27

Ciudad Trujillo, febrero de 1959

Alguien aprende a ocultarse bajo la luz,

pero es tan distante el mar,

tan lejana la imaginación…

CÉSAR AUGUSTO ZAPATA

En su escritorio de La Cuarenta, el coronel Johnny Abbes García paseaba pensativo. Era de madrugada y nada perturbaba el silencio. Ni siquiera los sollozos de los confinados en los sótanos de esa otrora residencia campestre reconvertida en el principal centro de obtención de confesiones. Gruesas paredes impedían las repugnantes muestras de cobardía de quienes eran interrogados. Pocos de los que pasaban por esas bodegas dejaban de confesar sus crímenes. Porque el ojo analítico de sus hombres no fallaba. Los que allí llegaban eran culpables de crímenes contra el Estado y, luego, cobardes. La mente del coronel siempre estaba en activo, día y noche. Porque soñaba y se acordaba de los sueños aunque no todos eran placenteros. Era el jefe del SIM desde comienzos de año en que sustituyó en el cargo al general Rafael Arturo Espaillat, apodado Navajitas, también ayudante personal del Jefe por entonces. Un premio a los óptimos resultados conseguidos en las tareas de prueba encomendadas por el Benefactor y realizadas tiempo atrás en México y en otros países de Centroamérica. Se sentía razonablemente ufano de estar a la altura de tan alta misión y por el respaldo que sus acciones merecían del Jefe. El trabajo se le amontonaba desde el fatídico día, mejor dicho, la desventurada noche en que Fulgencio Batista huyó de Cuba para, como antes hicieran el colombiano Rojas Pinilla y el venezolano Pérez Jiménez, refugiarse en la República Dominicana, un paraíso de seguridad para la gente amante del orden y la legitimidad. Meses en que sus agentes detectaron un aumento de disidentes peligrosos. Hasta entonces su labor no le exigió demasiado esfuerzo porque el descontento no creaba una herida ni preocupante ni generalizada ya que el pueblo no había sido infectado. Los escasos saboteadores a la bondad del Régimen procedían no de las clases bajas sino del estamento medio y del entramado político y militar de la sociedad. Eran tipos desagradecidos, envidiosos, nunca conformes con lo mucho que el Benefactor les daba ni con la buena vida que disfrutaban desde el principio de la Era. Debían ser tratados como lo que eran en realidad, unos traidores a la Nación. Pero desde la llegada al poder de los barbudos en la isla grande, todo el Caribe y el istmo estaban en ebullición y se multiplicaban las organizaciones comunistas. Solo Puerto Rico, por estar en manos de los norteamericanos, y la República Dominicana resistían el embate de los enemigos de la libertad, esos malnacidos que proclamaban ser ellos los únicos depositarios de esa teoría. Muy reciente estaba la frustrada invasión a Panamá por un grupo entrenado en Cuba. Fue un enorme fracaso y al mismo tiempo un aldabonazo de que llegaban tiempos de tensión.

Se tomó un café cargado, dudando de la reunión que tendría más tarde con el Padre de la Patria Nueva. Esta vez uno de los temas trataría de los colonos españoles. Sabía de su fuerte inclinación hacia ellos y sus esperanzas de que se integraran en el país aportando no solo su trabajo sino su sangre. Había que restaurar la supremacía blanca en Quisqueya, en peligro desde la invasión haitiana de 1822 que dejó toda La Española bajo dominación de los antiguos esclavos africanos llevados por Francia. Veintidós largos años que sembraron una profunda huella negra en el país. Todo esfuerzo era poco para rescatar la esencia de la dominicanidad. Porque del país de blancos con una pequeña porción de mestizos que fue en su tiempo, se había transformado en un país de mulatos y zambos con crecimiento indeseable de negros. De ahí la desilusión del Jefe cuando fue informado de que muchos españoles impacientes optaban por regresar a su país. Ya cientos de ellos lo hicieron y otros estaban apuntados para seguir su estela, a la vez que no habría más inmigración desde España. Por eso se intentó con los japoneses y húngaros, cuyas pequeñas colonias se habían asentado en Constanza.

Él también lamentaba ese hecho. Sin embargo, su cometido era preservar el Régimen. Por eso en su informe había aspectos de conflicto. Suspiró. No se le ocultaba que al tratar este asunto tendría que moverse en el filo del cuchillo, esta vez con mayor cuidado.

Miró la hora. Las cuatro de la madrugada. Ahora Su Excelencia estaría levantándose en su residencia de la Estancia Radhamés. Esperó el tiempo necesario. No debía llegar ni antes ni después a la cita, solo en el momento justo. Salió, montó en uno de los Cadillac negros y le dijo al chófer que lo llevara al Palacio Nacional. Tardaría en despuntar el alba pero el Jefe estaría en su despacho como un clavo, a la hora exacta, para dar ejemplo de diligencia y laboriosidad al país. El automóvil entró en las cocheras seguido por el jeep de los guardaespaldas. Subió en el ascensor privado hasta la tercera planta y abrió el despacho del Generalísimo, justo a las cinco y cuarto. El gran hombre habría llegado a las cinco en punto y habría tenido su tiempo íntimo para el desayuno, que nadie debía interrumpir porque según el Benefactor el masticar en público no era elegante, cosa que había apreciado en almuerzos de alto rango donde la gente exquisita apenas probaba bocado.

—Buenos días, Excelencia.

Trujillo tomaba café, sentado junto a una mesita. Rechazaba el aire acondicionado y prefería el natural tempranero que venía del mar y que penetraba por las puertas siempre abiertas que daban al balcón. Cogió los informes que le presentaba y los puso a un lado. Con un gesto indicó al coronel que se sirviera de la cafetera y, mientras procedía, lo examinó como si le estuviera pasando revista. No encontró nada fuera de su sitio. El coronel no era estrictamente un militar pero sabía cómo llevar el uniforme, aunque jamás ofrecería una imagen bizarra con ese cuerpo que se iba vulnerando de grasa y que culminaba en la esférica cabeza como si fuera una tarta de soufflé. Le gustaba Johnny porque había logrado extender por todo el país una red de espionaje posiblemente perfecta. Nada escapaba a la acción de sus caliés. Seguramente que cometería errores y alguien pagaría con culpas ajenas siendo inocente, pero eso era mejor que tener al país descontrolado. Además, ante él se sentía a sus anchas. Aun habiendo sido marine, o educado como tal en la Guardia Nacional creada por el Ejército norteamericano durante la ocupación, nunca podría presentar el cuerpo atlético que en secreto lamentaba no poseer. La mayoría de las veces neutralizaba esa desventaja con un interlocutor más agraciado imponiendo la autoridad amedrentadora que emanaba. O acaso el terror. Por eso con el coronel Abbes se encontraba vencedor en lo físico dado que el jefe del SIM tenía menos estatura que él y le superaba en orondez.

—Hablemos primero de los españoles de las colonias. Cuénteme.

Así, de golpe. Se esfumó su esperanza de que fuera un asunto final para que el horario impidiera abundar en él.

—La gran mayoría está en sus tareas, Excelencia. Pero tenemos probadas sospechas de que unos pocos están metidos en algo que no les concierne.

—Es un contrasentido lo de sospechas probadas. Si están probadas ya no son sospechas sino hechos. Defínase. Una cosa o la otra.

Joder. Siempre le cogía en alguna. Se esforzó en aparentar seguridad.

—Bueno… Hemos detectado que esos pocos han sobrepasado el nivel de protestas. Mis hombres les oyeron comentar con entusiasmo las proclamas emitidas por la radio cubana incitando a la rebelión. En varias ocasiones.

—¿Qué tanto entusiasmo? ¿Dónde es que les oyeron?

—Directamente. Mis hombres pegan sus orejas en las puertas, de noche. Nada se les escapa. Datos de primera mano.

—¿De cuántos es que estamos hablando?

—Tres en estos momentos. Los tenemos en observación en La Victoria.

—Espero que no hayan pasado por La Cuarenta.

—No, Excelencia… —y tuvo un escalofrío cuando sintió los ojos clavarse en los suyos. Recordó lo que decían quienes se sometían a su escrutinio: «La mirada de la nada y del todo más absolutos»—. Están con los otros presos preventivos.

—Esos colonos pasaron un proceso de selección en España durante el que apartaron a todos los que pudieran conservar alguna vinculación activa con las izquierdas derrotadas en su guerra. Supongo que usted está sabiendo distinguir entre lo que significa protestar por las malas condiciones en que muchos se encuentran y la adscripción a movimientos subversivos. El quejarse no significa estar organizando complots contra esta República.

—En efecto, Excelencia —se apresuró a aseverar el uniformado—. Todos los que honradamente muestran su disgusto, lo que es una equivocación a mi entender, están siendo retornados sin problemas y sin gasto alguno.

—Vea, coronel. No tenemos muchos amigos fuera del país. Uno de los pocos, el más fiable, es el Caudillo de España, Generalísimo Franco, por quien siento respeto y admiración. No quiero que nada pueda perturbar esa amistad. No es que él esté tutelando a esos campesinos y tampoco creo que entre en el detalle de sus actuaciones. Pero no aceptó que vinieran aquí para que acabaran en prisión. Así que no siga con esta mierda y saque a esos hombres de la cárcel.

—Así se hará, Excelencia…

—Deme la lista de esos sospechosos.

Ahora le pillaría en la mentira. Johnny Abbes volvió a tiritar. Cogió los informes y buscó uno, que tendió al Benefactor. Allí estaban los nombres y todos sus datos, con fotografía incluida.

—A este hombre le conozco —dijo el Jefe, señalando una ficha—. Es el hermano de un asturiano con agallas que me gustaría se quedara en el país. ¿Qué ha hecho exactamente?

—Verá, Excelencia… —dudó. ¿Cómo explicar que el apresado era el bragado y no el llamado Polín?—. Es…, bueno, era alumno y amigo de Manuel San Hermenegildo, uno de los maestros de la República de España que usted acogió años atrás en su magnanimidad. Recordará que hablamos de él hace un mes, cuando le detuvimos, convicto de integrar un grupo de activistas para derrocar nuestro Gobierno. Además agredió…

—Espere, espere. Recuérdeme lo del maestro.

—Como Su Excelencia sabe, desde la llegada de esos sucios barbudos a Cuba las radioemisoras de La Habana y Caracas no han cesado de emitir consignas tendentes a acabar con el régimen de Su Excelencia. Nuestras estaciones monitoras han bloqueado esas emisiones. Pero utilizan las frecuencias de onda corta, que no podemos interceptar. Ese maestro no solo las escuchaba sino que tenía un código en clave para conectarse con una red interna de sediciosos. Lo agarramos. Y como le decía agredió a varios policías, uno de ellos teniente.

—Un momento. ¿Quién carajo agredió a los policías? ¿El maestro o el asturiano? Déjese de pendejadas y hable con propiedad.

—Disculpe, Excelencia. El asturiano.

—¿Cómo es que les agredió? Eso no es posible.

—Tumbó a varios. Hubieron de emplear bastones eléctricos para reducirlo. Y aun así… Bueno, el tipo es una máquina.

—Es raro que nadie pierda el temor hacia nuestros policías. Seguro que se propasaron con él. Sabemos cómo actúan nuestros carceleros.

—No, Excelencia. Puede que alguno de nuestros guardias perdiera la paciencia y le abofeteara. Es normal. Eso no mata a nadie.

—Algo no me cuadra. Ese muchacho era más bien delgado. No parecía capaz de hacer lo que usted dice. Al hermano sí le veo a la altura de la hazaña. Un tipo hercúleo y directo. No se arredró al hablarme. —Miró a su ayudante, que empezó a poner camaleónico el rostro al no ver salida—. ¿Qué ocurre, coronel?

—Es que… Disculpe, Excelencia. En realidad el que está en La Victoria es el hermano grande, el forzudo…

—¿Cómo? ¿Qué dice usted? Acláreme eso.

—El gigante, llamado Martín, se hizo pasar por el otro. Lo descubrimos a raíz de su pelea con nuestros guardias.

Trujillo miró al policía sin verle. Miraba más allá.

—Me imagino que ahora lo tendrá en una de las Solitarias, desnudo, sin comer, mezclado con otros desgraciados —dijo, filosamente, llenando de hielo las venas del policía—. Me mintió, carajo.

—Disculpe, Excelencia. Es un caso especial y no tiene nada que ver con su condición. Agredió a funcionarios. Debe pagar por ello. ¡Dónde quedaría nuestra autoridad si dejáramos impune un acto semejante! Además, y a entender de los guardias, hay un rasgo racial que trasciende del hecho en sí. Es como si nuestra autoridad no mereciera el respeto de algunos españoles. Nos miran con desdén, como si estuviéramos todavía en la Conquista. Es seguro que de estar en España no se hubiera atrevido a golpear a la policía.

—Eso es una gran estupidez. Quizás es que allá no tienen motivos para someterle a interrogatorio. Quizá no lo hicieron porque en realidad es un simple campesino que nunca se metió en política. ¿No lo ha pensado, coronel? —Lanzó otra mirada fulminante al subordinado y no necesitó su respuesta—. ¡La Conquista…! Qué cojones está diciendo. Cómo se le ocurre ese absurdo. ¿Qué le sacaron, qué dice él?

—Que es inocente de las acusaciones.

—Naturalmente, si el sospechoso era el otro. Diga algo más concreto, carajo.

—Bueno… Es un tipo especial, la verdad. A las amenazas…

—Golpes. Llame a las cosas por su nombre.

—… Casi no habla, nos mira con desprecio. Solo dice que tiene la parcela sembrada y que quiere verla florecer.

—¿Y el hermano, el suplantado?

—No se le ha podido detectar ningún hecho vinculante. Le vigilamos. Sigue en su sembrado, trabajando. Le ayuda la mujer del preso. Está embarazada.

—Repita eso, lo de la mujer. —La voz del Jefe tenía las entonaciones que preludiaban un estallido.

—Bueno… Es una española de la colonia. Se casaron hace siete u ocho meses. Está a punto de parir, o habrá parido.

Trujillo se levantó y estiró su figura. Tomó especial empeño en parecer más alto, como deseando abrumar al coronel. Paseó por la habitación dejando la suave fragancia de su perfume. Se asomó al balcón y escuchó el ruido de las olas. La noche seguía agazapada pero pronto se oirían los rumores de la distante calle y los de la gente de servicio en Palacio. Se volvió y en su mirada no estaba la nada sino la más pura de las amenazas.

—Se lo voy a servir lo más corto que pueda. Usted tiene a ese hombre en una Solitaria, golpeado, hambriento y seguramente herido. Me mintió cuando dijo que no estaban torturando a ningún colono. Porque ese hombre es un colono, uno de los que invitamos a venir para hacer progresar nuestros campos. Es parte de uno de los mejores proyectos que legaré a las generaciones venideras de este país, aunque muchos insensatos de aquí no se den cuenta y otros lo estén saboteando con su usura y su envidia. No es un vago ni puede ser un espía de nadie. Un hombre que reclama volver a la tierra que le dimos, que va a tener un hijo… Usted lo dijo. ¿Cuántos lo hacen? Y el hermano, ¿por qué iba a mezclarse con los intrigantes? ¿Qué ganaría con ello?

—Escribió cartas pidiendo la excarcelación del maestro republicano y pregonó que nos interpelaría personalmente a Su Excelencia y a un servidor. Pasaban mucho tiempo juntos. Por fuerza…

—¿Por fuerza qué? ¿Qué prueba eso? Si se aprecian es lógico que intente su liberación. Y el intentar vernos es un gesto de quien no tiene nada que ocultar. Además, usted mismo ha dicho que sigue trabajando en la huerta, con normalidad. Pero fíjese bien en el fondo de esta vaina. —Hizo un gesto como si estuviera detallando un teorema en una pizarra—. El tal Martín se hace pasar por el hermano para evitarle padecimientos. ¿Qué le sugiere? Patentiza no solo un gran carácter sino que posee dominio sobre el hermano menor. Con un guía así es razonable concluir que el tal Polín no puede ser un descontrolado ni que cometiera los desmanes de que se le acusa. —La mirada seguía disolviéndole la mente, los nervios, la seguridad—. Coronel, le puse al mando del SIM en vez de Navajita, quien no lo hacía mal, aunque le preferí a usted por sus métodos directos. Ha sabido cumplir. Mano dura a los traidores. Pero aquí hay una chapuza evidente. Ni siquiera han cambiado las fotos del expediente, aun sabiendo que el preso no era el reclamado. ¿Qué manera de trabajar es esa? Y por lo analizado, estoy convencido de que esos hermanos nada tienen que ver con movimientos sediciosos. Usted se ha equivocado con ellos. No es un fallo fútil. Puede que haya llegado a oídos de la Embajada española y nos veamos obligados a dar explicaciones. Por lo pronto sacará a este hombre de La Victoria. De inmediato. —Hablaba con suavidad pero el coronel notaba que se le helaba la espina dorsal—. Límpiele, vístale adecuadamente y dele alimentos. Que lo vea un médico, a fondo. Y mándele de vuelta a Constanza. Me reportará cuanto digo. Saque también a los otros españoles, como antes le indiqué. Y si estos persisten en su descontento, regréselos a España. Ojalá pudiera expulsar a todos los descontentos de este país que no cesan de intrigar. Y ahora ándese. Me jodió el día. Mañana seguimos con los otros asuntos.

Martín se hizo a un lado, apretándose contra los demás para permitir que otro se deslizara al suelo y descansara. La celda era de las Solitarias, un recinto de unos seis pies de ancho por doce de largo, sin agujero para defecar y sin ningún tipo de iluminación. Muy arriba en el techo un ventanuco permitía que por el día entrara un soplo de claridad. En las noches la oscuridad era absoluta, pero no importaba. No era ese el mayor problema sino el hacinamiento inmisericorde y el sudor transmitido de unos a otros por sus cuerpos desnudos. Eran veinte, según contó uno de los internados; demasiados para poder tumbarse o sentarse siquiera. Debían permanecer de pie, turnándose para que pudieran estirarse unos minutos en el piso cubierto de detritos. Anteriormente lo habían arrojado a una celda vacía y estrecha como una garita, desnudo totalmente, con las manos atadas a la espalda y los pies enlazados. Lo hicieron entre varios guardias mientras le daban chuzazos sin tregua. Dos días permaneció allí, en total oscuridad, olvidado de bebida y alimentos pero no de rencor. El teniente se personó cada mañana para obsequiarle con una tanda de vergajazos y de insultos, que no le hicieron mella porque sabía dominar el dolor. Tuvo que hacerse las necesidades arrimado a un rincón y dormir en cuclillas por la falta de espacio. Para mitigar la sed, buscó las zonas húmedas de la pared y chupó de ellas pacientemente. Después lo pasaron a ese calabozo donde llevaba cinco días. No volvieron a golpearlo. Le quitaron las ataduras y le facilitaron un pantalón, pero siguieron sin darle de beber ni de comer. Estuvo solo, como en la otra celda, pero pudo tenderse en la fría suciedad para echar un corto sopor. Permaneció sin alimento restañándose las heridas y guardándose de moverse para no consumir energías. Al día siguiente empezaron a meter cuerpos sin rostros hasta llegar a esa saturación. Y pudo beber. Ahora no había más opción que pasar parado la mayor parte del tiempo. Él descansaba el peso en uno u otro pie, alternativamente, y dormitaba apoyado en un lienzo de pared aguantando el encimado de los otros. Por las mañanas, al mediodía y en las noches los carceleros llevaban tres latas, que los presos se pasaban unos a otros con dificultad por el espacio imposible. Una contenía agua turbia, que apenas llegaba para todos; otra vacía pero cubierta de restos de heces para el fin concreto, y la tercera con una sopa de harina desbordada de sal para incentivar la sed y donde se apreciaban dientes, ojos y vísceras crudas de reses flotando. Muchos les hacían ascos. Martín no era de esos. Sabía que sobrevivir conllevaba superar pruebas. Desde que tuvo uso de razón se instruyó para dominar su cuerpo y sus sentidos, obligándose a economizar las necesidades hasta límites contrarios a la lógica. Así podía comer esa bazofia sin sentir arcadas ni el hedor de los excrementos que apelmazaban el aire y lo hacían irrespirable, evitando que la debilidad le hiciera mella. Pero lo más difícil era estar en lo oscuro, en la visío que tanto daño causaba en quienes como él nunca tuvieron escasez de luz.

El paso de los días le habituó a ver en la tenebrosidad. Distinguió facciones en los antes borrados rostros. Eran todos dominicanos, que parecían conocerse o conocer a amigos comunes. Hablaban en susurros, transmitiéndose fatalismos, rumiando su desgracia. A ninguno le oyó hacer proclamación de inocencia sino el temor a lo imaginado. La casi desnudez les hacía difíciles de catalogar al principio aunque luego Martín, por como se expresaban, entendió que eran personas de cultura y nivel, quizá profesores, políticos o licenciados. Todos le miraban de reojo, apreciando lo distinto que era de ellos.

—Usted parece gringo. ¿Qué hace aquí? —se decidió uno.

Martín no contestó ni a esa ni a otras preguntas, o acaso no las oyó. Como siempre, no necesitaba el consuelo de una conversación y menos con gentes que hablaban de situaciones totalmente alejadas de su vivencia. Suponía que estaban allí por complotar contra el Régimen. Nada que ver con él, que tenía su mundo propio; un mundo de necesidades simples, distanciado de movimientos justicieros. Tenía una mujer, un hermano y un hijo llegando. Todos le necesitaban. No sabía cómo pero debía encontrar la forma de regresar a ellos. Lo que sí sabía era que, aunque lo consiguiera, ya no sería lo mismo porque alguien o algo habían interferido en sus vidas y destruido la armonía que, como la virginidad, solo se posee una vez.

De cuando en cuando la puerta se abría para que entraran otros presos, cumplidamente desnudos, o para reclamar que salieran los que nombraban mientras les enfocaban con las linternas. Entonces tenían lugar cortas despedidas y sollozos porque les sobrevolaba la sombra de lo definitivo. Con frecuencia y a deshoras abrían solo para enchufar los haces, sin decir nada la mayoría de las veces, aunque en ocasiones preguntaban por personas no recluidas solo para tenerles en vilo. Hacían recorridos luminosos y siempre acababan concentrando los focos en Martín. Era una forma de tortura, no exenta de crueldad, pero no habían vuelto a pegarle. Esa noche chirriaron de nuevo los goznes y las luces se adentraron, esta vez buscando su rostro.

—Usted, español, camine para acá —rezongó un carcelero—. Le vamos a soltar.