se volcaran, cogió uno al azar: Las ruinas de Palmira, del Conde de Volney. Cogió otro: La busca, de Pío Baroja. Y un tercero: El Principito, de Saint-Exupéry. Abrió este último por una página separada. Leyó: «Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante». Leyó otras citas. Luego miró a la mujer.

—¿De quién son estos libros?

—Míos.

—¿De dónde los sacaste?

—Son regalos de don Manuel, el maestro español desaparecido. Como mi marido.

Trujillo y Johnny Abbes se miraron.

—¿Los has leído?

—Algunos. Algún día…

El Benefactor se sometió a una reflexión mientras tocaba el canto de los volúmenes. Estaba allí para algo, no solo para interrogar. Miró a la joven. Permanecía sentada, con las rodillas y las abarcas juntas, sin apartarle de sus ojos. Tenía un rostro despejado de afeites y cubría su delgado cuerpo con un somero vestido. Era una hortelana, como mostraban sus manos trabajadas, de uñas ennegrecidas en los bordes. Y sin embargo desprendía un algo diferenciador que sugería natural de suyo o quizá fuera el beneficio tangible derivado de su incursión en el mundo de la ilustración y el conocimiento. Conocía un caso similar no en cuanto a vivencia personal sino con relación a la pasión hacia la lectura y el halo que emanaba: Minerva Mirabal, su gran preocupación. La experiencia le había demostrado que no debía fiarse de ninguna mujer y menos si era instruida. Se sabía unas sentencias de memoria al respecto porque, aunque no era un intelectual, que para eso tenía a Joaquín Balaguer y a otros lameculos, disponía de gran retentiva. Según le dijeron los que presumían de haberlas explorado, eran enseñanzas escritas por gentes tenidas como sabias o santas, como Zaratustra, san Pablo o Aristóteles, por citar a algunos. Pero la que más le cuadraba era una de El Corán. «Los hombres son superiores a las mujeres porque Alá les otorgó primacía sobre ellas, dio a los varones el doble de lo que dio a las mujeres. No se legó al hombre mayor calamidad que la mujer». Cuánta razón tenían esos moros. Pero en Occidente el mal era irremediable. Así que para su desdicha tenía que arrostrar la desgracia que le había caído con la más bella de las cuatro hermanas Mirabal. Esta española viuda, porque había pocas probabilidades de que no lo fuera o llegara a serlo, si no regresaba a España sería un nuevo azote para el Régimen porque bebía de los mismos filtros que Minerva, esos que preparan a algunos para ser estúpidamente mártires.

—Veo que te gustan los libros. Escucha. Te propongo que regentes una librería en la capital, una tuya. No estamos sobrados de ellas. Te facilitaré local en el centro. Y vivienda. Tú elegirás. Cubriré todos los gastos de alquiler, instalación, teléfono, muebles y todos los libros necesarios. Y tendrás una subvención durante los meses que tardes en sacar rendimiento al negocio. Te pondré en contacto con asesores que te introducirán en el mundo del libro. Y estarás al tanto de las noticias que tengamos de tu marido.

Hasta entonces Bea no le desprendía de su mirada, hecho que en cierto modo le producía cierto desasosiego por su inexpresividad. Ahora vio extraños fulgores en sus ojos. Adivinó.

—No debes temer. Puedes llevarte a tu hermana, a las personas que desees. Posiblemente no volveremos a vernos, aunque puedes contar con mi ayuda. Daré instrucciones para que, si te decides, vengan a hacerte el traslado. —Se tomó una pausa—. En cuanto a lo del bautizo del niño, puedo apadrinarlo, como he hecho con otros. Me gustaría hacerlo. Si te decides, envíame una carta.

No recibió respuesta. Se levantó sin ver signos de agradecimiento en la mirada de ella. No le importó.

—Mandaré a alguien para reparar todo lo que se rompió en el registro. Y ordenaré que vuelvan a darte la subvención.

—Señor —dijo ella de pronto—. Además de noticias sobre mi marido le ruego que me las dé sobre don Manuel, arrestado por la policía en enero de este año. Hemos enviado escritos a varios departamentos sin recibir respuestas.

Trujillo no miró a Johnny Abbes pero el coronel se removió.

—Haré lo que pueda.

—Otra cosa, señor.

—Pídeme, muchacha.

—Que me faciliten un mulo más, si fuera posible.

—Lo tendrás.

—Y no voy a bautizar al niño hasta que no aparezca su padre.

Lo dijo con sencillez, sin desafío. Y él supo que la muchacha tenía el convencimiento de que eso sucedería. Le dio la mano y salió. Ya en el Cadillac, camino del aeropuerto, el coronel carraspeó a su lado. El cristal interior impedía que el chófer y el policía de seguridad les oyeran.

—Este acto le dará gran publicidad, Excelencia.

Trujillo miró a través de la ventanilla los verdes indeclinables. Toda su vida había transcurrido en lugares calurosos: San Cristóbal, donde nació; Santiago, donde recibió el desprecio de aquella sociedad linajuda a la que luego metió en cintura, y Santo Domingo, el poblado colonial que él transformó en ciudad moderna. Había visitado las colonias españolas muchas veces y la que más le gustaba era la de Constanza. Porque aunque era de tierras bajas le encantaba sentir el aire frío sobre su rostro y porque no había paisajes iguales en su amada Quisqueya.

—Si esta mujer acepta, la noticia correría y seguro que las Mirabal y muchos de esos disidentes corrosivos irían a meter la nariz en la tienda para juzgar. Esta mujer solo podría hacer elogios de mi persona aunque no sea parlanchina. Un aliado honesto para ver si esa gente retoma el buen camino. Debemos adoptar sus mismas armas.

—Excelencia, es una jugada magistral. Nadie puede ganarle en astucia.

—Respecto a ese profesor, ¿sigue vivo?

—Sí, pero…

—Arréglele el cuerpo y mándele de vuelta a casa.

—Como Su Excelencia ordene.

Trujillo siguió mirando el paisaje. Siempre había sido despiadado en la consecución de sus objetivos. Pero mucha gente le debía la prosperidad y la vida. «Haz de tu vida un sueño, y de tu sueño una realidad», decía una de las citas de Saint-Exupéry. Parecía que el escritor le estaba profetizando. Él había realizado todos sus sueños desde que llegara a la meta, treinta años atrás. En esas tres décadas todo lo dio por Quisqueya. También por él mismo, naturalmente. Y por la familia, ese atajo de insaciables vividores. Sin embargo, no tenía dudas de que pocos le profesaban auténtico cariño, incluso de entre los suyos, excepción hecha de su adorada hija Angelita. Se había ganado a pulso el temor y el odio de su pueblo sin que se hubieran parado a pensar que antes que él no existía una nación. El bien no llega solo; hay que imponerlo. Para ello es necesario ser fuerte. Porque en los envidiosos e incapaces está siempre el germen de la disolución. Nunca le importó la opinión ajena porque sabía que sus decisiones proyectaban al país hacia la modernidad.

Volvió a pensar en el misterio de la vida. Jamás tuvo dudas de cómo proceder, aunque ahora miraba con frecuencia en su interior y a veces sentía la economía de su trayecto. Pero le quedaba mucha fuerza todavía. Y siempre supo adónde ir, algo que también señalaba otra cita del escritor francés. Metería en cintura a esa gente del Movimiento de Liberación Dominicano porque buscaban su destrucción. Acabaría con ellos y luego ya vería.