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Constanza-Ciudad Trujillo, primeras semanas de 1959

La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra y el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida…

DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Antonina llegó derrochando angustia y llanto cuando el alba se desperezaba.

—Vinieron por don Manuel en la madrugada. Se me lo llevaron.

—¿Un catarey? —dijo Polín, confundido.

—No, peor. Esbirros del SIM en un cepillo.

Era como denominaban a los Volkswagen negros de la policía secreta. No era asunto de la colonia ni de la Secretaría de Agricultura. Así que, cuando el cielo se enmarañaba de grandes algodones y el trueno se desperdigaba, Polín y Martín acompañaron a la mujer al Consistorio. La lluvia les alcanzó como si fuera una apuesta para la desmoralización. Hubieron de esperar a que llegara el alcalde.

—No es cosa buena esta vaina —dijo, una vez informado.

—Don Manuel es un ciudadano notable de la comunidad. Usted es la autoridad. Contacte con el SIM pidiendo información. Que nos digan dónde está —expresó Polín. Se miraron. Ninguno tenía dudas de que lo habrían llevado a La Cuarenta o a El Nueve—. Quiero decir que necesitamos saber cuáles son los cargos, por qué lo han aprehendido.

—¿Sabe lo que dice? No hay autoridad por encima del SIM. Nadie les pide explicaciones. Son la Seguridad del Estado. Y yo un simple alcalde. Para ellos no soy nadie. Lo siento. No puedo hacer nada.

Martín avanzó un paso y miró al hombre, que decidió cuál era el peligro más inmediato.

—Veré qué puedo hacer. Escriba una carta.

Polín fue a una mesa y redactó un escrito convincente dentro de los adecuados términos respetuosos. El regidor la leyó y se admiró. Un simple campesino mostraba el arte que él nunca tendría.

—La haré llegar —aseguró. Pero su mirada estaba comprometida por lo que pensaba del asunto.

Antes de salir del edificio, Polín se detuvo de pronto.

—El alcalde me dio la idea. Creo necesario escribir otras cartas.

—No te metas en más peligros —dijo Antonina—. Esperemos la respuesta del SIM.

Polín estaba determinado. Pidió papel en un mostrador y escribió a la Embajada de España y a los directores de La Nación y La Información, notificándoles el hecho y pidiéndoles que intercedieran para conseguir la libertad del intelectual. La dificultad residía en cómo hacerlas llegar a sus destinos. No se fiaba del alcalde. Se encaminó al despacho del síndico municipal.

—Sabemos que esto no entra en sus funciones concretas —aclaró, cuando le tuvo delante—. Pero confiamos en que no le importe mandar estas cartas.

El funcionario las leyó y luego miró a los hermanos.

—Es un exiliado del país de ustedes. ¿Creen que su Embajada moverá un dedo?

—Hay que intentarlo. En todo caso, los periódicos no se deberían negar a hacer la gestión.

—¿Quién firma las cartas?

Polín se agachó en la mesa y puso su nombre y garabato mientras Martín miraba al hombre con sus ojos tranquilos, sin economizar el mudo mensaje.

—Las enviaré —prometió, algo espantado.

—Otra cosa —dijo Polín—. El generalísimo Trujillo viene a menudo a Constanza. ¿Cierto?

—Sí. Compró una casa. Va a ella o al hotel Nueva Suiza.

—Iré a verle. Le preguntaré.

—¡Qué dice! —exclamó el hombre—. Está loco. Eso es imposible. No podrá acercarse ni a un kilómetro. ¿Olvida de quién habla? Además, esto no es cosa de él sino de Johnny Abbes.

—¿Quién es ese?

—¿Johnny Abbes? ¿No lo sabe? Es el jefe del SIM. No se puede llegar a él. Ni se imagina lo peligroso que es. Olvídese de eso.

—No me importa ese Abbes. Cuando venga el Jefe, iré a hablar con él.

—Corres mucho riesgo —dijo Antonina, al salir—. Se chismeará. Dirá que le has amenazado.

Ambos miraron a Martín, imperturbable en la zancada.

Polín se bajó de la litera. Una alarma le había sonado dentro. Ya no estaban los gallegos. Marcharon con sus ronquidos a una de las casas que quedaron libres tras el abandono de los decepcionados impacientes. Miró la cortina, al fondo de la casa, lugar ocupado por el dormitorio de su hermano y Bea. Estaba echada. Salió al jardincito. Todo aparecía regado de estrellas, esperando la avenida de una nueva oportunidad. Martín estaba junto a la alambrada, oteando el camino, presintiendo algo. Junto a él, Viento, con las orejas de punta. Se situó a su lado y miró la oscuridad que él contemplaba.

—No harás nada —dijo Martín—. Yo me ocupo.

Un rato más tarde oyeron el ruido de un motor acercándose. Martín entró en la casa, de la que salió momentos después sosteniendo una bolsa pequeña, como si fuera un equipaje de mano. Detrás de él Bea, con el asombro pintando su boca infantil y tratando de equilibrar su embarazo de ocho meses. Se dirigió a la entrada y esperó mientras Polín se les unía con el machete en la mano. Cruzaron sus miradas hasta que la silueta de un catarey tomó forma delante de ellos. Dos policías uniformados descendieron y se aproximaron, las pistoleras rebotando en sus muslos.

—Polín Fernández Llanera. Quién de los dos.

Martín dio un paso al frente, sin pronunciar palabra.

—Tiene que venir con nosotros.

—¿Adónde? —dijo Polín.

—Ya él lo averigua cuando lleguemos. Pero déjese el colín.

—¿Cuándo lo van a traer?

—El colín —dijo el policía, poniendo la mano en la funda del arma.

Polín ya no era el muchacho vacilante de cuatro años atrás, cuando llegó a su gran aventura. Tenía los músculos endurecidos y ni mucho menos había desperdiciado el tiempo. Eran innumerables las cosas aprendidas. Pero sabía que nunca llegaría a manejar la templanza de su hermano. Una vez más notó la transmisión interna, instándole a conservar el dominio. Dejó caer el machete y lo impulsó a un lado con el pie. Martín apretó un beso en los labios de Bea y subió a la caja del camión junto a los policías. Instantes después el vehículo inició su rodadura.

—Deje que vea eso —dijo el agente, a la vez que le quitaba la bolsa. La inspeccionó. Un jersey, un trozo de jabón, cepillo de dientes, una toalla y dos aguacates—. ¡Ah, carajo! Mira qué prevenido es el hombre.

Martín recogió la bolsa y miró el camino. No habían tenido en cuenta que para pelar las «peras de cocodrilo» necesitaba algo cortante, como la navajita que ocultaba en un bolsillo.

Era la primera vez que desandaba el camino desde su llegada. Antes de escalar el puerto llegaron los primeros fulgores del día para mostrar un paisaje inédito. Una bruma cubría los valles y las lomas bajas como si fuera un océano. Solo se veían las jorobas de las lomas altas surgiendo como islas de ese piélago gaseoso. Era como si miraran el mar a vista de pájaro. Cuando llegaban a la cima, ya la niebla se había deshecho en un éxtasis de tonos verdosos. Martín miraba, concentrándose en adivinar los nombres de los promontorios. Los había visitado casi todos, por su base. La prueba le trajo a la memoria al maestro que se las enseñó a Polín y a él. Don Manuel. Hacía dos semanas de su desaparición y seguían abandonados de noticias. O acaso esa detención suya era la respuesta. Quizás ahora le estaban permitiendo recorrer a él el camino que llevaba al misterio.

La carretera no había experimentado mejoras y el Mack se adentró en las curvas del angosto puerto dando bandazos y con la atracción constante del abismo. Parecía imposible resistirse a su llamada. Pararon en Bonao para el almuerzo. Sancocho de yuca y briznas de gallina. Los policías eran locuaces e intentaron introducir a Martín en la conversación, pero la mirada del asturiano les disuadió. Llegaron a la capital al atardecer y se dirigieron más allá del extremo de la población. Ya el clima era otro, con el olor salitroso del mar y un ambiente lleno de ruidos y de mosquitos. Se acercaron a una larga alambrada vigilada por guardias armados. Abrieron. El camión pasó a una gran explanada, donde numerosos hombres paseaban solos o en grupos, y se detuvo ante un edificio de piedra de dos alturas custodiado por guardias con vergajos en las manos. Era una estructura de factura simple, desligada de belleza. Un pasillo abierto recorría la planta superior, como un balcón longitudinal. Los dos guardias indicaron la escalera a Martín, subieron y le condujeron por el corredor hasta una puerta. Tras pedir permiso, entraron. El despacho, de tamaño medio, y dos ventanas cerradas, presentaba sobriedad de muebles: dos sillas frente a una mesa grande con papeles, archivadores desvencijados a un lado y un colgadero al otro enganchando chaquetas y gorras. En la pared, un retrato a gran tamaño del Benefactor con gorro napoleónico. En un rincón chirriaba un ventilador oscilante que regularmente lanzaba bocanadas tórridas. Dos hombres encorbatados hablaban animadamente y no se volvieron, como si su presencia no hubiera sido advertida. Uno mostraba uniforme y el otro vestía ropa civil, lo que se apreciaba en sus definidoras camisas de manga corta. Martín se había estudiado los grados y supo por la insignia que el uniformado era coronel. No entendía que pudieran aguantar el bochorno. Deslizaban frases sobre movimientos subversivos descubiertos y el castigo que sus participantes recibirían de acuerdo al largo brazo de la ley. A Martín le sonó como una advertencia. Al cabo se volvieron. El civil cogió un papel de la mesa y miró al detenido.

—Polín Fernández Llanera, español, colono de Constanza. ¿Es usted?

El asturiano afirmó con la cabeza, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, una mano atrapando la bolsa.

—¡Ah!, qué bueno que llegó. Pero siéntese, hombre, póngase cómodo.

Martín no se movió.

—¿Sabe usted dónde es que estamos, ah? —Ante la mirada sin inflexión del interpelado, continuó—: Esto es la Penitenciaría Nacional de La Victoria y yo soy el comandante de la misma. El señor es el jefe de la Policía Nacional. Le hemos invitado a venir para que nos hable sobre una organización clandestina descubierta en Constanza, cuyo propósito es el de pretender acabar con el régimen democrático que disfrutamos en este país.

Martín le miró fijamente, sin responder.

—¿Ah? ¿No entendió?

Martín siguió estático y en silencio.

—¿Usted es sordomudo, o qué vaina?

—No sé qué me habla.

—Claro, claro. Pero como que puede que haya escuchado algunos de estos nombres —dijo, enseñándole una lista. Martín la cogió y, después de ojearla, negó con la cabeza—. Pero hombre, no diga eso. Sabemos que conoce a Manuel San Hermenegildo. Es este de aquí, con su nombre en clave.

—Lo conozco.

—Usted envió sendas cartas a los periódicos La Nación y La Información para exigir su libertad.

—Ye un maestro retirado y un hombre bueno.

—No está retirado ni es hombre bueno. Si así fuera no se vincularía a tramas desestabilizadoras del orden establecido. Usted sabe que escuchaba las noticias de esos terroristas barbudos de Cuba con mensajes cifrados, y que los transmitía. Está en ello. Por eso escribió las cartas. Así que vuelvo a preguntarle qué datos le ha podido pasar de su cédula criminal.

Martín lo observó en silencio. Los dos policías se miraron. No lo podían creer.

—¿Qué carajo le pasa? ¡Conteste, coño!

—Verá, comandante —dijo Martín, la voz punteada de aburrimiento—. Tengo una parcela que cuidar. Llévenme de vuelta y dejen que trabaye en paz.

Los dos policías volvieron a mirarse, esta vez con gesto de gran sorpresa. Todos los que entraban en La Victoria se llenaban de pánico. Muchos se orinaban y hasta se cagaban encima. Acaso ese tipo no se daba cuenta de lo que era ese lugar y de cómo se manejaban las cosas allí. Muy arrogante era, ahí plantado presumiendo de ser insensible al acojono.

—Usted como que se cree muy bravo. Ha ido largando boca, asustando a las autoridades de Constanza. Y amenazó con asaltar al Benefactor y al jefe del SIM. Nada menos.

Martín no consideró necesario responderle.

Okéi. Dejemos de hablar mierda. Más nunca tendrá la comprensión que le estamos brindando. —Se volvió a los guardias—. Llévense a este carajo al capitán Del Villar y que proceda. Quítenlo de mi vista.

Salieron de nuevo al pasillo. Martín contempló de pasada a los hombres del patio, que deambulaban bajo un sol de fuego. Supo luego que eran presos con penas menores y estancia carcelaria indefinida. En un escritorio de la planta baja, calcado del principal pero constreñido de espacio, el citado oficial lo recibió. La corbata le aferraba el cuello como un dogal y el rostro era un volcán de sudor. Parecía estar en desacuerdo con todo lo que miraba. Examinó la orden como si fuera un mensaje radiado.

—Llévenlo dentro.

Cruzaron unos pasillos y desembocaron en una explanada interior mayor que la de acceso. Otra alambrada, con policías uniformados al lado de acá y las manos sosteniendo los garrotes. Detrás, una nube de hombres mayoritariamente jóvenes medio vestidos, muchos sin camisa y descalzos, con la misma catadura y el mismo afán en sus miradas y en sus silencios. Cientos. De ellos emanaba una mezcla casi sólida de fetidez, sudor y bestialidad. Martín entendió el mensaje. Se metió la bolsa entre la camisa y el pecho y esperó. Los guardias gritaron a los presos que se alejaran. Abrieron la cancela lentamente. Martín pasó al otro lado y se inmovilizó, apoyando la espalda contra la verja. Esperó la reacción de ese mundo desquiciado, un frente de ojos legañosos y enfebrecidos; los ojos del dolor, la desesperación y la impiedad. La línea se resquebrajó cuando varios se lanzaron sobre él. Martín se agarró a los barrotes y proyectó sus piernas en abanico, coceando con ímpetu. La masa retrocedió. De repente sintió dolor en los nudillos. Los guardias le golpeaban los dedos con las porras. Se soltó y cayó al suelo. En un momento la masa se abalanzó sobre él. Cuando se dispersaron le había desaparecido la ropa. Estaba sangrante, totalmente desnudo y descalzo. Había varios hombres tirados sin conocimiento, como sacos vacíos, como consecuencia de su resistencia. Miró alrededor mientras se reponía. Unos le miraban desde la indiferencia y otros, más jóvenes, con ojos lujuriosos. No era frecuente ver un ejemplar como él en esa escombrera. Los más, los inmersos en la descomposición, habían olvidado el incidente. Salvo para los alcahuetes y lascivos ya no constituía un objetivo.

Vio venir hacia él a dos hombres con señas de identidad en su aspecto.

—Es la ley de la selva —le explicaron, mientras se secaba la sangre con un trapo que le dieron—. Al que llega nuevo le quitan todo lo que trae. No son precisamente los que nada tienen sino las bandas organizadas, que manejan un mercado interior a base de robos e intimidaciones. A nosotros nos pasó lo que a ti. Nos quitaron solo el dinero porque se lo dimos sin oponer resistencia. La verdad es que desde entonces no se meten con nosotros, como si nos tuvieran cierto respeto. Ven. Te daremos alguna ropa.

Los observó. Estarían sobre la treintena. Presentaban recia constitución y brazos trabajados. Eran valencianos y procedían de la colonia de Baoba del Piñal. Llevaban allí una semana. Uno estaba casado y en la colonia había dejado a su mujer e hijos. Le facilitaron un pantalón y una camisa, que apenas podían cubrirle. No le consiguieron calzado debido a sus grandes pies, por lo que tendría que ir descalzo, como la mayoría de los reclusos. También le informaron de que debería agenciarse un colchón si no quería dormir en el suelo, como los «ranas», nombre que daban a los que no disponían de tan elemental objeto. En cualquier caso tendría que hacerse un espacio en los atiborrados pasillos ya que las celdas, como si fueran habitaciones de hotel, estaban ocupadas por las mafias que controlaban la prisión en connivencia con los carceleros.

—No hay humanidad en los guardias. Todos son corruptos. Viven de la desgracia de los presos, explotando sus míseros recursos. No son pocas las mujeres que se ven obligadas a dejarse joder por esos cabrones, o a hacerles mamadas. Cualquier cosa para que sus maridos obtengan un trato de favor y les permitan pasarles cigarrillos, dinero o drogas. Esto es una inmundicia moral.

En las celdas los reclusos con posibilidades se guisaban sus propias comidas y almacenaban su intendencia. No había comedores, o lo que es lo mismo, salas con mesas y bancos. El rancho, llamado «chao», se repartía al aire libre. Los recluidos formaban grandes colas para recibirlo. En este punto le informaron de que era un producto incomible y que no facilitaban escudillas ni cucharas, con lo que cada cual debía hacerse con esos materiales. Aceptó el consejo de comprarles la comida a los guardias, que es lo que ellos hacían por cuarenta centavos, una cantidad no pequeña pero bien empleada. Como carecía de dinero y medios para conseguirlo de inmediato, sus generosos compañeros le propusieron prestárselo cada día hasta que llegara don Salvador, el cura español, que les visitaba con frecuencia y que estaba haciendo gestiones para liberarlos.

—Lo que no podemos es darte para un colchón. Los dos dormimos en el mismo, en la «zona de descanso». Es un lujo aquí.

Martín no tuvo dificultad en hacerse un sitio nocturno entre la maraña de tatuados desheredados y se transformó en un «rana». No le importó dormir en el duro suelo.

Con el paso de los días se enteró de que esa prisión de aspecto malsano, sucia y destartalada solo tenía siete años y que en ella había unos cinco mil presos, la mayor parte preventivos y por delitos comunes, para unas previsiones de ochocientos cincuenta reclusos. Y que solo les correspondía ducharse una vez al mes. Así, además de la roña congénita, gran parte de los confinados padecía enfermedades infectocontagiosas y pústulas sin remedio, lo que se agravaba por el hecho de que para tanta gente solo hubiera un médico y una enfermera. Martín no se sorprendía nunca por nada. Pero recordó la excelente asistencia médica que recibían los españoles en el Hospital municipal de Constanza, donde curaban sus males con eficiencia y donde a tantos arreglaron sus dentaduras, todo gratuitamente. En eso los responsables de la colonia habían cumplido sobradamente con ellos.

También supo que en otra parte de la fortaleza había unas celdas oscuras, sin ventanas ni agujero donde hacer las evacuaciones. En esos recintos, llamados «La Solitaria», mantenían días y días desnudos y amontonados a los detenidos políticos, tantos que no podían tumbarse a dormir por falta de espacio y se turnaban para hacerlo. Era de esperar que a ellos no los llevaran a esas mazmorras.

Don Salvador les visitaba, como le habían dicho. Era un hombre joven, fuerte, animoso. Sobre él pendía una amenaza de expatriación. Pero eso no frenaba su propósito de sacarlos de allí. Saldó la deuda de Martín con los valencianos y le entregó una pequeña cantidad para las comidas, pero no le resolvió lo del colchón y el calzado.

Un día se vio rodeado por tres reclusos. Eran tipos mejor presentados que la mayoría, como si no pertenecieran a la fauna desdichada, pero con los mismos rostros desaconsejados.

—Te hemos observado y queremos protegerte. Tienes un sitio en nuestras habitaciones.

Martín observó sus caras rufianescas. Entendió de qué iba la cosa. Se volvió para alejarse. Uno de ellos le agarró de un brazo.

—Gringo de mierda. Como que eres sordo. ¿No entendiste? Tienes que venir con nosotros. Te hemos adoptado.

Martín lo envió al suelo de un puñetazo aletargador. Los otros sacaron pinchos e iniciaron movimientos para herir con rapidez. Parecían muy prácticos en esas situaciones. Martín atrapó a uno por la mano armada y le hundió el puño en el estómago. Cayó como si la vida le hubiera abandonado. El otro quedó boquiabierto. Martín atacó como un oso. Le cogió de un brazo, lo levantó en el aire y lo estrelló contra el piso. El altercado había durado segundos pero fue suficiente para que se formara un corro alrededor. Dos guardias se abrieron paso, gritando que despejaran. Miraron a los tres desvanecidos y a Martín. Entendieron la situación sin preguntar.

—Véngase a la oficina —dijo uno, amenazando con la porra.

El capitán Del Villar seguía coleccionando sudores. Le miró como si fuera un bicho raro.

—Le rompió la mandíbula a uno. Casi desnuca a otro. Y el tercero vomita sangre. ¿Sabe quiénes son esos carajos?

Martín se limitó a mirarle.

—¿No le interesa? Mafiosos. Una banda peligrosa. Usted no es uno de estos comemierdas. Está aquí acusado de colaboración en acciones subversivas. Hable y podrá salir de inmediato. De otra manera tendrá que estar sin dormir. No le dejarán. Le reventarán el culo.

—No tengo nada que ver. Soy un agricultor. Quiero volver a mi parcela.

Martín guardó sus espaldas. Por las noches hizo turnos con los valencianos. Los tres dormían, alternándose. Pero no se plantearon situaciones similares, como si los macarras hubieran escarmentado o esperaran a que el tiempo facilitara un descuido. El calor era una losa sofocante y Martín, a pesar de su energía, notaba que agredía su cuerpo acostumbrado al frío del altiplano. También el hacinamiento daba puntazos a su invulnerabilidad. Apenas había espacio para andar, tropezándose unos con otros entre miradas desconfiadas o enfebrecidas. En los cuatro patios, como si fueran campamentos al aire libre, unos preparaban comidas, otros lavaban ropas, cortaban el pelo, vendían diferentes objetos permitidos y, los más, caminaban como sonámbulos o permanecían tirados en el suelo como ajenos a la vida. La constante era la fetidez sumada de las frituras nauseabundas, el humo de hierbas fumadas y el hedor de las aguas negras. Y sobre todo el soniquete machacón de los mismos ritmos musicales. Martín cerraba los ojos y vislumbraba los grandes espacios abiertos de Constanza.

—Nos están dando cuerda para ablandarnos. Se supone que saldrán de su error. ¿Cómo coño vamos a estar ayudando a la insurgencia? —dijo uno de los valencianos.

—¿Tú crees que Trujillo sabe lo que nos pasa? —planteó el otro.

—Esto es obra del Servicio de Inteligencia Militar, que mantiene el terror, como en España la Brigada Social. Puede que no lo sepa o que le importe una mierda. Es una dictadura y aquí todo vale.

Martín les escuchaba sin entrar en sus conversaciones. No sabía cuánto duraría esa situación pero estaba dispuesto a aguantar, cualquiera que fuera el límite. Pensaba en su parcela. En ella estaba todo lo que amaba.

Días después fue llamado a declarar. En un cuartucho desnudo, solo una mesa y tres sillas, tres uniformados le miraron escrutadoramente. Vestían camisa de manga corta y llevaban corbatas. Uno de ellos portaba las insignias que lo identificaban como primer teniente: dos hojas de laurel plateado. Eran de estatura coartada y agradecidos de cintura. Los dos rasos llevaban vergajos en las manos. Al contrario que el capitán que le envió a los patios, estos parecían estar a gusto con el calor y con su trabajo.

—Venga acá, hombre —dijo el oficial—. Ya sabemos lo suyo con los mafiosos. Queremos acabar con esto. Tómese asiento y cuéntenos de esa organización donde están sus amigos comunistas. Lo dejaremos marchar y que vuelva tranquilo a su país.

—Mi país ye este. En Constanza tá mi familia y mi tierra.

—Anjá, qué bueno lo que dice. Sí señor. Este es un gran país donde las buenas personas pueden labrarse un futuro, y más un labrador como usted —dijo, mirando a sus hombres, que rieron la agudeza del oficial al construir la frase—. Así que nos lo habla y acabamos.

—Quiero que me regresen allá.

Ta’to’, compadre. Dejemos esta jodienda. Háblenos de esos traidores y puede volver a su huerta.

—Hablaré.

—Ahí é que prende, compadre —se congratuló el teniente mientras cruzaba una mirada triunfalista con sus hombres. Finalmente no había sido tan difícil con el pariguayo.

—No sé nada de esa vaina, como ustedes dicen —dijo Martín, sin descomponer el gesto—. Así que vuélvanme a Constanza.

Los captores se quedaron alelados. El teniente miró a Martín e interpretó en su gesto algo que lo hizo palidecer. El pendejo se estaba burlando. Se alzó en la silla.

—¡Te guayate, hijo e puta! ¡Métanle chucho! ¡Tírenle unos chuchazos a este pendejo de mierda!

Los dos agentes comenzaron a darle vergajazos en la cabeza y en el cuerpo con gran empeño. Martín se revolvió. De un puñetazo mandó a uno al suelo, desvanecido. Agarró el látigo del otro, lo atrajo y le recibió con un revés tan fuerte que lo hizo rebotar contra la pared, de donde se escurrió anestesiado. Martín tiró la mesa a un lado y agarró al oficial del cuello, levantándole del suelo. Miró sus ojos aterrados y su boca desencajada.

—Teniente, no hice nada para que me peguen. Solo quiero volver con mi familia.

En ese momento entraron otros dos guardias. Martín sintió sobre sí los latigazos. Soltó al oficial y se revolvió, moviendo los puños. Los hombres cayeron fulminados. El teniente pulsó un botón mientras buscaba el resuello perdido. Martín salió al pasillo oyendo repicar un timbre llamando a urgencia. Por los dos lados se le echaron encima otros carceleros. Eran demasiados pero los mantuvo a raya incluso tras serle aplicados los bastones eléctricos. Cuando finalmente se derrumbó parecía que por allí había pasado un vendaval.