Madrid, diciembre de 2005
El cementerio de La Almudena ocupa una enorme extensión en el este de Madrid. Su tamaño solo puede apreciarse cuando desde la M-40 se accede a la ciudad a través de los túneles de O’Donnell. Es entonces cuando vemos los miles de tumbas reclamando recuerdos y cuando nuestro orgullo se atenúa. Todavía a principios del siglo XIX había muchos cementerios en el centro de Madrid, pegados a las casas. Los efluvios de la putrefacción se extendían en los veranos haciéndoles la vida ingrata a los sufridos súbditos, con el añadido de los fantasmas que muchos creían ver y que no era otra cosa que los fuegos fatuos producidos por los malos enterramientos. Leí que fue José Bonaparte quien creó un plan para acabar con esa peste, diseñando dos grandes cementerios, uno en el este y otro en el oeste, que recogerían restos de los existentes antes de su eliminación. La idea se puso en práctica muchos años después y solo se llevó a cabo con el del este.
Hacía ese frío seco de Madrid, que se filtra por el cuello como los virus en los ordenadores. El celaje hacía guiños de platas y rosas, garantizando un día sin lluvia. Busqué la zona de nichos indicada viendo desde el coche a algunas mujeres mayores, solas en esa inmensidad de lápidas. Se afanaban en la limpieza o simplemente rezaban indiferentes al cierzo, buscando sonidos de la nada. Aparqué cerca del lugar y caminé oyendo mis pasos chirriar sobre la arena. La tierra estaba húmeda, como si fueran lágrimas que brotaran de los últimos enterrados.
En efecto, allí estaba el nombre en la placa: PAULA CARBALLO PONDAL, 1937-1969. Y una pequeña muestra de un afán: SIEMPRE ESTÁS EN QUIEN MÁS TE QUISO. A un lado, una pequeña fotografía se resguardaba tras un cristal. La miré durante un rato. El rostro joven y sonriente de una mujer, con un peinado suelto a lo Gilda. Aunque era una foto al uso, de esas en blanco y negro, estaba hecha en estudio y el artista no tuvo que hacer retoques para resaltar la belleza de la muchacha. Costaba establecer relación entre ese rostro lleno de vida y la nada que había tras la lápida. Como en Mellid, tomé las necesarias fotos.
Vi las flores, aún frescas. Basilio. Era un caso sorprendente el de ese amor. Tal parecía como los de esas historias de la literatura de los tiempos románticos. El hombre de cuerpo desarticulado y voz agradecida se encargó de todos los trámites de juzgado y funeraria. Adquirió el nicho y en él depositó a la amada que nunca besó, para su sola contemplación y recuerdo. Consciente de los altos gastos que ello conlleva, no dejó de extrañarme esa disposición. Era ciertamente insólito. Un amor indisoluble a través de la eternidad. Evoqué a Rosa Muniellos[6]. Salvo en eso, los antecedentes y las historias eran radicalmente diferentes. En este caso había algo impreciso que me desconcertaba y que me impelía a esclarecer.