Constanza, junio de 1959
La libertad no consiste en hacer lo que se quiere sino en hacer lo que se debe.
RAMÓN DE CAMPOAMOR
De repente, como en otros momentos, Polín despertó en la noche. Salió de la habitación a oscuras. No necesitaba luces para orientarse. Entrevió al fondo la cortina que tapaba la intimidad de Martín y Bea, y el niño de cuatro meses. Estaba corrida pero él supo que su hermano no estaba allí. Salió a las estrellas. Martín se hallaba inmóvil, apoyado en un poste, Viento a su lado. Una delgada columna de humo subía de su cigarrillo. Se acercó. Notó lo que agredía la aparente tranquilidad de su hermano, una sensación distinta a cuando llegó el catarey para llevárselo. Ahora era de alarma, el aviso de algo irreparable imposible de definir.
Estuvieron un rato en silencio viendo cómo cambiaban de posición las estrellas.
—Será lo que tenga que ser —dijo Polín, sin mirar a su hermano.
—Sí.
—Puede que… Bueno… A lo mejor es un nubarrón.
—No te separes de mí.
—Bien.
Entraron en la casa y cada uno fue a su cama en silencio. Martín notó los brazos de Bea y también lágrimas en sus besos.
—¿Por qué lloras? —susurró.
—Porque veo tu preocupación. No sé qué tienes pero te siento. ¿Crees que volverán a por ti?
—No. Pero pase lo que pase tienes a Polín y la tierra.
—Esta tierra no es de nadie. Sin ti no vale nada.
Se acariciaron y luego se rindieron al fuego de sus urgencias. Pero no fueron lo placenteras de las veces anteriores. Ahora, mientras se fundían en el deleite inacabable, sorbiéndose hasta hacerse dolor, ambos notaron la misma sensación de pérdida, como si algo maligno estuviera rondando sobre sus esperanzas.
Vieron llegar por el oeste un avión de transporte de la Fuerza Aérea. Volaba bajo, con dirección al aeródromo militar. Más tarde oyeron disparos procedentes de esa base. Sabían que allí existía una guarnición formada por tropas del Ejército y fusileros de la Aviación Militar Dominicana. Y que desde meses atrás residía una parte de la Legión Extranjera Anticomunista, creada a principios de año por Trujillo con hombres procedentes de varios países, incluso españoles. También se encontraban los llamados Cocuyos de la Cordillera, grupo paramilitar fundado por José Arismendi Trujillo, alias Petán, hermano del Benefactor y mayor del Ejército, para eliminar a los inmigrantes ilegales procedentes de Haití. No había duda de que todos ellos gozaban de buenas pagas porque derrochaban alegremente en las pulperías lo que a ellos tanto les costaba ganar. A menudo oían las descargas de fusilería de los entrenamientos. Pero estas de ahora eran diferentes y llegaban acompañadas de fuerte griterío.
Polín levantó la cabeza, a la vez que Martín. Al declinante sol de la tarde vieron correr hacia ellos unos hombres de uniforme, armados y cargados de mochilas. Los vieron entrar en el sembrado y abrirse en abanico. Serían unos veinte, la mayoría barbados. Pasaron raudos a su lado con dirección a los cercanos árboles, pisoteando los tallos. Eran soldados. Pero sus uniformes verde oliva y gorras montañeras del mismo color tenían un tono distinto a los que empleaban en el Ejército dominicano. Los dos hermanos ignoraban lo que estaba pasando pero supusieron que podía tratarse de la invasión cubana que se murmuraba en ambientes alertados. En ese momento atisbaron un jeep avanzando. Daba brincos y también entró en el sembrado arrollando lo que con tanto esfuerzo habían obtenido. A mitad de la parcela los cuatro ocupantes abrieron fuego. Martín gritó y empujó a su hermano, cayendo ambos al suelo. El vehículo llegó a su altura y faltó poco para que los atropellara. Siguió hacia la espesura rebotando sin que los soldados dejaran de disparar. Martín se incorporó y miró hacia el bosque. Ya no se veían los fugitivos, tragados por lo umbroso de la arboleda que engulló también al jeep. Luego miró a Polín, aún tirado en el suelo. No se movía. Se arrodilló, la alarma rugiendo en su pecho. Le sujetó la cabeza, hablándole, intentando no creer en la sangre que le brotaba y en sus ojos de vidrio. Oyó el ruido de un motor. Otro jeep se acercaba alborotando otras partes del sembrado. Martín se alzó y agitó los brazos. El coche no se detenía. Los cuatro militares, armados y con cascos de acero, le gritaron para que se apartara. Plantado allí, como esperando ser embestido, Martín no se movió. El jeep se detuvo delante.
—¡Qué usted hace, carajo! ¡Quítese! —gritó el conductor.
Martín señaló a su hermano.
—¡Necesito que lo lleven al hospital!
—¡Vaya al carajo, español jodón! —dijo, moviendo la palanca de marcha para arrancar.
Martín abatió el machete sobre él, hundiéndole el casco en el cráneo. Los otros soldados llevaban los fusiles en posición de disparo, pero quedaron alelados. El colín dio en el cuello del que estaba al lado, segándoselo. Martín se movió veloz hacia los de la parte trasera. Uno intentó accionar el arma. El machetazo se la quitó de las manos. Despavorido vio descender sobre él el fulgor irremediable. El cuarto, atascado en el terror, abrió la boca e inició un grito que se quebró a la vez que su cabeza. Martín, con el goteante cuchillo apuntando al cielo, presto, miró el escenario. Dejó caer el machete y se arrodilló rápido, notando la ausencia del latido acostumbrado. Luego estrechó el cuerpo de su hermano sintiendo dentro de sí algo jamás experimentado: un tumulto de sollozos que no ascendió a sus ojos. Lanzó un grito hondo, sostenido, que se extendió por el valle como cuando el trueno llegaba y que terminó de espantar a los pájaros del entorno. Lo sintió salir vibrando en su garganta hasta que los pulmones se desinflaron. Al acabar se notó vacío, sin saber qué hacer ante el hermano sin vida. Miró hacia donde estaba el aeródromo, invisible en la distancia. De allá llegaban ruidos de motores y griterío arrastrados por el débil viento. Nadie se distinguía en la cercana colonia húngara ni se apreciaban movimientos en otras parcelas. El motor del jeep seguía en marcha pero su ruido no apagaba los ecos de disparos lejanos.
Al poco, otros soldados se perfilaron al principio de la parcela. Pronto anochecería con la rapidez del trópico pero él tenía una nube roja cubriendo sus ojos. Dejó el cadáver de Polín y cogió el fusil de uno de los soldados muertos. Era como los que empleaba el Ejército español. Nunca había tirado con esa arma pero, al ser experto cazador, sabía cómo usarla. Lo importante eran el pulso y la puntería. Fue al jeep, apagó el motor y se apostó detrás, apoyado en la chapa y apuntando. Los militares eran tres y avanzaban al trote. Se habrían adelantado al pelotón correspondiente, quizá buscando su momento de gloria como los otros. Cuando llegaron a la distancia calculada, disparó. La primera bala dio en la cara del soldado elegido. Antes de que el estampido se disipara, movió el cerrojo y accionó el gatillo. El segundo soldado recibió el impacto en el pecho y se desplomó. El otro se echó al suelo, intentando ocultarse entre los surcos. Martín hizo varios disparos y vio cómo punteaban el casco y quedaba inmóvil. Tiró el fusil y se sentó junto a su hermano, levantándole la cabeza y acunándola entre los muslos y las manos. Aún sus ojos permanecían abiertos, como si mirara el paisaje donde nació. No se los cerró. Le acarició el rostro como años antes, cuando eran niños, oyendo el golpeo de las palabras de la madre. «Cuida de él siempre. Es diferente y te necesita. Tú eres fuerte». ¿Cómo podría decirle que no cumplió? Sonaron gritos. Más soldados se acercaban moviéndose en la naciente penumbra. Miró en dirección a la oculta colonia y le inundó la imagen de Bea, la parte indisoluble de sí mismo, y la de su hijo. Sintió la fuerte atracción de regresar a ellos. Era más imperiosa que el poderoso deseo de saciar su sed de venganza, de sofocar el fuego de su desesperación. Pero su instinto silvestre le advirtió que los militares estarían observando con sus potentes prismáticos los campos de escape de los invasores. Habrían visto lo que hizo. Y si no, siempre había ojos que miran, bocas dispuestas al chismeo. Ir a casa significaba regresar a La Victoria o a quién sabe qué destino.
Depositó con suavidad la cabeza en la hierba y besó la frente aún tibia. Cogió el colín y echó a correr hacia los árboles con la certidumbre de que su vida había quebrado y que jamás podría hacer florecer la tierra dormida.