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Madrid, diciembre de 2005

Sara atendió al teléfono.

—Es Francisco. Los dos hombres de ayer han entrado en el ascensor.

Miré la hora. Las nueve menos diez. Salimos de inmediato los cuatro, apagando los ordenadores y las luces. No habíamos dado la calefacción por lo que la oficina presentaba el ambiente frío de lo no habitado. Pasamos a la agencia de viajes y esperamos. A través de la cámara de vigilancia instalada en el descansillo de la planta vimos abrirse la puerta de uno de los elevadores. Los hombres llevaban gabardinas oscuras y amplias, seguramente para ocultar algo. Uno portaba un maletín. Miraron en derredor como para tomar posiciones. Eran expertos, sin duda. Se dirigieron a la agencia. Uno tocó el timbre mientras el otro se ocultaba a un lado, las manos escondidas en el interior de la prenda. Insistieron en la llamada. Momentos después uno sacó algo de un bolsillo y procedió con la cerradura. Abrieron la puerta y penetraron. Yo no estaba influido de nervios y me congratuló ver que mi gente tampoco experimentaba desasosiego. Pero los empleados de la agencia no podían disimular la expectación que les producía no el hecho de que estuviéramos los cuatro en el despacho del director, sino la atención que poníamos en la pantalla de control.

Sentí cierta decepción. Mis cálculos no se habían cumplido. Esperaba que los jefes de los sicarios hubieran establecido una tregua valorativa después de mis actuaciones. Pero ahí estaba la constancia de que seguían erre que erre. Procuraría desestabilizarles al máximo para que esa insistencia les resultara cara.

El tiempo pasó. Llegó la hora del almuerzo.

—Salid sin mirar la puerta de los detectives —previno Guillermo a su personal—. Con normalidad.

Los asesinos estaban esperando dentro de la oficina con la paciencia obligada de su profesión. Suponíamos que conservaban la esperanza de que llegáramos en un momento dado, confiando en lo que el día anterior les había indicado Francisco. Allí, agazapados en la oscuridad de cada despacho, como arañas en la red tendida. Tendrían las pistolas amartilladas, esperando el ruido de personas entrando en la oficina. Cuando alguno de nosotros abriera la puerta de uno de los despachos, el ocupante dispararía y luego ambos lo harían contra todos, matándonos. Nadie se enteraría porque es seguro que llevaban silenciadores. Luego indagarían en los cajones y en los ordenadores. Se llevarían lo que consideraran y saldrían con toda tranquilidad, sin preocuparse por las cámaras y por la descripción que de ellos pudiera hacer Francisco porque sin duda que iban disfrazados.

Dos horas después los empleados regresaron y se reintegraron en sus funciones. Y más tarde llegó la hora veinte. Los empleados salieron y se apagaron las luces de la oficina. Los vimos esperar los ascensores y juntarse con otras personas de otras oficinas. Entraron y todo quedó en silencio y oscuro. En el descansillo solo brillaban las pálidas luces de situación.

Dieron las veintiuna sin que nada cambiara. Una hora más tarde escuchamos el ruido de la puerta de la agencia al abrirse. De inmediato se encendieron las luces del descansillo, accionadas por los detectores de sensibilidad. Los cazadores debieron de considerar que nadie llegaría a la oficina a esas horas. Habían aguantado desde la mañana sin comer, y posiblemente sin beber, para no emitir sonidos, ignorando que otros cazadores con más paciencia les acechaban. Los vimos dirigirse en silencio a los ascensores y pulsar el botón. Uno aferraba el maletín y el otro llevaba las manos desobligadas de uso. Y ese fue el momento elegido.

Aunque se suponía que eran hombres avisados de sentidos, no pudieron reaccionar dentro de sus parámetros del tiempo. Antonio abrió la puerta de golpe y Jacinto y yo nos precipitamos sobre ellos y les caímos encima. Unos momentos después estaban inhabilitados de afanes, aunque no nos cebamos con ellos. Les arrastramos hasta la oficina tras despojarles de sus pistolas, cosa que hicimos con pañuelos para no adulterar las huellas dactilares. Sus bigotes, gafas y cabellos eran falsos y habían adobado sus cuerpos con rellenos para simular gordura. Más tarde, sentados en el suelo contra la pared y con las manos atadas a la espalda, recobraron la conciencia plena. Nos miraron con el fatalismo y el desafío de quien sabe cómo acontecen las cosas en su profesión.

Les registré y miré sus documentos. Eran españoles y llevaban tarjetas de visita de la joyería de Málaga, la misma que la de los de Figueras y los de Gijón. Saqué fotocopias de ambos carnés, con lo que ya tenía una colección de cuatro. Reintegré a sus bolsillos todos los objetos. El maletín era un muestrario de relojes y joyas.

Walther trescientos ochenta —dije, después de observar las armas—. Parece que vuestra organización debió de comprarlas en lote. Y no habéis acertado con los disfraces. Se os cala enseguida.

—No es un problema —dijo uno—. Los que nos ven una vez no vuelven a ver a nadie.

—Menos él —dijo Jacinto, señalándome.

—Tuvo suerte. Pero se le acabará. Está en una lista y alguien no fallará.

—¿Qué os hacen los jefes a los mastuerzos que se ponen en ridículo, como ahora vosotros? —volvió a hablar Jacinto.

—No pasa nada. Nuestros abogados lo arreglan siempre. Lo intentaremos de nuevo —dijo el más joven.

—No tío, no; iréis al trullo.

—Saldremos en veinticuatro horas. Nos habéis agredido cuando íbamos a ofreceros nuestros productos, los del muestrario. Una visita comercial.

—Pero tío mierda, qué dices. Si forzasteis la puerta y habéis estado todo el día dentro esperando para matarnos. A los cuatro.

—No tenéis pruebas.

—Venga, cabrón, sobran las pruebas. ¿Por qué coño no nos dices por qué queréis matarnos?

—El objetivo era él —dijo el otro, señalándome con la barbilla—. Lo vuestro serían daños marginales.

—Ah, cojonudo. Suena bien eso de daños marginales. ¿Y por qué tenéis ese empeño con él?

—Ni puta idea. Es un objetivo. No nos importa lo que haya hecho. No fallaremos la próxima vez.

—No habrá próxima vez para vosotros —dijo Antonio, enseñándole la grabadora. Los esbirros despatarraron los ojos y se miraron, las orejas blandidas.

—Eso no vale como prueba —dijo el joven.

—Vale lo que vale. Es una confesión. Y el juez la oirá.

—Estoy pensando que debería abrirles la cabeza a estos cabrones —añadió Jacinto—. Estoy muy cabreado.

—Tú no harás eso —desafió el esbirro.

—¡Claro que sí! Sería defensa propia, mamón —afirmó, soltándole tal guantazo que lo desplazó a un lado—. ¡Ibas a matarme! ¡Daños marginales…! ¡Tu puta madre!

—O puede romperte los brazos o las piernas —apuntó Antonio, como de pasada—. Serían daños por autodefensa.

El sicario guardó silencio mientras un burujo de sangre le salía de la boca. Sin duda que sopesaba lo que podría haber de verdad en la amenaza. El aspecto de Jacinto le convenció de que era mejor estar callado.

—De cualquier forma, tú lo tienes difícil —habló el otro como para recordarme que nada puede parar las olas o para demostrarle al compañero que no hay que perder el valor—. Es un trabajo a realizar.

Jacinto se acercó a él y le desparrancó de un puñetazo.

—Tu ración, hijoputa.

Cogí el teléfono y llamé al inspector Ramírez.