Madrid, diciembre de 2005
Entramos en un café-bar llamado Leka, cerca del restaurante. Lo atendían dos jóvenes, al parecer hermanos. Tenían pegatinas de ofertas en los cristales: «Caña de cerveza a un euro», y cosas así.
—Hay algo contradictorio con respecto a Paula. Dijo que las mujeres eran elegantes, refinadas, incluso con cultura —señalé, una vez sentados en un rincón—. Sin embargo, esa chica no tenía estudios ni clase. Era una campesina. —Yo no decía toda la verdad porque el dueño de Coral le habría quitado el aire campestre. Pero debía explorar todas las confesiones.
—¿Cómo sabe que era una campesina? —dijo, con la interrogación brillando en su ojo sano.
—Creí que usted lo sabía.
—No tenía nada de campesina. La encontró en Galicia un aristócrata asiduo a la Casa o con intereses en el negocio. Un buscador de talentos. Creo que fue en La Coruña, no en el campo. Le cautivó. Pensó que sería un filón, como así ocurrió. No tenía familia. La convenció, la trajo a Madrid y la preparó para estar al nivel requerido. Nadie como miembros de la aristocracia para refinar a la gente. Cuando doña Pilar le puso el ojo, no dudó en asimilarla al equipo. Fue una de las más solicitadas. Llegaba casi todos los días porque no tenía responsabilidades familiares ni otro trabajo. Nadie a quien rendir cuentas, ni siquiera al que la descubrió, que no era un chulo. A esos niveles los macarras no funcionan. El aristócrata tenía pasión por ella. Se contentaba con que le atendiera en ocasiones, apoquinando como cualquier otro, por supuesto. Así que con solo veinte años Paula empezó a cosechar una gran fortuna.
—Eso es mucho decir. Supongo que gastaría en mantener la imagen.
—Supone mal. Era muy ahorrativa. Cuidaba sus ropas y no necesitaba estar comprándose nuevas, como sí hacían sus compañeras. Y de maquillaje, solo sombra para los ojos y carmín. La naturaleza le había dado un rostro y un cuerpo increíbles.
—¿Vivía con alguien?
—No, sola. Y sin lujos, los gastos mínimos. Como si lo que más le importara fuera el ahorro.
—Pero algo sucedió, ¿verdad?
—No hay nada nuevo bajo el sol, ¿no cree, investigador?
—Se enamoró de algún cliente y…
—No. Alguien le ofreció matrimonio y dejar esa vida. Le rechazó. El tipo insistió y volvió a recibir calabazas. No se contentó. Ciego de celos, un día, cuando estaba con un cliente en plena faena, el despechado les echó ácido a los dos. A ella le alcanzó en una parte del rostro y en el pecho. Su belleza desapareció y se acabó el sueño.
—¿El sueño de quién?
Me miró con sorpresa, como si hubiera dicho una estupidez.
—De ella, naturalmente.
—¿Cómo pudo el agresor llevar el ácido?
Esta vez, la mirada se llenó de desconcierto.
—¿Qué mierda de pregunta es esa? Lo llevó en una botella de coñac Carlos Primero. Lo recuerdo muy bien…
—¿Qué ocurrió con él?
—En España no pasaba nada en esos años. Todo eran buenas noticias. No podía haber escándalos. Y menos en un lugar sagrado como ese. Los médicos hicieron su trabajo y los verdugos el suyo, sin que trascendiera. Al tipo le cortaron en trozos, que enterraron en diversos sitios.
—¿Cómo sabe eso? ¿Fue usted testigo?
—No… Me lo dijeron —murmuró entre dientes—. Hay que joderse con las preguntitas.
—¿Y Paula?
—Estuvo viviendo del dinero ahorrado en la casa que tenía alquilada. Iba a verla pero nunca quiso recibirme. No deseaba ver a ningún hombre conocido; solo a algunas señoritas que al principio se solidarizaron con su desgracia.
—Usted la quería.
—Sí, mucho —dijo, sin mirarme, tras una pausa implicada de angustia—. Me hubiera casado con ella. No me importaban sus costurones.
—¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué no insistió?
—Tuve que ir a la mili. Me tocó en un CIR de Ceuta. Año y medio. Me dieron dos permisos y fui a verla. Siguió sin recibirme. Cuando me licencié hice un nuevo intento. Ya no vivía allí. Era un piso caro y el dinero se le acababa. La busqué. Pasó el tiempo. Me dijeron que estaba en la prostitución barata, lejos de esta zona, por El Progreso o La Cabeza. No la encontré.
»Años después, vi una cigarrera a la entrada del cine Capitol. Era invierno y hacía mucho frío. Iba con un ropón negro, como antes las viudas. Llevaba un pañuelo cubriéndole la cabeza, como las mujeres de las aldeas. Era ella. No me vio. Estaba sentada, con la caja de cigarrillos y cerillas sobre las rodillas. Por allí pasaba una nube de gente todos los días del año, más que ahora. Desde entonces solía atisbarla desde la acera de enfrente con frecuencia.
—Si estaba enamorado de ella, ¿por qué no le habló?
No me contestó. Siguió a lo suyo, conduciendo sus recuerdos.
—Un día no la encontré. Ni al siguiente. Me entró la alarma. Fui al anatómico forense, que entonces estaba en la calle de Santa Isabel. Le habían hecho la autopsia y la habían pasado al depósito, en un edificio anejo, esperando su traslado a la fosa común de La Almudena. Allí estaba. Constaba como indocumentada. Había estado durmiendo en la calle, con otros desheredados, por la parte de atrás del mercado de La Cebada. El diagnóstico fue de muerte por hipotermia.
De repente se echó a llorar mansamente, sin ruidos; solo esa agua fluyendo de los cristales, como si estuvieran licuándose.
—Me ocupé de ella. Hice que la enterraran en La Almudena, en un nicho. Le puse una placa. Voy varias veces al año y le cambio las flores.
Me desconcertaba su profunda aflicción. No me cabía duda de lo mucho que la recordaba, aunque había algo de irracionalidad en todo ello. Volví a lo mío cuando se calmó.
—Ella tenía una hermana pequeña en Galicia. ¿La vio usted? ¿Qué supo de ella?
—¿Una hermana? Nunca la mencionó, nunca dijo nada de su familia. Ni tampoco el marqués que la descubrió. ¿Cómo sabe usted esas cosas?
Ya solo, hice resumen de lo obtenido. Paula no visitó a su maestro en artes culinarias, César Gallego, en La Coruña, ni a Irene en Mellid, porque no podría haber evitado que imaginaran a qué se dedicaba en Madrid y no estaría dispuesta a ver sus miradas con sombras de reproche e incomprensión. Quizá con más años y más avezada no le hubiera importado. Y el ahorro que practicaba, según su enamorado secreto, no me cabía duda de que era para emplearlo en la hermana, tanto en procurar su regreso como para que vivieran sin pobreza en el grato futuro que imaginaría para ambas.