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Constanza, primavera de 1958

Jamás de la ciencia mi corazón se privaba.

Pocos misterios quedaron que por saber no acabara.

Setenta y dos años he pensado noche y día

para enterarme de que no me he enterado de nada.

OMAR JAYYAM DE NEYSHABUR

Estaban en la parcela y se alejaron de Polín sin intención previa. Caminaron hasta la barrera de árboles, ella una mota al lado del nervudo hombre de cabellos gualdos. El sol jugaba al escondite saltando de una nube a otra y repartiendo melodías de luz dorada, que permitían temperaturas atenuadas. Cerca de un arroyo cristalino había un árbol tumbado, incrustado en el verde. Martín miró a Bea y ella entendió la propuesta. Se sentaron y cada uno disimuló mirando a una parte de las distantes colinas donde se embelesaban de belleza y armonía. Ella cogió una de las flores silvestres que pespuntaban el verdor y pareció poner su atención en acariciarla. Aunque no era su tiempo de amoríos, los invisibles ruiseñores lanzaban el virtuosismo de su infatigable canto. Martín tenía los codos apoyados en las rodillas y las manos enlazadas, una postura heredada de su abuelo. Envió a Bea una mirada directa y se aprisionó en la imagen de su negro cabello acunado por el tibio céfiro. Luego volvió a contemplar los picachos. Se miró dentro y sintió que ya no le atosigaban las imágenes de aquel asombro por el que tantas veces se sintió inseguro desde su pubertad. Poco a poco se le habían ido diluyendo hasta desaparecer. Ahora le hostigaban placenteramente las miradas de esta chica morena y menuda que se le mostraba con las murallas rendidas.

—No sé si te gustará casarte conmigo —dijo, como haciendo un esfuerzo.

Ella dejó de acariciar la flor y sacó un pañuelo. La sinfonía de trinos y el murmullo del riachuelo parecieron desvanecerse.

—Sí… Me gustará…

Él dejó que el sol capturara otra nube blanca.

—Entonces nos casaremos.

Permanecieron en su posición, sin hablar, dejando que el torbellino les alcanzara poco a poco.

Polín terminó de escribir la carta a la madre, y se sintió satisfecho. No solo porque ya lo hacía con gran soltura y argumentación sino porque las noticias que transmitía eran buenas en verdad o, cuando menos, prometedoras. Le escribía con alguna regularidad aunque ella no pudiera acariciar los sones mudos de las palabras por no saber leer. Pero el padre Santiago se las leería y pondría su condescendencia para sustituir las pocas expresiones incorrectas. Quizá por seguimiento de los impulsos de Martín, él no recibió buenas señales del mundo de los curas. Pero el padre Santiago era distinto, al menos lo fue para él. Desde pequeño descubrió su inclinación, tan insultante en tierra de contrastada bravura y de establecidos comportamientos. Acaso en los seminarios enseñaban a distinguir todas las ansiedades. Sea como fuere, el padre Santiago consiguió que nadie hiciera noticia de su naturaleza y por eso tenía siempre una frase de reconocimiento para él en cada misiva.

Recordó cuando salió de España sin saber escribir. Sus primeras cartas se las hizo uno de los burgaleses compañeros de la casa de la colonia. Al conocer a don Manuel todo cambió. El maestro, a quien pidió las escribiera, se negó y le obligó a que él mismo lo hiciera. Después de unos inicios torpes logró conectar las palabras con fluidez y luego añadir nuevo vocabulario y relacionarlo todo con sus pensamientos. Añadió a ello una cuidada caligrafía y una aceptable ortografía, lo que evidenciaba la gran atracción que la literatura y el conocimiento ejercían sobre él. Se había leído muchos de los libros que el maestro apelotonaba en los estantes, algunos con su ayuda. Eran volúmenes muy sobados y con subrayados a lápiz, señales inequívocas de que el enseñante los había explorado. Trataban de Filosofía, Historia, Arte y biografías. En narrativa observó que casi todos los autores eran españoles e hispanoamericanos, muestra palpable de su amor a las raíces intelectuales del país perdido.

Al principio, las noticias que transmitía al lejano hogar no decían verdad. Escribía que todo iba bien y abundaba en describir el mundo tan extraño al que habían arribado. Pero desde tiempo atrás era fidedigno en sus mensajes porque informaba de novedades afortunadas, como la boda de Martín, el hecho más importante de cuanto les aconteciera desde su llegada.

Sí. Su hermano había casado en mayo de ese año con Bea, cuya descripción sintetizó de la siguiente manera: «Ni en Asturias ni en el ancho mundo puede existir mujer con tantos méritos para ser buena esposa». Como no podía ser de otra manera, la boda fue sencilla y ni ella llevaba vestido blanco ni él traje de maniquí. Nadie estaba en disposición de hacer regalos pero Sagrario le hizo uno a Bea, que la llenó de alegría: un cachorrillo de pastor alemán al que bautizó como Viento. Para los casados no fue solo un momento para gozarlo en el presente y revivirlo en el recuerdo sino el descubrir que habían nacido a un mundo nuevo. Porque ninguno había ejercitado el noviazgo con anterioridad. Ambos llegaron vírgenes al matrimonio. La ceremonia fue en la iglesia grande del pueblo y tuvo como testigos de ocasión al alcalde, al síndico y al director de la colonia, junto a la de algunos colonos. Ya había habido más bodas, tanto entre colonos como entre dominicanas y españoles, y todas se desarrollaron dentro de la misma sencillez. Los amigos propiciaron un baile en la Vellonera de la colonia y no se escatimó una provisión cautelar de cerveza, licores y cigarros, para lo que previamente hubo de consensuarse la derogación circunstancial de la férrea disciplina del ahorro. La familia de Bea siempre hacía expresión de su galleguismo, no solo en el andar pausado sino en su habla melosa donde vibraban añoranzas de las viejas aldeas. El terruño celta siempre presente. Ese día no pudieron contener la alegría llorosa y el recuerdo magnificado de la tierra pobre.

No explicaba en sus cartas que no había motivos de fondo para el contento general. Porque en la colonia las cosas no habían mejorado. Las casas mal hechas no fueron reparadas, tarea que hubieron de hacer los colonos por sí mismos. Seguían sin agua corriente aunque sí tenían luz eléctrica. Muchos inmigrados continuaban sin tierra, cobrando el subsidio y ayudándose con trabajos auxiliares de la huerta tales como recoger cosechas de otros afortunados, hacerles canales y repartir agua. La larga travesía por la nada hizo que muchos perdieran la paciencia. Era difícil mantener las reglas de convivencia en una comunidad tan cerrada, donde los días llegaban con el agobio de lo rutinario.

Se produjeron broncas y peleas, con heridos. Algunos del mismo pueblo invocaban viejos agravios que el ocio extraía de sus recuerdos. Otros se lanzaban acusaciones sin consistencia, intentando argumentar lo que solo era producto de la misma excepcional situación. La Patrulla de Vigilancia tenía órdenes estrictas y a los alborotadores los aprehendían y los mandaban a la capital, donde seguramente los pasaportaban para España. También hubo varios robos de dinero. Algunos colonos sucumbieron a la tentación de quitarles a otros el producto de sus cosechas. Fueron despachados a la capital y tampoco volvieron a saber de ellos.

—Son delitos perpetrados no contra la ciudadanía dominicana sino en nuestra colonia, entre los inmigrados. Seguramente pasarán a jurisdicción española, vía Embajada —aclaró el encargado de la colonia—. Los enjuiciarán en España cuando los vuelvan allá.

En el cementerio local ya hubo sitio para españoles. Algunos colonos murieron por accidente y dos fueron asesinados cuando regresaban de noche de las parcelas, para robarles. La policía investigó y hallaron a los culpables. En una comunidad tan pequeña no era difícil la indagación. Les dijeron que fueron colgados en el mismo Cuartel del Ejército.

Como ocurriera en invierno del 55, durante el año anterior muchos volvieron a escribir solicitando el retorno a España. Meses después recibieron contestación a sus peticiones. Dos de ellos eran los gallegos reincidentes que convivían en la casa. Polín les acompañó a Secretaría como testigo, integrándose a un numeroso grupo de reclamantes.

—No les podemos garantizar un regreso a su país en fechas próximas. Pero sí pueden salir de la colonia y marchar a Ciudad Trujillo a buscar otros trabajos. Les daremos transporte. Allí hay mucho que hacer. El Generalísimo Trujillo está transformando el país. Pero tendrán que rescindir el contrato. Perderán el derecho a la subvención y a la ayuda sanitaria.

Algunos aceptaron. Para ellos, lo que perdían era una ruindad insufrible a cambio de poder rehacer sus vidas. Otros, como los gallegos inquilinos, prefirieron sopesar sus conveniencias. A pesar de la decepción y la impaciencia por estar mano sobre mano, muchos se resistían a volver por propia iniciativa. La situación no era límite ni insostenible porque tenían el subsidio y estaban atendidos en sus necesidades sanitarias y otras. Eran jóvenes y podían llegar buenos tiempos finalmente. Aun rabiando, era mejor esperar que volver. Porque, ¿adónde regresar? ¿Al lugar miserable de donde salieron, a la España atrasada y sin horizontes? ¿Llegar con el fracaso en el alma, como si arrastraran una enfermedad incurable, y que todos vieran sus miradas vacías?

Polín comprendía las angustias de esos hombres, transformadas en fortaleza autoimpuesta. Recordó que cuando las inundaciones de hacía dos años él también vio el futuro vedado. Entonces pensó vivamente en José Luis Charcán y en sus consejos. Quizás era mejor dejarlo y hacer otra cosa. Había mirado a su hermano en silencio y él le entendió.

—¿Volver al pueblo? —dijo Martín, fijando en él su poderosa mirada y haciendo que su convicción naufragara.

—No… Podemos ir a la capital a buscar otra cosa, como han hecho otros. Somos trabajadores. Nos saldrá algo. No tendremos que estar a expensas del cielo…

—Hay que confiar en uno mismo, no cambiar a las primeras. Llegarán mejores días. Tenemos buen terreno.

¡Cambiar a las primeras, con tanto tiempo como llevaban aguantando! Comprendió más tarde que tanto José Luis como Martín tenían razón, cada uno a su modo. Pero su hermano, además, tenía percepción de cosas que luego él comprendía al transmitírselas sensorialmente.

Cuando las lluvias se calmaron y la tierra pudo ser manejada procedieron a abrirla para sacar el fruto frustrado, ahora restos podridos. Contaron con la ayuda de dos mulas, que les regaló el director. Según dijo, el Excelentísimo Trujillo pedía ayuda con frecuencia a la gente de dinero para dotar de medios a los españoles. Los animales estaban amansados. Al parecer se había interrumpido el latrocinio de los primeros días. Dejaron los surcos abiertos, oreándose y, mientras, habilitaron la otra mitad de la parcela para en su momento proceder con todo. Pidieron un nuevo crédito al Banco Agrícola, situado cerca de donde Trujillo se había hecho construir una mansión. Les fue concedido, lo que extrañó a los de su entorno porque no habían cancelado el primero y porque a otros colonos se los negaron. Las lluvias no tuvieron una presencia agresiva en ese tiempo, lo que les permitió trabajar con aprovechamiento. Construyeron canales de drenaje y, tras faenar con la intensidad característica, la parcela pudo dar los frutos deseados: una buena cosecha de papas y de repollo, mitad y mitad, que vendieron al Gobierno según las cláusulas. Pagaron los dos créditos y pidieron un tercero. Y ahora estaban en la esperanza de la cuarta cosecha. Ya nunca volverían a tener los tiempos vacíos. Y si volvían los diluvios no les pillarían en blanco porque supieron guardar parte de las ganancias.

Desde la expedición de enero del 56 llegada en el buque Auriga ninguna más entró en el país, acaso porque los que volvieron informarían negativamente de la experiencia, como era lógico esperar, y las autoridades españolas pusieron fin a las emigraciones organizadas. El Generalísimo Trujillo, sin embargo, no cedió en sus deseos de incrementar la población no negra del país. En una diversificación del proyecto étnico a finales de ese año llegaron a Constanza cuarenta familias japonesas, que se instalaron en el sudeste, fuera de la población.

Polín tampoco contó en las cartas que en marzo del 57 hubo nuevo movimiento de gentes en la localidad. Doscientos españoles, que se unieron a otros de las diversas colonias de la isla, marcharon para España. Según supieron luego, el total de regresados del país en esa tacada fueron unos mil cuatrocientos. Al parecer, la Embajada española de Ciudad Trujillo tomó conciencia de las quejas de los cientos que, perdidos en la capital, se lamentaban de su mísera situación. Decidió su repatriación y de todos aquellos que lo desearan, asumiendo el costo del viaje. Fueron más de 2.000 los españoles regresados en menos de dos años, la mitad más o menos. El balance neutral evidenciaba que el gran proyecto de colonización española había sido un notable fracaso no solo para esos campesinos decepcionados sino para el sueño y las esperanzas de Trujillo.

Pero una vez más, el Padre de la Patria Nueva reiteró su decidido empeño de llevar blancos al país. En la primavera de ese mismo año anterior inmigraron unos seiscientos húngaros, huidos de las masacres rusas en Budapest durante el conato de independencia respecto al control soviético. Fueron alojados más al sureste, en una nueva colonia construida al pie de las montañas. Era una buena noticia porque suponía una ampliación a otras culturas. La realidad mostró después que los balcánicos, que habían renegado de la esclavitud en su país, no deseaban caer en otra. Casi todos desaparecieron, expulsados la mayoría por indebido comportamiento, según decían. Las casas se ocuparon por familias de la colonia española, con lo que ya ninguna tuvo vivienda compartida.

Fue muy satisfactorio para Polín que su hermano casara con Bea, porque no solo era una mujer guapa y sencilla sino fuerte, a pesar de su frágil apariencia. En sus ojos relampagueaban brillos de amor rendido cuando hablaba de Martín. Y su rostro siempre aparecía adornado de leve sonrisa, como si estuviera obligada de perennidad, aunque a veces, como su mirada, se veía matizada por una sombra extraña. No sabían nada de su pasado, ni cómo eran sus padres. Solo que, al igual que sus hermanas y cuñado, procedía de La Coruña. Ella nunca escribía cartas a la familia, como si esa misión estuviera solo a cargo de Sagrario por ser quien mejor lo hacía de las tres hermanas. Era el mismo caso de Martín. Tampoco él escribía a la madre, cosa que dejaba al hacer de Polín. Para Martín la vida anterior de Bea no le distrajo lo más mínimo de su forma de encarar la vida. Los dieciocho años de ella le garantizaban un camino largo y lleno de bondades a su lado y eso era lo único cierto e importante para él. Ahora que eran cuñados, el lazo de afectos entre Bea y Polín se intensificó y les hermanó en muchos sueños. Polín recordó uno de esos momentos. Fue en casa de don Manuel, una noche.

—Mira lo que dice Sócrates —había dicho él, tras manejar un libro del pensador—. «Si encuentras a una buena mujer, cásate con ella y serás feliz. Si no, serás un filósofo». —La miró—. Martín ha tenido suerte.

Bea y don Manuel le observaron, sabiendo ella que él nunca se casaría.

—Tampoco es malo ser filósofo —dijo Bea.

—Hay que saber mucho para serlo —respondió Polín.

—Sócrates dijo que lo único que supo con certeza es que no sabía nada. —Los jóvenes se miraron, la sorpresa iluminando sus ojos—. Significa que cuanto más sabemos más clara es nuestra convicción de que no sabemos casi nada. Pero es una verdad a medias. Porque aunque nunca se termina de aprender, lo aprendido es válido e importante, por poco que sea. Miraos a vosotros mismos. No tenéis la ignorancia ni la inseguridad que traíais. Sois otras personas. Nada que ver.

Bea contempló los volúmenes, que tanto le daban.

—Cuando volvamos a España con el dinero suficiente, quizá Martín me deje poner una librería.

—Te ayudaré —se adhirió Polín—. Pero no creo que sea en España. Martín se quedará en esta tierra. Y yo también.

—Yo estaré donde él diga —dijo Bea—. Entonces, pondremos aquí la librería.

Polín recuperó la inmediatez tras el largo lapso de reflexión sobre lo acaecido en los últimos meses. Martín había sostenido la confianza en sí mismo y ahora él comprobaba que le asistió la razón en su apuesta por la espera. Su inquebrantable determinación quizá conjurara a los cielos para obtener el sometimiento de las nubes a sus anhelos. Ahora, cuando miraba a su hermano otear el verdor, sabía que ya no pensaba en la lejana tierra astur sino en esta de Constanza, su única tierra para siempre.