Madrid, diciembre de 2005
—Los tipos están en prisión preventiva —dijo Ramírez—. Procuraremos que les imputen por tentativa de homicidio.
Yo sabía que era una de las cuatro formas imperfectas de la comisión de un delito junto a las de provocación, proposición y conspiración.
—Tenéis setenta y dos horas para ponerles a disposición judicial. Solo te quedan cuarenta y ocho. Supongo que sus abogados están encima.
—¿Crees que no sabemos hacer nuestro trabajo? Te diré algo que te interesará. Esos dos son los que la policía coruñesa detuvo dentro del coche. Los mismos.
Pulsó el teléfono y pidió que prepararan un coche. Se levantó y cogió la gabardina del perchero.
—Ven conmigo.
Salimos a la embarullada calle de Leganitos, a cuya comisaría había vuelto Ramírez tras unos meses en la de Rafael Calvo. El chófer condujo con suavidad, sin los tirones que dan muchos conductores de autobuses. Durante el recorrido me habló de sus cosas. Y soltó lo que le provocaba el brillo insólito de su mirada durante las pausas en las conversaciones. Se había enamorado de una de las jóvenes policías y eso le estaba matando.
—¿Cómo que te está matando? Eso es para estar feliz.
—Es que me ha entrado a saco, tío. Es una agente nueva y está como un tren. Solo deseo estar con ella. Pero no podemos manifestarlo. El Cuerpo no permite contactos entre funcionarios de un mismo puesto. Joder. Tenemos que disimular cuando nos cruzamos en los pasillos o en los despachos. ¿Qué puedo hacer? Fuera de la comisaría nos vemos a escondidas, buscando sitios en el quinto coño para que no nos vean. Tú tienes experiencia en estos casos, los investigas.
—Eso ya te ha ocurrido varias veces.
—Las cosas son como son. No puedo evitarlo. Pero esta vez es diferente.
¿Qué podía decirle? No sirve de nada ninguna experiencia ajena porque cada caso es singular. El mío se circunscribe a dos grandes amores, pudiéramos decir que ordenados. Uno del pasado, que me dejó malherido y un magnífico regalo en la persona de mi hijo. El otro actual, de tan gran riqueza que ha colmado todos mis anhelos. ¿Puede admitirse esto sin caer en el pecado de la autosatisfacción? Lo de Ramírez desequilibra la normalidad porque se enamora y desilusiona con harta frecuencia, impidiendo una terapia razonada. Por eso su mujer abjuró del matrimonio y desde entonces él anda por ahí, con los ojos agrandados buscando el imposible acomodo a su ansiedad.
Llegamos a la Ciudad de la Policía. Un rato después, tras pasar los controles y aparcar, accedimos a un edificio de líneas funcionales instalado en una parte de los jardines. No hay letreros pero estábamos en la UDEV o lo que es lo mismo, Unidad contra la Delincuencia Especializada y Violenta. Un pasillo con oficinas, puertas abiertas, más hombres que mujeres, actividad. Al fondo, un despacho de generoso espacio y bien decorado dentro de la racionalidad formal. Sin querer pensé en el que tuve cuando era integrante del Cuerpo. No hace tanto y sin embargo los cambios eran innegables. Y no solo por el ordenador, en sustitución de la máquina de escribir Olivetti, sino por los prácticos muebles, la luz que inundaba y el ambiente sin rigideces burocráticas.
El inspector, en la treintena, presentaba buena estatura. Tenía pinta de médico con trabajo. Iba en vaqueros, aseado de aspecto y llevaba la mirada de quien trabaja sobre material humano. Me observó analíticamente, aunque procuró suavizar el interrogatorio visual poniendo una sonrisa subrayada de sinceridad.
—Soy Óscar Colmenares —se identificó al darme la mano—. Así que el gran Corazón. Creí que eras una leyenda, que no existías.
—¿De veras? Sería bueno que la Agencia Tributaria pensara lo mismo.
—La hostia, tío. En pocos días te has deshecho de seis pistoleros que, a tenor del asalto a tu oficina, no se andan con chiquitas. Y no tienes ni un rasguño. ¿Cómo lo haces?
—Puro instinto de supervivencia. Esa gente no quiere dialogar conmigo sino matarme. Simplemente. No puedo tener un solo fallo. A la mínima se me acabó el respirar.
—Además es un cabrón con suerte —dijo Ramírez—. Han intentado matarle más veces pero él se resiste. Le dispararon en el pecho a principios de año. Y aquí le tienes[4].
—Bien. Supongo que tienes algo que decirme —dije, para airear el ambiente.
—Te diré cómo están las cosas. Tenemos toda la información recopilada. Ramírez nos ha pasado los datos, incluida tu doble declaración. Las declaraciones de los hombres que detuvimos en La Coruña por el aviso anónimo que hiciste carecen de veracidad ya que son los mismos que entraron en tu oficina. No pueden sostener que estaban en aquel lugar de La Coruña por casualidad cuando días después intentaron matarte en Madrid. También tenemos las declaraciones de los dos de Figueras, hechas aquí, en este despacho. Ya te habrá contado Ramírez.
»Los que abatiste en el hotel Asturias no muestran intención de poner denuncia contra ti, actitud que no les favorece y que testimonia su deseo de no entrar en asuntos judiciales. Además, está el hecho de que trabajan para la misma empresa que los otros y que coincidieron en los lugares donde has estado, lo que no deja dudas de que iban a por ti. Aunque lo definitivo es lo que dijeron los del asalto a tu oficina sin sospechar que les estabais grabando. Cierto que la grabación carece de valor probatorio en juicio, pero sirve para saber que son culpables y actuar desde esa creencia.
»Como sabes, para que todas las medidas que hagamos tengan amparo judicial, hemos presentado el legajo en el juzgado. Yo mismo me desplacé personalmente para hacer ver al juez de guardia la importancia del caso y que los hechos tienen denominador común: esa joyería de Málaga y el acoso hacia ti, significados en cuatro intentos, con grabación del último respecto a sus intenciones. Le he visto con gran disposición a implicarse en el caso. Por lo pronto, a los sicarios que intentaron matarte en tu oficina les ha enviado a prisión sin fianza, acusados de intento de homicidio.
»También hemos hablado con el director de la empresa joyera de Málaga. Le hicimos venir.
—Bien hecho. ¿Qué os contó?
—Se mostró muy sorprendido cuando le hablamos de sus hombres y lo que habían intentado hacer contigo. Dijo no tener la menor idea. Sostuvo que esos tipos no están en nómina. Son agentes libres. Trabajan a comisión. Visitan las joyerías del país por zonas. Los pedidos los pasan a la central por teléfono o por fax. Una vez al mes se reúnen para cobrar, hacer los informes y renovar el muestrario, el cual es propiedad de cada vendedor. Los coches son de la empresa, pero alquilados a los agentes, a cuyos nombres están las pólizas de los seguros.
—¿Cómo es el tipo?
—De mediana edad y gran presencia, con el barniz del acomodado. Su conversación es directa, muy agradable, sin tropiezos verbales. Diríamos que tiene eso que algunos llaman caché. Se mostró muy tranquilo y afable.
—¿Qué dijo cuando le presentaste las pruebas?
—No las discutió ni las reconoció. Se declara no responsable de actos que cometan sus agentes libres si son contrarios a su labor de representantes de su joyería. Hablaría con ellos y buscaría sus versiones. En cualquier caso dijo que quedaban desvinculados de inmediato de su empresa. Asegura que nunca tuvo de ellos ninguna denuncia ni la menor señal de que practicaran otra actividad, y menos la de criminales.
—Le creíste.
—No sería insólito que trabajaran para otro, al abrigo de su trabajo. En la grabación que hiciste en tu oficina, los sicarios no le señalan. Sin embargo, ese joyero no tiene pinta de ignorante. Es imposible que tantos colaboradores libres o fijos sean asesinos y él no haya detectado nada. No. No le creí. Pero debes saber con quién tratamos. Pedimos informes de él a la policía de Málaga, además de investigar su empresa desde aquí. Es hombre de gran reputación y estima en los altos sectores de la sociedad malagueña. Está muy considerado en las esferas políticas, financieras y culturales. Hablan con mucho respeto de él. Parece que rehúye estar en los saraos a que tan acostumbrados están los pijos de la Costa del Sol. Pero cuando aparece en alguno, siempre con su mujer, muy hermosa según se indica, todos hacen rondas para estar a su lado. Algo así como aquel Fabiolo de Mora y Aragón, pero con dinero. Su negocio es limpio, sin tacha. —Me miró, evaluando lo que mi rostro expresaba respecto a la confidencia—. Todos esos datos obran también en poder del juez. Hemos de esperar a que decida.
—¿Y mientras?
—Sabes que hay unos protocolos de actuación que debemos respetar. No podemos proceder ilegalmente. Cuando el juez lo autorice, haremos seguimientos y vigilancias de todos los tipos implicados y sus teléfonos.
—Eso llevará semanas, quizá meses. Y luego los juicios.
—Me temo que sí.
—No puedo esperar. En estos momentos habrá otros secuaces decididos a aliviarme de todas las enfermedades.
—No lo creo inminente. Se cuidarán de actuar ahora que saben que están siendo investigados. Además, anulaste a seis tíos, demasiados para una organización criminal que no sea la mafia. Normalmente no tienen tantos.
—Pueden contratar a gente que vaya por libre. ¿Cómo podéis evitar ese riesgo?
—Sabes que somos servidores públicos, no privados. Pero seguiré un protocolo de actuación especial. Te daré un teléfono conectado directamente conmigo. En cuanto veas algo extraño me llamas y mando un equipo de acción.
—No es eficaz. Lo que quiero es que vayáis a la cabeza, a quien hizo el encargo a estos sicarios.
—Claro. Por eso hicimos venir al jefe. Pero sería más fácil llegar si colaboraras mejor con nosotros.
—No sé qué quieres decir.
—Sí lo sabes. Sospechas, como nosotros, que el venezolano al que intentaste salvar iba en una misión y que una organización criminal pretendía abortarla. Piensas que los que te persiguen creen que el venezolano te contó de esa misión. Y por eso quieren eliminarte. Pero ¿te lo contó o no?
—Esa no es la cuestión. Me lo dijera o no, a los pistoleros no les importa. No entran en ese tipo de discusiones. Tiran por la calle de en medio.
—Pero sí nos ayudaría para entrar en el meollo.
—Tenéis los teléfonos móviles de los de Figueras. También los de los que entraron en mi oficina. En alguno habrá esas pistas que os parecen tan necesarias.
—Los investigamos, saltándonos la norma. No hay llamadas a ningún número distinto a los de su empresa de Málaga. Si supiéramos a quién pretendía matar el venezolano, podríamos conectarnos con él e interrogarle.
Les miré y luego sonreí sin alegría. Naturalmente.
—La Interpol. Habéis pedido datos de Élido.
—Lo normal. Era un sicario con amplios antecedentes. Sin duda que estaba aquí para matar a alguien. Esa era su misión —dijo Óscar. Luego me obsequió con una mirada inquisitiva—. Por cierto, no aparecieron ni sus documentos ni su móvil. Sabemos que no los llevaba consigo. Pero en el coche no estaban, ni tampoco en su equipaje. Y es sorprendente que te diera tiempo a coger los bolsos de los agresores y no el de él.
—En la vida siempre ocurren cosas sorprendentes —dije, poniendo mi mejor versión de quien se esfuerza en establecer dudas razonables desde una posición de inocencia.
—Claro —dijo, mirándome con cara de policía de asuntos internos—. Y tampoco apareció ningún arma. ¿Cómo iba a matar a nadie sin llevarla, un pistolero?
—¿Habéis averiguado desde cuándo vivía en España?
—Llegó por Iberia el mes pasado desde Caracas. Se le hubiera detectado el arma en los controles del aeropuerto. Significa que la adquirió aquí, que contactó con alguien. El coche lo alquiló él personalmente para quince días, pagando con tarjeta de American Express. Por ahí no hay pistas.
Esa tarjeta no estaba entre las cosas que me quedé. Significaba que se la habría quedado quien le facilitó el arma. Contemplé a los inspectores. Les había pedido ayuda y ellos entraban en todas las suspicacias. Era su trabajo y yo lo sabía. Pero debía orientarles en línea de mis intereses. Me puse en pie y adopté un tono de impaciencia.
—No soy yo a quien tenéis que olfatear. Si el tipo no llevaba arma se supone que pensaban dársela en el lugar del atentado. No es lógico que paseara por España con una pistola encima. —Era un razonamiento creíble y noté que lo asimilaban—. En cuanto al posible bolso, ya le dije a Ramírez lo que ocurrió. Pero creo que debéis dejar a un lado a ese tipo y volver a los otros asesinos, los vivos. Me pedisteis pruebas. Os las proporcioné. Contundentes. ¿Qué coño es eso de entrar en el meollo? Ya estáis dentro. Han intentado asesinarme y tenéis a los sicarios. Lo demás son disquisiciones burocráticas.
—No —enfatizó Óscar—. Lo que pretendemos es que no haya ningún resquicio legal por donde puedan escurrirse. Con la confesión del tipo que Élido quería eliminar, todo quedaría al completo. Y la banda iría al talego. Entera. Todos. No una parte.
—Pero esa parte es la amenazante ahora. Precisamente. —Dejé que un intervalo de silencio fortaleciera la aseveración—. No sé si Rodolfo te contó. El mes que viene se casa mi hijo. Él ignora este rollo en que estoy metido. La boda no se retrasará. Afrontaré lo que venga. Pero si no resolvéis esto antes, esos asesinos tendrán oportunidad de chafarnos la fiesta.
—Estaré yo con un par de agentes —señaló Ramírez—. No quedarás desprotegido. Pero si supiéramos dónde está el tipo al que ese Élido quería despachar, neutralizaríamos antes la amenaza que te acosa.
—No lo suficientemente rápido. En cuanto al hombre oculto, ojalá lo supiera —dije, con aplomo—. Élido no me dijo nada.
Sabía que hacían más de lo que mi caso les obligaba, policialmente hablando. Pero era insuficiente. Y no me complacía celebrar tan significativa boda con guardaespaldas y recelando. Por tanto, la evidencia obligaba. Tenía que ser yo quien de nuevo diera el siguiente paso.