Constanza, junio de 1959
Llegó la adolescencia. Me sorprendió la vida
prendida en lo más ancho de tu viajar eterno;
y fui tuya mil veces, y en un bello romance
despertaste el alma y me besaste el cuerpo.
¿Adónde te llevaste las aguas que bañaron
mis formas, en espiga de sol recién abierto?…
JULIA DE BURGOS
Beatriz del Valle lavaba la ropa en la parte construida en el jardín para tal fin. Era gustosa de que Martín y su hermano estuvieran lo más limpios posible, lo que le obligaba a hacer varias coladas a la semana. El niño dormía y no había otros ruidos que los cotidianos de la colonia. Oyó el vibrar de motores en el aire quieto, acercándose. Un avión militar cruzó hacia el aeropuerto a baja altura, haciendo retemblar los cristales. Era extraño porque en vez de venir del sur o del norte, como casi siempre, llegaba desde el oeste. No le dio importancia. Pero horas después hubo escandalera en la colonia. Daban noticia de que una fuerza militar invasora había aterrizado en el aeropuerto. Tras un intercambio de disparos corrieron a refugiarse en los bosques. En ese momento el Ejército les perseguía con todos sus efectivos.
Llegó la noche pero no regresaron ni Martín ni Polín. Recordó lo de la mañana, cuando algo se introdujo con ellos en el dormitorio. Sintió que un pliegue desconocido ponía inquietud en su felicidad. Hasta entonces, y salvo la dolorosa experiencia vivida por Martín en La Victoria, todo funcionaba con placidez en su pequeño mundo. Martín era el hombre con el que soñaba desde que sintió anhelos desconocidos enroscarse en sus años tiernos. Su amor por él estaba desvinculado de condiciones. Pero cómo imaginar que tanto poderío físico albergara las mismas dosis de sensibilidad. Lo comprobó cuando la primera vez él desbrozó los caminos de sus titubeos con dosis de dulzura que jamás pensó que pudiera existir. Y cuando después, en cada ocasión, en las antesalas de la vorágine amatoria dejaba sobre ella tales soplos de ternura que la hacían llorar. Lo que no le decía con palabras lo expresaba con la delicadeza de su tacto paciente. Por ello pedía a la vida que no le faltara nunca. Se echó a temblar, notando que le llegaban vahos de un cataclismo. Cogió al niño de la cuna y lo estrechó como si fueran a arrebatárselo y, al mismo tiempo, buscando en él un latido protector.
Al poco llegaron los dos gallegos que tiempo atrás compartieron vivienda con ellos. Tenían los rostros desacostumbrados. Las luces de las velas danzaban en sus ojos y agudizaban el espanto de sus miradas. Tardaron en desgranar la noticia. Al parecer habían encontrado a Polín herido o muerto, pero de Martín nada se sabía.
Sin tiempo para reaccionar aparecieron los soldados, incontables, con perros. Entraron en la casa como un tornado y se llevaron a trompicones a los dos informadores. Se extendieron por todos lados registrándolo sin consideraciones. Destrozaron la pila, el fogón, el lavadero, la letrina, el pequeño almacén, los bidones de agua, las camas, los armarios, la estantería. Destriparon los colchones y las maletas; rebuscaron entre las ropas y en los libros, sin consideración alguna. Picaron en algunas zonas de las paredes, del suelo y del jardín estimando que pudiera haber huecos que ocultaran secretos. Viento no paraba de ladrar desde un rincón sin que los adiestrados canes del ejército le plantaran cara. Uno de los soldados lanzó una patada contra él, errando el blanco. Frustrado, amartilló el fusil. Bea corrió y abrazó al perro.
—Hágale callar o le doy un tiro.
Más tarde le hicieron preguntas insistentes, amenazantes. Que dónde estaban los papeles, y la radio, y la emisora. No entendía. Poco a poco fue descifrando lo que decían, algo absurdo y tremendo. Imposible. Que Martín y Polín habían asesinado traicioneramente a varios soldados. ¿Cómo podían haberlo hecho, si eran espíritus pacíficos, jamás metidos en altercados ni protestas? ¿Y con qué armas? Ahora buscaban a su hombre, solo a él, no a Polín. ¿Por qué no a los dos? Si le había visto, si estaba escondido, dónde podía estar, qué planes tenía. Luego, tiempo después, los soldados se fueron pero dejaron un retén apostado en el jardín y camuflado en el exterior.
La noche fue larga, distinta a todas las vividas en su corta vida. La compañía de Sagrario le aportó cierto consuelo. Antes de que el alba despertara todo se llenó súbitamente de truenos. Los soldados se asomaron y permitieron que Bea y Sagrario lo hicieran. Docenas de aviones llegaban por el este y giraban rugiendo hacia el sur, por donde estaba su parcela. El aire atronó en explosiones, y a lo lejos, en las pendientes y en las montañas, la tierra reventaba por la acción de las bombas mientras bolas de fuego encendían los árboles y cubrían de humo negro todas las direcciones. Parecía que toda la AMD estaba allí participando del intenso bombardeo.
Luego aparecieron más militares, sin que fuera cesara el estruendo de los bombazos. Un oficial le ordenó que le acompañara. Ella seguía apretada al niño y no se movió.
—Deje al niño y obedezca —espetó el militar.
Bea retrocedió hacia el dormitorio. Viento enseñó los dientes. Sagrario lo llevó al dormitorio del fondo y lo ató.
—Vamos, señora. Deje el niño y venga. Volverá con él. Adonde vamos no puede llevarlo. Sea razonable o lo haremos por la fuerza.
Para Bea la orden suponía algo más que una formalidad. Separarse del niño era como si le arrancaran algo de su propio cuerpo y quedara inválida. ¿Qué era esa nube negra que les había caído inesperadamente? Sagrario fue hacia ella.
—Dame. Yo cuido de él. Haz lo que te dicen.
Bea obedeció. Salieron y la montaron en uno de los jeep, con soldados armados rodeándola. La mañana, todavía enganchada en parches nocturnos, brillaba por los incendios que parecían querer destruir los montes de más allá, mientras, aunque ya distanciados, seguían los estampidos del bombardeo. El vehículo rebotó en calles nunca visitadas hasta llegar a un edificio de piedra donde colgaba una bandera escurrida, como si el viento no pudiera ondearla. Observó un movimiento casi convulso en los hombres. Siguió al oficial por entre uniformes y rostros cetrinos. Sin parar mientes en su indefensión, la condujeron a un escritorio de cierta amplitud donde Trujillo sonreía bonachonamente desde una gran fotografía clavada en la pared. Había dos personas de uniforme oscuro donde destacaban los correajes. El alto mostraba tres hojas de laurel en la guerrera. En la del otro, las hojas custodiaban un escudo central.
—Aquí está la señora.
—Vale —dijo el capitán, mirando a Bea—. ¿Se encuentra bien? —Ella no contestó ni otorgó ningún gesto salvo el de devolver la mirada—. Bien. Necesitamos hacer una comprobación. Sírvase acompañarnos. —Se volvió al rechoncho—. Cuando usted diga, coronel.
Johnny Abbes García no quitaba ojo de la mujer. Su aspecto desvalido inducía a pensar que podía estar libre de culpa. Pero su experiencia le aseguraba que no había ardid que no utilizaran los comprometidos con la delincuencia. Tendría una sesión con ella procurando no tocar su piel pero sí su cerebro.
Bajaron unas escaleras y salieron a un estrecho y lóbrego pasillo. Al fondo, una sala con un soldado en la puerta. Entraron. Era un lugar frío y mortecino, sin ventanas, como las criptas que Bea había visto en los templos de su Galicia. Paredes roídas y suelo enlosado de humedades. En una de las mesas había un cuerpo desnudo, tendido boca arriba, quieto como la piedra que lo sustentaba. Bea caminó despacio oyendo los taconazos de las botas de los guardianes sobre las baldosas y la cacofonía de ecos que producían. Al acercarse, el corazón comenzó a golpearle con fuerza y su sonido interno apagó todos los ruidos.
—Queremos que identifique a este hombre, que fue muerto por los invasores terroristas —oyó decir.
La inerte figura tomó significado. Polín. Ahí estaba, como una piltrafa. Le recordó a los cerdos de su aldea en el rito de la matanza. Solo carne sin pulso esperando el despedazamiento. Incrédula, miró su pecho lampiño y suave cubierto de sangre seca y limo. Y su sexo aún doncel, al que nunca besarían los labios soñados. Tenía una palidez violenta remarcando los costurones de lodo. Con el pañuelo mojado en lágrimas le limpió el rostro hasta que se iluminaron los rasgos aniñados y dulces.
—Hable, señora.
Ella siguió limpiando el rostro y luego peinó con sus dedos los cabellos revueltos, rescatando el dorado apaciguado.
—Señora, debe responder.
No creyó en ningún momento la versión que le dieron. Era una locura que los relacionaran con esa violencia. Pero dentro de la agonía que estaba viviendo, una esperanza se abría camino. Martín no yacía junto al cadáver de Polín.
—Señora.
—Sí, es el hermano de mi marido.
—Su nombre.
—Polín Fernández Llanera.
Se agachó y juntó su rostro al de hielo, como queriendo transmitirle su impulso vital. Le besó repetidas veces sintiendo el amargor de sus lágrimas.
—Vamos, señora. Ya cumplió. Apártese.
Bea volvió a abrazarle. Al besarle por última vez notó como un fluido eléctrico, la sensación de una caricia. Como el aleteo de un gorrión abandonando su nido. Supo que era una llamada lejana. De Martín. Estaba vivo.