Madrid, diciembre de 2005
El inmueble, de cuatro plantas, es estrecho de fachada, con dos hileras verticales de sólidos balcones de hierro custodiando otra hilera central de balcones protegidos por acristalamiento. Es un edificio vetusto pero con el empaque de los construidos a principios del siglo pasado. Su fachada, especialmente las ventanas de madera castigada, necesitan una renovación y seguramente todo el edificio en su interior. Quizá por eso está cerrado. La puerta es de hierro, con barrotes en su parte central. Sobre ella todavía pende el toldo en forma de visera con el nombre del establecimiento que lo ocupó: Hotel Mónaco. A través de los cristales rotos se ve el desmoronado interior. Es el número cinco de la calle Barbieri, a espaldas de la Gran Vía. Una vía angosta que, como tantas de la zona, debió de tener años mejores. Justo enfrente hay un restaurante llamado Das Meigas, con solera rezumando. Entré y pedí un agua. Luego expuse la razón de mi visita a un hombre refugiado tras la barra.
—Hay un vecino, en el número tres, que tiene años como para recordar cosas. Se llama Elpidio y es muy conversador. Pregunte al portero. Él le dirá.
En el edificio citado hay propietarios viviendo y una pensión. Esa es la razón de que su gran portalón de dos hojas de sólida madera permanezca abierto. Detrás, un espacio grande y parcialmente cubierto, como si en su día hubiera servido para albergar carruajes de caballos. El hombre, de mediana edad y estatura, acudió solícito a la llamada del portero.
—Cuando yo llegué hace treinta años ya estaba el hotel Mónaco. No puedo decirle cómo era antes, aunque no oí que hubiera un restaurante sino una casa de putas de alta categoría. Pero quien sabe de eso es Basilio. Y se pirra por darle a la chicharrilla en cuanto puede. Venga. Le acompaño a ver si está. Vive al lado, en la calle de la Reina veinticinco.
En realidad la casa parece un palacio, magníficamente conservado a pesar de su antigüedad. Una de esas mansiones que enorgullecerían la zona cuando la Gran Vía no existía. Incluso ahora debe de ser un buen lugar para vivir. El interfecto salió del portal, tan grande como el de Barbieri tres y con similares puertas dobles de madera bien conservadas pese a su indudable antigüedad. Caminaba al tran-tran, arrastrando una pierna. No era muy agraciado, además de que le faltaba una oreja y las gafas ópticas tenían un cristal esmerilado, síntoma de que el ojo escondido estaba dañado y señal de que en su momento debió de sufrir ingratas pruebas. Deduje que estaría en los setenta y tantos. Vestía abrigo y zapatos de aparente buena calidad aunque no podían emboscar su cuerpo de carnes emigradas y ligera giba. Elpidio nos dejó y, como la hora se prestaba, le invité a comer.
—No lo voy a rechazar. Iremos al Restaurante Salvador. Comer ahí es un placer. Es como volver al hogar porque hacen guisos caseros. Me recuerdan a los de mi madre.
Hablaba con voz calmada y bien timbrada, modulando con solvencia. A una voz así debería corresponderle otro cuerpo, aunque bien es verdad que nadie puede tenerlo todo. Recordé el caso reciente de un mendigo que en una ciudad de Estados Unidos pedía en los semáforos. Su buena vocalización y su agradable timbre de voz hicieron que alguien lo rescatara y le diera un empleo de locutor en una emisora de radio, profesión que desempeñaba tiempo atrás y que malogró por la droga. No hace mucho de ello. Algunas radios españolas se están perdiendo a este otro magnífico orador, que podía dar lecciones a todos esos enterados que machacan las informaciones con sus voces desentrenadas y ruidosas.
En la misma acera, un poco más arriba, me señaló una placa en la pared de un local cerrado. Decía que allí Manolo Caracol fundó en 1963 Los Canasteros, «un sitio muy famoso del cante y la copla, siempre lleno de turistas».
El Salvador es pequeño y con solera de taberna. Fue eso en su fundación a finales del siglo XIX, según explicó el dueño, Pepe Blázquez, que saludó a mi acompañante con la atención merecida a los buenos clientes. Las paredes están cubiertas de cuadros, que muestran toreros y lances de la lidia abrumando desde el pasado. Al parecer, todos los espadas famosos dejaron aquí su impronta.
—No solo toreros —apuntó el dueño, que también era el cocinero jefe—. Esta era la casa de artistas, cantantes, compositores, banqueros, militares, gente de la Casa Real y aristócratas… Valga decir Manolo Caracol, la Marifé de Triana, la Lola Flores; los Quintero, León y Quiroga; la Ava Gardner; militares españoles y americanos cuando la base aérea de Torrejón de Ardoz funcionaba con carácter conjunto… Hasta el mismo embajador de Estados Unidos, señor Lodge.
—Dice que conoció a la Gardner —señalé, para que su remembranza de la bella no se diluyera en el tumulto verbal.
—Una mujer de un tirón. Cuando te miraba te dejaba desarmado. Nunca vi mujer tan bella.
Basilio se despojó de la bufanda y del abrigo, dejando en evidencia su descarnada osamenta. Llevaba un traje cruzado y un jersey de cuello vuelto. Fue directamente por sus platos preferidos y yo me adherí a los mismos. Mientras los servían le dije por qué estaba allí.
—Así que detective. Pero no voy a soltar prenda por nada. Con un menú no paga la información que requiere.
—No me diga que vende sus recuerdos. Lo normal es agradecer que alguien quiera oír nuestras batallas.
—Usted quiere algo. Debe pagar por ello.
—Le daré cien euros.
—Eso está mejor. Pero comamos primero.
Mientras lo hacíamos, entre cuchara saboreada, me preguntó si adivinaba cuál era el alimento típico de Madrid. Cuando le dije que el cocido, negó rotundamente.
—El bocadillo de calamares. Había que ponerle un monumento. Durante años fue lo más sabroso y degustado en bares, mesones y tabernas. Una maravilla. Incluso hoy día. Claro que antes los preparaban en sartenes, cambiando el aceite. Ahora con las freidoras no es lo mismo, ni mucho menos. Agotan el aceite hasta enranciarlo.
Al terminar, un café delante, puso la mano. Le di los billetes y entonces mostró su capacidad de reflexión sobre las cosas.
—Puede que cien euros sea un dinero, pero en esos años cien pesetas eran mucho más. —Tomó impulso, como si fuera un despertador sonando—. Usted no se puede imaginar lo que fue aquello, me refiero a Barbieri cinco. Nada de un restaurante ni cosa que se le pareciera, ¿quién le dijo eso? Era algo especial, como vivir en un mundo onírico donde solo tenían cabida las sensaciones voluptuosas. Un lugar donde solo existía la buena salud, la belleza y el goce carnal, erradicadas la miseria y la fealdad. Como un oasis intocado en medio de la pobrería. Usted quizá sepa lo que era España en los años cincuenta. Y Madrid, la gran capital. Salía uno a Legazpi o Cuatro Caminos o Las Ventas y ya estaba en el campo, en la pobreza, aunque la gente trataba de apañarse procurando vestir con la mayor dignidad. Fuera de la Gran Vía no había nada destacable en modernidad y atractivo. La Castellana era un lugar muerto. Los grandes palacios estaban vacíos y silenciosos porque sus dueños no podían sostener los enormes gastos de mantenimiento. Y ningún comercio alegraba esa bella avenida. ¡Ah, pero la Gran Vía…! Era la vitola de España. Y duró al menos treinta años, desde los cincuenta a los ochenta… No ha vuelto a ser igual desde entonces.
Me vino a la memoria el inspector Barriga[5]. Relataba el mismo mundo perdido de las calles fulgentes escondidas tras la Gran Vía. Los mismos recuerdos para las mismas fechas, aunque desde otro punto de vista.
—Estas calles —continuó, siguiendo el hilo de su sentir— forman parte de la Gran Vía. Sin embargo, desde que todos los maricones y tortilleras llegaron e hicieron de Chueca su capital, esta zona ha pasado a ser de ellos. —Estuvo un rato esforzándose en aplacar su decepción. Luego arrancó—. La casa no tenía nombre y estaba cerrada al público. Ninguna indicación de lo que había dentro. Usted ha visto el portal. Nada que ver. La puerta original era de madera maciza, parecida a la que aún se conserva donde vivo. Tenía una mirilla grande, redonda, como el ojo de un camarote. La abrían, no sin reiterar la llamada en el timbre, y aparecía una cara con la sospecha instalada. Al cliente conocido le permitían el paso pero el desconocido tenía que decir quién le avalaba: «Conde tal, Marqués de cual…» Fíjese desde qué tiempos funcionaba la cosa, teniendo en cuenta que había habido una República y una guerra. Y es que el lugar era muy especial. Porque a esa casa iba Alfonso XIII a echar sus buenos polvos. Él y sus amiguetes de la alta aristocracia. Parece que fue él quien eligió y patrocinó el lugar para esa función. Un sitio discreto y disimulado en la gran ciudad, lo que no era posible conseguir en los hoteles. Porque, no sé si usted lo sabe, pero en esos años un hombre no podía entrar con una mujer en un hotel sin llevar el Libro de Familia. Claro que, hasta no hace tanto, tampoco ellas entraban solas a un bar, al cine y a otros lugares públicos. Hay que joderse. Y luego hablamos de los moros… —Movió la cabeza, desviada su atención por el hecho rememorado.
»Franco había ilegalizado la prostitución y los hoteleros se guardaban de provocar las revisiones de los Inspectores de la Moral, que vigilaban por los parques, los bailes, los cines, las piscinas; por todos los sitios para evitar que la gente se abrazara. Las multas eran grandes y hasta podían clausurar el local que se apartara de la normativa. El hotel Mónaco, a escondidas de las autoridades, o con su consentimiento velado, fue al principio, con los primeros dueños, un lugar de liberación sexual. Catorce de las treinta y cuatro habitaciones siguen conservando el mobiliario y diseño. Entre ellas, por supuesto, la que usaba el ilustre fornicador que dicen fue Don Alfonso. Están igual, porque el hotel se cerró hace unos meses.
Enmudeció de repente, como los televisores de los hospitales cuando se les acaban las monedas.
—¿Qué le ocurre? —dije, viendo que la pausa se extendía.
—Veo que no quita ojo de la puerta. ¿Me presta atención?
—Naturalmente. Lo de mirar no es falta de atención sino deformación profesional. Siga usted. No pierdo detalle de lo que cuenta.
—No sé si hemos hecho un buen trato.
—No puedo estar soltando euros como si fuera un cajero automático —señalé, poniendo gesto de invulnerabilidad ante el soborno—. Usted alarga su discurso como si cobrara por horas. Le he dado una buena tarifa. Pero aumentaré si veo chicha.
—Vale. —Se volvió y pidió otro café—. Decía que cada cliente nuevo mencionaba su aval. Entonces, si era de nombre conocido y aceptado, le abrían. En el pasillo de entrada debía mostrar la carta de presentación a doña Pilar, que tenía tanta clase que empequeñecía al más valiente. De ella dependía que el visitante accediera al cielo o siguiera en lo miserable. Porque no todos los que mostraban la carta eran aceptados. Había una palabra secreta que todos los avalistas debían poner. Cuando no aparecía en la carta es que era falsificada. Al intruso se le abría la puerta y se le devolvía al fango.
Sonreí internamente por su grafismo. Su pasión por el paraíso recreado hacía que todo lo demás fuera inhabitable. Al cabo de tanto tiempo no parecía haberse dado cuenta de que ese edén excluía a las mujeres, como si ellas no importaran. Las que hicieron placentero el lugar, lo harían por dinero. Y aunque quizás el trabajo no les fuera muy desagradable dado el tipo de clientela, no lo conceptuarían precisamente como el jardín de las maravillas.
—¿Cómo era la dama?
—Bueno, bueno. Llevaba siempre un vestido negro hasta los tobillos y sin escote, y no era por ocultar flacidez sino por pura elegancia. En él destacaba un espectacular collar de perlas auténticas que jugaban con los pendientes y que tanto favorecían sus años misteriosos…
—¿Qué años?
—¿Años? Usted debe saber que a partir de los veinticinco es imposible saber la edad de una mujer. Ella estaba en esa, más o menos.
—¿En cuál?
—Pues en esa. Pero qué importa. Es posible que en el Antiguo Régimen fuera una de las animadoras de aquellos monárquicos. No era la dueña del inmueble, solo la madame. Estaba claro que cuando llegó el franquismo los propietarios quisieron recuperar esa casa de citas de tan alto nivel. Buscarían a quién poner al frente. No podían haber elegido una mejor. Era irrepetible en su andar, en sus modales, en su habla llena de sugerencias… Antes que ella estuvo otra: doña María, pero nada que ver.
—¿Y las chicas? —dije, después de dejarle navegar unos momentos por el pasado—. Me imagino…
—Nada de chicas. Señoritas. Así se les llamaba. Muy jóvenes. Ninguna tenía los treinta. Y no lo puede imaginar. Necesitaría ser un pintor o un poeta para describirlas, algo muy alejado de la profesión de mirón que usted tiene.
—Usted…
—No, no; no se ofenda. Cada uno es lo que es.
—Cierto. No me ofendo. Lo que quiero decir es que usted tiene mucho de poeta.
—Bueno, si a usted le parece… —dijo, más animado—. Pero voy al asunto. Aceptado el cliente, lo que no siempre sucedía, pasaban a un despacho lateral y allí el visitante soltaba las quinientas pesetas de la tarifa.
—Debo pensar que eso era mucho dinero.
—Para que se haga una idea casi todas las calles de la zona tenían prostíbulos, que funcionaban con el conocimiento de los policías locales, que buenas mordidas se llevaban los cabrones por cerrar los ojos. Lo normal era pagar de quince a veinticinco pelas por casquete. Le ayudaré a calcular. Quinientas pelas representaban más o menos el sueldo medio mensual de gente cualificada. Pongamos de mil quinientos a dos mil euros de ahora.
—O sea, que ese paraíso solo estaba al alcance de hombres de bolsillo.
—Diplomáticos, empresarios, banqueros, curas, toreros de fama, estudiantes iberoamericanos que residían en Colegios Mayores y recibían puntualmente cheques en dólares de sus familias… También militares de alto rango, que no vivían solo de las austeras pagas del Ejército sino de los fructíferos negocios a los que su profesión daba acceso. Y, por supuesto, los aristócratas crepusculares que gastaban las herencias familiares mientras esperaban de Franco una restauración monárquica en Don Juan para recuperar sus privilegios. En honor a la verdad ellos estaban por pleno derecho en esa casa, su casa, la del rey Alfonso. Los demás eran unos intrusos creados por la nueva España.
—Curas, dijo.
—Sí. Y no pocos. Un misterio de dónde sacarían la pasta.
—¿Los clientes pagaban sin ver previamente a las señoritas?
—Era condición indispensable. Pero todos sabían que las jóvenes eran de primera calidad. En eso nadie tenía dudas.
—O sea, que nadie se sintió decepcionado…
—¿Qué dice? Nunca he visto en mi vida señoritas tan bellas y atractivas. Tenían que pasar la prueba para ser admitidas. No entraba cualquiera en ese ramillete. Y le diré otra cosa. La casa tenía un médico que las examinaba regularmente, como antes de que Franco prohibiera la prostitución. Esa prohibición fue un error porque los prostíbulos eran seguros en el aspecto sanitario ya que todos ellos tenían médicos. Dejaron de serlo y las enfermedades venéreas se extendieron. Eso no pasó en Barbieri cinco.
—¿Vestían de forma provocativa?
—No lo necesitaban. No iban como putas, enseñando las tetas y el felpudo o cargadas de afeites, si se refiere a eso. Para nada. Eran dependientas de comercios de lujo: Loewe, Aldao, Galerías Preciados, Sepu… Estudiantes, viudas, esposas de aparente clase media, que en aquellos años era clase alta; abogadas, secretarias… Desfilaban en tisú y zapatos de gran tacón. Luego, acabadas las sesiones, se ponían su ropa de calle. Ropas buenas pero normales porque eran mujeres normales que cuando terminaban volvían a sus casas, con sus padres, sus maridos o sus novios. Y porque durante el día estaban en su mundo distinto.
—Esposas, dice.
—Sí, naturalmente que jóvenes. La guerra provocó grietas en las familias. Todavía estaba latente ese destrozo. Usted debe de saberlo. Había esposas con necesidades reales y otras con deseos de vivir en el nivel que tuvieron antes del treinta y seis. Y eso lo soluciona el dinero. Siempre. —Hizo una pausa reflexiva—. De todas maneras siempre me ha maravillado de esas mujeres el que pudieran compaginar sus deberes familiares con esa función secreta.
—Es una habilidad enmarcada en la misma seducción personal que emanan —dije, para animarle en la disertación—. Envuelven de encanto su mundo y todos se sienten felices, sin desconfianzas. Lo realmente difícil es justificar el nivel que les proporciona ese dinero.
—No acudían todos los días las mismas ni en fechas fijas. El cliente se encontraba con señoritas que rotaban de acuerdo con sus circunstancias. El asiduo, el embargado de urgencias y cartera abultada, sí las veía a todas en el transcurso del tiempo. Porque había tíos que aparecían varios días a la semana. —Bebió agua y volvió a pararse. Sospeché que estaría urdiendo alguna razón para pedir un nuevo aumento de tarifa. Me equivoqué—. Usted dice que me enrollo pero me pregunta. Y no puedo parar mis recuerdos porque, ¿sabe?, fue la mejor época de mi vida. —Movió la cabeza—. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! El salón tenía espejos en las paredes y unas grandes arañas desparramando luces. Entonces era más grande porque no estaba la cafetería ni el bar que pusieron los del Mónaco. La alfombra era roja, traída de la Real Fábrica de Tapices, y forraba toda la escalera que se abría a un lado. Nada sin el sello de lo auténtico, de la alta calidad: copas, mobiliario, camas… Había unos sillones arrimados a las paredes con una mesita delante. Los clientes se sentaban y pedían algo, normalmente un jerez o un coñac porque entonces el whisky no se tenía por elegante. Era de los pocos locales donde permitían vender bebidas alcohólicas. Lo servía un ordenanza, que iba vestido pulcramente con traje negro, lazo al cuello y zapatos como espejos. La Doña esperaba a que hubiera el número ajustado de clientes, que tenían un cuadernillo en la mano. Y luego, nada de «niñas al salón» ni ese tipo de vulgaridades. Ellas salían de un cuarto situado en el interior y pasaban como en un desfile de modelos mientras la Doña decía, por ejemplo: «Señorita uno, Carmen. Señorita dos, María…» Y así sucesivamente. Daban una vuelta y desaparecían por donde salieron. El cliente llamaba a doña Pilar y, de acuerdo con el protocolo formal, le venía a decir: «He quedado muy impresionado por la señorita tal y si me lo permitiera sería un honor para mí poder compartir una velada con ella». ¿Se da cuenta del estilo que había? A continuación, el ordenanza avisaba a la elegida, que acompañaba al cliente a la habitación correspondiente.
—Supongo que las habitaciones no serían una simple cama.
—Supone bien. Todas con un gran cuarto de baño incorporado para todos los menesteres. Algunas muy clásicas y algo barrocas, ya que su diseño no había sido cambiado desde la Monarquía, como antes le dije. Algunas camas y mesillas se construyeron en la posguerra por destrozo de las originales, pero fueron copias perfectas, encargadas a buenos ebanistas. Ya no se hacen muebles así. No me refiero al objeto en sí, sino a que ya no existen artesanos que puedan construirlas. Bueno, qué tontería. Ahora todo es más funcional. —Volvió a sorber agua—. La mayor parte tenía espejos murales ocupando la pared cabecera, algunas también el techo, donde se reflejaban las parejas durante sus escarceos. La que utilizó Don Alfonso era la veinte y esa fue la más solicitada, no solo por el morbo de acostarse donde lo hiciera el rey sino porque tenía una bañera a un lado de la propia habitación, aparte de la del cuarto de baño. Debía resultar muy excitante follar en el agua y contemplarse al mismo tiempo. Conviene destacar lo de los espejos. En unas épocas en que la mayoría de las casas tenían espejitos, en esa había paredes forradas de ellos. El lujo diferenciador aunque para ellos fuera una forma normal de vivir.
—¿Cuánto duraba el servicio?
—Todo lo que el cliente precisara hasta el límite de las nueve y media. A esa hora se cerraba y todos a casa.
—¿Qué me dice? Normalmente esos lugares prolongan el trabajo hasta la madrugada.
—Sí, los demás, porque las mujeres eran putas. Pero no en Barbieri cinco. Eran artistas del placer, pero artistas.
Vaya con el hombre. En cualquier caso, su interpretación de aquella actividad me atraía. Porque catalogar como arte lo que hacían aquellas jóvenes suponía que estaban dotadas de un espíritu que trascendía el simple mercantilismo. ¿Era posible, por bien que lo hicieran, o Basilio estaba engrandeciendo su recuerdo?
—¿Había música, baile?
—Cada habitación tenía un tocadiscos y una colección de long plays. Boleros, rumbas suaves, tangos, que ponían a su elección y con sonido bajo. Eran melodías que hablaban de amor y deseos. Una belleza. Ahora solo hay ruido. Estaba prohibido bailar en el salón pero en las habitaciones cada uno hacía lo que estimaba. No se llegaba y zas, a joder. Era otra cosa. Las señoritas eran cultas, discretas, inteligentes, muy agradables. Conversaban. Las veladas tenían ese aire exquisito de la alta calidad.
—¿Eso funcionaba todos los días?
—De lunes a viernes y de cinco a nueve y media.
—Supongo que para tantas habitaciones habría señoritas suficientes.
—No había ese número de habitaciones. Normalmente se utilizaban las del piso bajo y del primero, pocas veces las del segundo. Más arriba estaban las viviendas de doña Pilar y de las criadas. También las pilas de lavado, almacén de ropas, vituallas y demás necesidades. Los que hicieron el hotel Mónaco transformaron todo eso en habitaciones como las de abajo. Las señoritas serían unas quince, nunca estaban las mismas. Variaban según sus vivencias.
—¿Y todas trabajaban, quiero decir…?
—Ninguna quedaba sin su función diaria. Por eso había lista de espera. Si un cliente se adelantaba a otros en la elección, no importaba. Las demás eran igual de atractivas.
—Caramba. Eso significa… —calculé unos momentos—, unas ciento cincuenta mil pesetas al mes. Al cambio de hoy y según su estimación, entre cuatrocientos cincuenta mil y seiscientos mil euros. Vaya. Un paraíso en todos los sentidos.
—Y sin impuestos. Entonces no había eso de la Declaración de la Renta. Esas mujeres vivían en el desahogo. Y los dueños se hicieron ricos.
—¿De qué años estamos hablando?
—Yo estuve desde recién terminados los cuarenta. Hombre, antes no cobraban tanto. Doscientas pesetas, que fueron subiendo. En el cincuenta y dos ya eran trescientas.
—¿Cuánto duró?
—Pues duró lo que duró y luego se acabó. Nada dura eternamente. Pero que les quiten lo bailado.
Joder con el tío. Un filósofo desperdiciado. ¿A qué habría dedicado su vida?
—¿Cómo sabe usted todas esas cosas?
Apretó los labios, como impidiendo la confidencia. Pero luego se decidió.
—Yo era el ordenanza. Entré con dieciocho años.
Le miré con cierta fascinación. No era fácil encontrar a alguien que reconociera haber vivido en esa suerte de paraíso masculino.
—No me diga. Debió de ser un trabajo muy especial, de alta discreción y total confianza. ¿Cómo se consigue un empleo así?
—Mi padre era camarero de un marqués… Bueno; así se llamaban antes los ayudantes de cámara. Vivía en la calle Alcalá, una casa al lado del Palacio de Linares con muchas habitaciones. Allí jugué mucho al escondite de pequeño con sus hijos. Eran buena gente. Tiene razón en lo de la confianza y la discreción. Siempre fui prudente y fiable.
—¿Qué le parece si pasamos a hablar de Paula Carballo? —señalé.
Toda su actitud placentera desapareció. Estuvo un momento mordiendo el aire. Luego hizo algo sorprendente. Metió una mano en su cuello y extrajo una cruz de oro enganchada a una cadenita. La besó y la hizo desaparecer en el mismo sitio.
—¿Por qué su interés por esa mujer?
—Es un encargo. Alguien quiere saber qué fue de ella y dónde puede estar.
—Quién —dijo, y aprecié que se estremecía.
—Un cliente, qué más le da.
—Necesito saberlo.
—Vamos, hombre. No me salga con eso ahora. Llevamos mucho tiempo de cháchara. Le dije el motivo de este encuentro. El dinero no es para hablar de la historia de ese lupanar aunque ha sido un preámbulo instructivo. Ha gozado de lo lindo recordando aquello. Me debería pagar usted a mí.
—Bueno, vale. Pero cambiemos de sitio. Aquí tendrán que preparar las cosas para la cena. Y no quiero que me escuchen.