Ciudad Trujillo-Constanza, julio de 1959
Faltan hombres
para tanta tierra… Faltan hombres
que desnuden la virgen cordillera y la hagan madre
después de unas canciones.
PEDRO MIR
En el despacho de Palacio había ambiente de euforia. El jefe del Departamento Militar del Norte, situado en Santiago, general César Oliva García, Olivita para los íntimos; el de la Región Militar de La Vega, que englobaba Constanza, general Juan Tomás Díaz; el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Fernando Sánchez Otero, normalmente llamado Tuntin Sánchez, y el secretario de Estado de las Fuerzas Armadas, general José René Román Fernández, denominado Pupo Román, mostraban sus mejores gestos. Las incursiones cubano-dominicanas por Constanza, Maimón y Estero Hondo habían sido neutralizadas.
—Exactamente, ¿qué significa eso? —dijo Trujillo, con talante serio, lo que deshizo la autocomplacencia de los generales—. Déjense de pendejadas y denme cifras.
—Son ciento noventa y cuatro los invasores marxistas abatidos o apresados hasta el momento. No parece que pueda haber más. El general Ranfis nos dirá el número exacto. Aún está interrogando a los supervivientes en la Base de San Isidro.
Ahí estaban algunos de sus mejores generales presumiendo de una eficacia que no les correspondía. Como si hubieran librado una batalla contra un enemigo poderoso. Sus generales. El principal órgano de poder del país era el Ejército, que él había creado de la nada en 1928 cuando solo existía la Brigada Nacional, antes Policía Nacional, para garantizar el orden y la defensa en la República. No solo eso, sino que arbitró las disposiciones necesarias para fundar unas Fuerzas Armadas modernas con sus tres componentes diferenciados, dotándolos de los recursos adecuados tanto en hombres como en armamento y medios. Él creó la estructura militar a semejanza del Ejército norteamericano. De los diecisiete capitanes, los dos mayores, el teniente coronel y el coronel, en cuanto a oficiales principales existentes en la Policía Nacional al fin de la ocupación gringa, solo él tuvo el patriotismo, la tenacidad, la disciplina interna y la capacidad suficientes para transformar esa escasa fuerza policial en el moderno y preparado Ejército de ahora y, por extensión, el atrasado país en uno de los más prósperos de América en relación con su tamaño. Todos aquellos compañeros quedaron en el camino, acomodados a sus rutinas. No ostentaba el cargo de comandante en jefe de las Fuerzas de Tierra, Mar y Aire de la República solo por decreto sino por merecimientos. Él era el Ejército. Él era el país. Y ahí estaban esos supervivientes a sus purgas dándoselas de estrategas. ¿Qué querían contarle con esos aires petulantes? ¿O acaso no eran tales sino taimadas expresiones de lealtad y obediencia por el temor a su inexorabilidad ante posibles incompetencias o traiciones?
En lo que contaban no había estrategias sino aplastamiento del enemigo. Fue él quien dio las órdenes a todos ellos y, por supuesto, a su hijo Ranfis como jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. Aplicó una vez más las enseñanzas de los norteamericanos cuando al principio de su ocupación acabaron con los gavileros al concentrar toda la potencia unida de aviones, morteros, ametralladoras y fusiles y el peso de los mil marines. La pequeña diferencia es que los gringos encarcelaron a los guerrilleros supervivientes y Ranfis, de acuerdo con su forma de pensar, procedería de manera más tajante con esos invasores cubano-dominicanos del pomposamente denominado Ejército de Liberación Dominicana. Porque como auténtico dominicano patriota sabía la mejor medicina que convenía al país.
—Parece que se sienten ustedes muy satisfechos. Pero la verdad es que, pese a que conocíamos sus planes de invasión, se dejaron sorprender. Sobre todo usted, general Díaz.
—Les esperábamos en San Juan de Managua, Excelencia —repuso el citado, con el temor enroscándosele en los intestinos—. Esa fue la información que recibimos del SIM —añadió, mirando al coronel Abbes, acechante en un rincón, como para endilgarle la responsabilidad—. Teníamos hombres suficientes en el aeródromo y proximidades.
—Era lo que desde Cuba nos dijeron nuestros contactos —se excusó el jefe del SIM, escapando del compromiso—. Debieron elegir Constanza sobre la marcha.
—Lo importante, Excelencia, es que el golpe ha sido frustrado —señaló Pupo Román, el segundo hombre del régimen y emparentado con Trujillo por estar casado con Mireya, hija de su hermana Marina—. Una dura lección a esos comunistas ilusos de Cuba y a cuantos quieran quebrar la paz de nuestra República.
—Pensaban que habría un levantamiento del pueblo dominicano, como ocurrió en su isla —añadió el comandante de la Región Norte, vinculado también familiarmente con el dictador al ser primo de Mireya.
—Eso no ocurrirá aquí nunca —aseguró el jefe del SIM.
Naturalmente. En eso estaban. Todos sabían que los pueblos, montañas y bosques aledaños a los desembarcos habían sido ferozmente castigados por la aviación dejando una siembra de caos, destrucción y muerte, además de que la población campesina estaba aterrorizada desde años atrás por las detenciones y desapariciones indiscriminadas. Las docenas de aldeanos muertos y el que bosques y campos se hubieran convertido en cenizas no merecían especial consideración. Eran males necesarios que a ninguno de ellos se le ocurría mencionar, y menos en ese momento glorioso. Representaban una cuota insignificante para tan memorable gesta.
—¿Podemos dar por terminado el asunto? —dijo Trujillo.
—Con toda seguridad —se apresuraron a decir al unísono los generales.
—Bien. Pueden retirarse.
—Si me permite quedarme, Excelencia, tengo que informarle de algo —dijo el coronel Abbes.
Los militares se despidieron con cierta aprensión. Sabían de la capacidad del jefe del SIM para intrigar contra todo el mundo y nadie tenía la seguridad de quedar a salvo de sus chismeos.
—Supongo que será algo importante y no una pendejada.
—Verá, Excelencia —dijo el jefe del Servicio de Información al quedar solos—. Es sobre los colonos españoles. Mejor dicho, sobre unos concretos.
—Vuelve usted con eso. ¿Qué tiene ahora?
—¿Recuerda a aquel que teníamos en La Victoria hace unos meses, y que Su Excelencia mandó devolver a Constanza?
—Le recuerdo. Ese asturiano con la mujer embarazada.
—No ha estado a la altura de la confianza que Su Excelencia puso en él. Nuestro trabajo es desagradable pero gracias a ello descubrimos a gente que como agradecimiento ofrece su traición.
—Explíquese de una vez.
—Él y su hermano estaban conectados con los terroristas. Por lo que he podido averiguar mataron a quince de nuestros soldados.
Trujillo lo miró como si el otro hubiera perdido la razón.
—¿Me está diciendo que esos campesinos han matado a quince soldados? ¿Lo dice de verdad? —Vio al coronel asentir con la cabeza, los ojos humillados—. ¿Cómo es que eso pudo ocurrir?
—Los atacaron a traición cuando perseguían a los marxistas que recién habían aterrizado en el aeropuerto de Constanza.
—¿Dónde es que están ahora?
—Los soldados tuvieron que matar a uno. El otro, el gigante, escapó con los comunistas. No ha sido encontrado.
—Déjeme ver. Dos campesinos contra nuestros bien entrenados soldados, además de las fuerzas de élite agregadas. Y uno escapa después de matar a quince. ¿Me toma el pelo? ¿Qué mierda es esa? Eso no lo hacen ni los jodidos marines.
Johnny Abbes no consideró puntualizar que ocho habían sido abatidos con machetes. Sería una humillación insoportable para el comandante en jefe. Buscó una cabeza expiatoria.
—Lamentablemente ocurrió así, Excelencia. Hay testigos. Estoy investigando los hechos. No parece que el general Díaz haya estado a la altura.
—¿Qué testigos?
—Otros soldados lo vieron con sus propios ojos. Y el que uno de esos haya escapado lo corrobora.
—Hace un momento todos los generales confesaron que no quedaba libre ninguno de esos carajos —dijo Trujillo tras una pausa.
—O no saben lo de ese hombre o han preferido creer que ha sido abatido.
Trujillo echó a pasear de un lado a otro mirando el suelo, como si estuviera en un tablero de ajedrez y buscara la jugada conveniente. Se detuvo.
—La mujer embarazada. ¿Sigue en ese estado?
—No… —El coronel no sabía por dónde iba a salir el Jefe—. Parió hace tres o cuatro meses. La… Bueno; la hemos interrogado.
—No se le habrá ocurrido llevarla a La Cuarenta.
—No… La interrogamos en el cuartel. Le hicimos rueda de preguntas pero no le aplicamos métodos persuasivos.
—¿Y? —dijo el Jefe, sabiendo lo que esa expresión significaba.
—Dice que no sabe de las actividades de su marido.
—¿Dónde es que está ahora?
—En la colonia, con unos parientes a los que también hemos interrogado. Ellos no parecen saber nada. A todos los tenemos bajo vigilancia.
El Benefactor se acercó al balcón abierto. Ya el alba había cruzado y pudo contemplar el mar durante un buen rato. A sus oídos llegaba atenuado el sonido inalterable de las olas al quebrarse en las rocas. Siempre le relajaba ver esa masa abierta a todos los confines. Estaba en el centro geográfico del mundo. A un costado, el doble continente de América; al otro, Eurasia. Y detrás, en las Antípodas, Australia y Oceanía. Ningún otro lugar podía sustentar ese privilegio con más merecimientos. Porque esa isla, La Española, fue la primera que pisaron los descubridores hispanos en su búsqueda de lo imposible. Justo cuatrocientos sesenta y siete años antes Cristóbal Colón pisó la hermosa tierra de Quisqueya. Los Reyes Católicos, patrocinadores de la gesta, situaron entonces a España en la cúspide de las naciones. Su imperio desapareció, como el inglés más tarde y como desaparecería el de los gringos. Pero sí permanecería la tierra simple y hermosa que él heredó para engrandecerla y situarla como símbolo de paz y amistad en el mundo. Se volvió al jefe de Seguridad.
—Hay cosas que no encajan. A veces creo que su trabajo le ha impuesto una forma de pensar única, que no ve más allá.
—Todo lo que hago está orientado a preservar la seguridad de Su Excelencia y a mantener el régimen que tanto le costó construir.
—Vale, vale. Pero ¿cómo es que un hombre que se siente a gusto con la tierra recibida, que tiene una esposa joven, un niño recién nacido y un futuro asegurado, echa todo por la borda y se mete a guerrillero? ¿Qué mejores beneficios pensaba obtener? ¿Se ha hecho esa reflexión?
—Mi trabajo está en actuar sobre sospechas y evidencias. En este caso no hay dudas. Los soldados fueron asesinados por esos hombres y uno de ellos está escapado.
—Sí, sí, pero ¿por qué? Además, está lo del niño. Es dominicano, un dominicano blanco. Como nosotros. ¿Se fijó? ¿No es eso lo que también queríamos de ellos? —Volvió a sus paseos y luego decidió—: La próxima semana iré a Constanza. Hablaré con esa mujer. Quizá pueda aclarar esto personalmente.
—Me permito recordar a Su Excelencia lo que deseaba hacer el MD: estar en conexión con los terroristas del MLD para, en el momento de la invasión de los comunistas del Ejército de Liberación, incorporarse a ellos en la lucha armada.
—Ya sé lo que pretende esa zorra de Minerva Mirabal, su marido y ese movimiento subversivo. Bien sabe Dios que me he esforzado en integrarles al orden correcto. ¿Por qué no son coherentes con la posición social que ocupan en vez de atentar contra el Gobierno? ¿No se dan cuenta de que viven en el desahogo y en la estabilidad, que no tendrían si yo no hubiera puesto orden en el país? Estamos en paz gracias a la sombra de las armas. Mi dictadura produce heridas pero solo a aquellos que no quieren ver que todo lo hago por construir una nación moderna y respetada. —Capturó una pausa—. Tendremos que actuar contra esos sediciosos a no tardar mucho. Pero eso, coronel, no tiene nada que ver con lo de esos españoles. Sigo sin ver claro el asunto. Quiero saber la verdad y luego proceder.
—Lo que le he expresado es la verdad, Excelencia.
—Venga, Abbes. Hay muchas verdades. Nos vino bien establecer la nuestra como única válida. Pero de vez en cuando conviene ver cómo se respira fuera de nuestros escritorios. —Quedó un momento callado—. Usted no cuestionará mi olfato sobre las cosas, ¿verdad?
—Nunca, Excelencia —dijo, con los genitales alborotados.
—Por él capto de inmediato cómo respira la gente. Es como si leyera en un libro abierto. He visitado varias veces las colonias y no he advertido en los españoles otra cosa que gratitud o disgusto, según les vaya a unos o a otros. Pero nunca una sensación de odio, desprecio u ocultación. Naturalmente que los hay inconformes, aunque en muchos esa inconformidad no es tanto por las desilusiones como por su propia condición de perdedores. Esos no interesan ni aquí ni en su país. Pero vea: ¿cuántos húngaros permanecen? ¿Cuántos judíos? —Hizo el necesario paréntesis para afianzar su razonamiento—. Quiero sopesar otras posibilidades. Ahora bien, si finalmente ocurrió lo que usted afirma y si esta vaina trascendiera, ¿se da cuenta de las implicaciones que supondría para nuestras relaciones con España? —Observó dudas en la mirada del jefe de espionaje—. No solo es que no quiero tener ninguna enemistad con Franco. Le recuerdo que España es un país verdaderamente amigo. Y le voy a dar otra poderosa razón. Yo nunca dejaré Quisqueya. Deseo morir en mi tierra. Pero no sabemos lo que puede depararnos Dios o el destino; lo que ocurrirá dentro de diez, veinte años. Quizá no dejen que muera aquí y las circunstancias me fuercen a exiliarme. Usted tendría que acompañarme. Porque hacemos cosas que pueden sernos demandadas en un futuro por todos esos jodidos del carajo, recalcitrantes en su revisionismo antipatriótico. ¿Qué pasará si algún día dejamos de tener dominio sobre ellos y sobre las masas descontroladas? Solo en España podemos ser bien acogidos y vivir sin problemas y con dignidad. Así que le diré cómo debemos tratar esta mierda.
Johnny Abbes García miró a su jefe, expectante.
—Ningún español ha matado a ningún soldado ni se ha unido a los invasores marxistas —dijo el Benefactor—. Eso nunca ha sucedido. Tomará las medidas oportunas para que todos los testimonios queden borrados, extensivo a los testigos. Le hago responsable si ello no sucede. Ese español, Polín, ha muerto por los disparos de los criminales comunistas. Y en cuanto al hermano desaparecido, diremos que fue secuestrado por los mismos terroristas. O ya veremos cuando le encontremos. ¿Quedó claro?