Constanza, Cordillera Central, junio de 1959
Nadie debe nunca consentir en arrastrarse cuando siente el impulso de volar.
HELEN KELLER
Corrió entre la floresta lleno de ira, pisando sin mimo el verdor. Conocía el entorno hasta mucho más allá y el terreno le era amigo. Tantas veces caminado. Así pudo progresar en la casi oscuridad más rápido que los soldados que le precedían. Vio el jeep abandonado y, por delante, las luces danzantes de dos linternas, separadas seguramente para cubrir más radio. Pero sabía que eran cuatro los fusileros. Al acercarse observó la razón. Junto al de cada linterna, que al enfocarlas les impedía amartillar, iba un compañero disparando a bulto. No era posible que vieran al enemigo que iba delante. Lo harían para conseguir el mismo efecto amedrentador que los gritos que lanzaban, en el intento de hacerles creer que les perseguía todo el aparato militar en vez de una escuadra. O puede ser que para contrarrestar su temeridad al adelantarse a los demás. O porque realmente estaban deseando combatir. Le habían hablado de los entrenamientos que a diario recibían los fusileros de la AMD y los del Ejército tendentes a transformarles en hombres indiferentes al desfallecimiento. Los que no daban el ritmo eran expulsados. Decían que el credo impuesto por Trujillo era copiado al de los marines gringos y al del Tercio español. Gracias a ello disponía de las mejores Fuerzas Armadas del Caribe en ese momento.
Martín podía avanzar sin cautela porque el ruido provocado por la avanzadilla tapaba cualquier otro. Y porque supondrían que detrás no había enemigos sino más soldados. Sin embargo, su aproximación fue sigilosa como la de una pantera. Los ansiosos soldados no imaginaban que por detrás les estaba alcanzando un inflexible destino común. En la primera pareja, el soldado que disparaba solo pudo oír el aire al ser hendido por el rayo, como su cabeza. El de la linterna se volvió a mirar y sus ojos se llenaron de la oscuridad infinita cuando recibió el tremendo tajo. Martín cogió la linterna y se aproximó a la otra pareja, inadvertida de la letal presencia. Los enfocó parcialmente para situarlos. Y luego atacó de la misma forma fulminante. El colín dio en el cogote de uno, partiéndole la columna cervical. El otro, concentrado en la carrera, no se enteró de que dejaba la vida. Ya abatidos, tuvo impulsos de seguir golpeando hasta deshacer las figuras, porque eran ellos quienes mataron a su hermano y no los que abatió en la parcela. Pero venció la racionalidad. Se arrodilló y cerró los ojos. Su ira fue apaciguándose pero no su desolación. Intentó pensar lo que debía hacer pero su primitivismo le alertó, como si fuera un lobo oliendo al cazador. Entendió que solo tenía una opción. Despojó al cadáver más robusto de la guerrera y se la puso, apretada. Aunque no tenía frío por el ardor, sabía que con la noche llegarían las temperaturas bajas. Luego despojó al mismo cadáver de la camisa porque necesitaría tela. Examinó las botas. Ninguna servía para sus grandes pies. Cogió el colín, la linterna y las dos mochilas. Retrocedió para recoger los otros macutos y la otra linterna, y echó a caminar siguiendo el rastro de los invasores.
Tiempo después percibió su rumor y más tarde les vislumbró. Llevaban linternas de foco corto y no hacían esfuerzos por mitigar sus ruidos, atentos a poner la máxima tierra de por medio. Siguió tras ellos dejando un espacio aconsejado aunque sabía que su sigilo les impediría detectarle. El dominio sobre la zona le hizo notar que sus perseguidos no iban en la dirección lógica. Acaso se habían extraviado en la oscuridad, lo que a él nunca le pasaba porque sabía leer las estrellas. Pero no podía correr el riesgo de que le dispararan si intentaba avisarles. Las horas se fueron agotando y llegaron las primeras claridades sin apenas descansar. Entonces se quitó la guerrera y se dejó ver.
—¡Eh! —gritó, levantando las manos.
Los más retrasados se volvieron, las armas prestas. No había mucha luz pero la suficiente para que vieran que no iba uniformado ni armado. Dejaron que recogiera las mochilas y se acercara, mientras por entre los árboles se producía un movimiento. Un hombre barbado con aspecto de tener el mando se destacó y le apuntó con un fusil ametrallador. Del rápido examen le llegó una evidencia.
—Usted no es dominicano.
—Soy español, campesino.
—¿Qué hace aquí? ¿Por qué nos sigue?
—Mataron a mi hermano. Quiero marchar con ustedes.
No hubo voz discrepante pero le hicieron preguntas acerca de las fuerzas perseguidoras. Martín dijo lo que sabía. Un ejército de infantes integrado por los de la AMD, los legionarios, el Ejército regular y los Cocuyos. Varios miles de hombres entrenados y pertrechados. Martín vio rebullir la preocupación en los rostros, a pesar de las barbas.
—El desembarco fue un desastre. Se desplomó la rampa y perdimos los explosivos, las bazucas, el equipo de transmisión y la mayoría de los alimentos. Espero que el otro grupo haya tenido más fortuna.
—Ustedes van extraviados. Caminan hacia el este, al interior. Deben marchar al oeste, a la frontera.
—No. Tenemos que conectar con las otras expediciones marítimas con misión de desembarcar en el norte. Vamos en buen camino.
—¿Cómo saben?
Le mostraron un chisme llamado brújula, algo que creía utilizaban solo los hombres de la mar. Se sorprendió cuando le dijeron que con ella se conocían todos los caminos, tanto de día como de noche. Era una de las piezas importantes que llevaban en sus equipos. Luego examinaron las cuatro mochilas que él quitó a los soldados abatidos. Solo se quedaron con las galletas de soda y las tabletas de chocolate negro.
—Véngase, pues. Luego decide.
En ese momento oyeron ruido de aviones y luego una estela de explosiones por las zonas abandonadas durante la noche. Martín tomó la iniciativa de la guía y todos le siguieron bajo el espeso dosel de ramas. Escucharon las pasadas silbantes de escuadrillas de aviones sobre ellos después de haber dejado sus cargas. No tardó en llegarles el olor de los incendios y del humo.
Se obligaron de mutismo cuando el bombardeo ganó en intensidad. Martín caminaba sin vacilación, parándose de vez en cuando a esperar a los otros. El fragor iba quedando distanciado y tiempo después el jefe ordenó un descanso, que fue agradecido por los jadeantes miembros. Martín les miró sin disimulo, abiertamente. Ninguno le llegaba al hombro pero parecían capaces de sostener grandes peleas, con armas, naturalmente. El jefe tenía el pelo claro, como los ojos, y la abundante barba no impedía que se apreciara su juventud aunque todos, salvo uno, le sacaban algunos años.
—No nos dijo que había tantos aviones —reprochó un barbudo a Martín, quien se limitó a mirarle.
—Las bombas son incendiarias y de gran peso. De fragmentación —aclaró el jefe—. He visto bombarderos B-26 y cazabombarderos a chorro, los Vampiros. No proceden del aeropuerto de Constanza, que es pequeño. Los habrán enviado de la Base de San Isidro. El cabrón tiene una Fuerza Aérea moderna. Y está bien preparado. No es posible una respuesta tan inmediata sin estar avisado.
Durante la parada Martín se enteró de que el barbudo comandante se llamaba Delio Gómez Ochoa y que era cubano y veterano de las luchas de Sierra Maestra junto a Fidel Castro. El otro grupo, escindido nada más cortar la alambrada del aeropuerto y comandado por el dominicano Enrique Jiménez Moya, se había dirigido hacia el norte con treinta y cuatro efectivos. Martín contó. Un total de cincuenta y cuatro. Entendió el gesto de Delio cuando le informó de los miles de efectivos del ejército de Trujillo.
—Batallaremos por esta sierra esperando el momento de unirnos a nuestros compañeros —dijo Delio, procurando ser convincente—. Ya habrán desembarcado por Estero Hondo y Maimón. En unos días estaremos organizados y reclutaremos a los campesinos descontentos.
—¿Cuántos son esos compañeros?
—Ciento cincuenta.
Martín no entendía de tácticas militares y de conflictos armados pero sí vio la enorme desproporción. En cuanto a la captación de campesinos, supuso que esos cálculos habrían sido hechos por hombres de altos conocimientos sobre el tema, que pensaban que las cosas caminarían en el sentido de su previsión. Pero era un cálculo equivocado. En absoluto él veía a la gente dominicana con ánimo de enfrentarse a Trujillo. Estaban como penalizados de terror debido al sistema de delaciones y detenciones establecido por el Régimen, además de narcotizados por la leyenda que situaba al Gran Civilizador sentado junto a los dioses del Olimpo. Ello negaba cualquier posibilidad de reclutamiento inmediato. Se necesitaría mucho tiempo para limpiarles el cerebro. Intentó hacérselo ver.
—Esas bombas mataron campesinos, sin duda —dijo Delio, tras meditarlo—. Es imposible sobrevivir a esa bestialidad. Pero los supervivientes odiarán más este régimen. Puede que algunos se adhieran rápido a la causa por venganza. Lo nuestro es aguantar, no sucumbir.
Siguieron derivando hacia el sureste unos días. Martín reconoció el paraje El Convento, en el que estaba el Salto de Aguas Blancas, una cascada de más de cincuenta metros de aguas gélidas casi tapadas por el verdor oscuro e intenso. Sabedor del lugar por sus recorridos, pudo conducir al grupo a la cúspide por una senda oculta. Agazapados, pudieron contemplar las montañas y los jardines naturales tintados de grandes incendios y humaredas. Los aviones ya no castigaban, señal de que no querían masacrar al propio ejército perseguidor, pero los helicópteros seguían espiando el área. Bajaron con dirección a La Unión y allí tuvieron la primera escaramuza con una patrulla. Tras un fuerte tiroteo sin ninguna baja, siguieron hacia Los Naranjos, emboscándose durante unos días en una gruta conocida por Martín, mientras los helicópteros indagaban por turnos. Vieron innumerables soldados rastreando su pista. Siguieron hacia Los Botados y días después hubieron de repeler un ataque furibundo de tropas trujillistas, que les causó dos heridos. Tuvieron que dejarlos atrás confiando en que les respetaran la vida. En un descanso, Delio hizo balance de la situación. El gran problema era la falta de alimentos.
—¿Qué tú dices? —preguntó a Martín, quien no llevaba arma de fuego, por lo que durante las refriegas se constituyó en espectador.
—Debemos marchar al oeste.
—¿Encontraremos pueblos y fuentes de suministro?
—No muchos, pero no hay soldados.
Delio Gómez Ochoa decidió una escisión en varios grupos pero no consideró la ruta de Martín. Él seguiría hacia Los Botados aunque permitió que algunos tomaran otras rutas.
—Yo marcho a mi camino —dijo Martín.
—Voy con él —dijeron a la vez dos hombres.
Martín los vio abrazarse en silencio. Dieciocho combatientes desorientados, perdidos en una selva hermosa y feroz por seguir un sueño. Durante quince días habían deambulado y ya no hablaban de la libertad como en los primeros momentos, cuando estaban llenos de energía. Había escuchado de ellos hermosas palabras y sus grandes proyectos mientras las ramas siseaban allá en lo alto. Ahora tenían los ojos vacíos y las mejillas cóncavas. No era su lucha pero algo sutil prendió en él y solo entonces comprendió que se puede amar tanto a una tierra hasta el punto de morir por ella.