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Madrid, diciembre de 2005

—Es una putada tener que dejar este lugar —dijo Guillermo, el propietario de la agencia de viajes, vecino en la planta catorce del rascacielos.

—¿Por qué lo vas a dejar?

Me miró, un punto extrañado.

—¿No has recibido una carta de Metrovacesa? —Anotó mi negativa—. La recibirás, como los demás.

—¿Qué dicen esas cartas?

—Que no renuevan los contratos de alquiler. En mi caso, dentro de seis meses tendré que darme el piro. Después de tantos años…

—Me queda más tiempo. De todas formas, no entiendo que no renueven. Quedan pocas oficinas y negocios alquilados. La mayoría están desocupados. Hay demasiados felpudos almacenando polvo. Los ascensores van casi vacíos. Les debería interesar conservar a los inquilinos que quedamos.

Estábamos en su despacho, de pie frente a la terraza, mirando el singular paisaje. Porque únicamente desde ese lugar puede admirarse esa parte de la ciudad.

—Solo por poder ver todos los días esta maravilla daría lo que fuera —dijo con voz lamentada, como si se le hubiera muerto el perro—. Hablé con ellos. No me importa que me suban las condiciones. Pero nanay. Imposible el diálogo. ¿Sabes qué creo? Hace unos meses pusieron en venta esta Torre y el Edificio España. Ese lo vendieron enseguida porque está totalmente vacío, incluso el hotel. Detrás de esos papeles marrones pegados a los cristales, solo hay silencio y polvo. Ese edificio, construido cuatro años antes que este, fue el que inició la modernización del perfil de la ciudad. A ver si cuando lo pongan en marcha trae los aires perdidos. Este sigue sin venderse. Pensarán que no habrá compradores mientras haya oficinas ocupadas. Y por eso nos echan.

—También están las viviendas y apartamentos.

—Bueno. Supongo que también les cancelarán los contratos —argumentó, como de pasada, su cabeza fijada por remembranzas—. No viviste lo que era esta Torre en sus mejores años. Una ciudad en sí misma, como una calle vertical. Todo tipo de tiendas, galerías de arte, academia de modelos, compañías aéreas, artistas famosos del pincel y el celuloide… ¿Llegaste a conocer la cafetería en la planta baja, el restaurante en la terraza, los de las casas regionales…? —No se paró en buscar mi contestación. Seguía enfrascado en rescatar lo mejor de sus recuerdos—. Llenos a todas horas, como las salas de fiesta, el cine, todo… Era el mayor emporio de negocios de la ciudad, el corazón turístico, empresarial y financiero de Madrid. Miles de personas cruzaban el vestíbulo cada día. Los seis ascensores para oficinas y los montacargas iban tan atestados como el metro de Tokio. Todos tan elegantes y dinámicos, tanto hombres como mujeres. Aquí no veías pantalones vaqueros ni gente descamisada. Mujeres y hombres bien trajeados; pantorrillas, tacones largos… Como esas oficinas del centro de Manhattan cuyas gentes no cambian de atuendos aunque las modas dicten otros disfraces.

Me dio apuro interrumpir sus visiones de un pasado indisoluble. Siempre me soltaba el mismo discurso, esta vez justificado por la carta de la compañía propietaria del edificio. Tenía setenta años y seguía aferrado a programar rutas turísticas por todos los rincones posibles, dando ejemplo a la media docena de jóvenes empleados de ambos sexos que se afanaban al otro lado de la cristalera del despacho. Pero, según me dijo tiempo atrás, la verdadera razón de no jubilarse era por conservar esa mirada, al alcance de unos pocos. La vista es privilegiada, desde luego. Muy abajo, el rectángulo de la plaza de España y el tramo final de la Gran Vía. A la derecha, más allá de la Real Compañía Asturiana de Minas, el conjunto formado por el Palacio Real y la catedral de La Almudena. Y, tras el pulmón del Campo del Moro, la masa compacta de los Carabancheles cubriendo un horizonte que no tantos años antes fue verde.

—Sí —musitó, sin dejar de mirar al vacío—. La Torre de Madrid fue el centro del mundo durante unos años. Se rodaron películas, hasta hubo suicidios por amor, los tipos lanzándose desde arriba… Pero al ser la culminación arquitectónica de la Gran Vía, no pudo desligarse de su destino cuando a la gran avenida se le fueron los años luminosos. Al desaparecer los catorce famosos cines y las grandes tiendas, este edificio también murió. Desde aquí no puede verse, pero en lo alto del Edificio España hay una piscina. Tengo amigos en los apartamentos de arriba y siempre que subo miro la fosa vacía y desconchada y las tumbonas desvencijadas. Era una gozada ver a esas mujeres de almanaque en bikini, dorándose como panecillos… Te diré algo que no sé si sabes. —Añadió la pausa necesaria para incentivar mi interés—. Ocurrió en esos años de ensueño. Unas alemanas o suecas, no sé bien porque eran unas rubias de aúpa, se bañaban desnudas. En puros cueros se tumbaban a tomar el sol, las tetas y el coño al aire. Me cago en diez, tío. Nadie podía verlas salvo los otros bañistas y los de los pisos altos de esta Torre. Así que estuvieron en esa guisa varios días hasta que el queo se extendió y las ventanas se llenaron de mirones con prismáticos. La dirección del hotel, supongo que a instancias de la policía, impidió que siguieran practicando el naturalismo perturbador. ¿Qué te parece?

—Que es una pena no haber podido verlo en esos años. Si ahora fuera, a pocos llamaría la atención.

—Es cierto. Ahora estamos de vuelta de todo… —Siguió empeñado en la remembranza viendo las imágenes danzar en su cerebro—. Será difícil que este entorno recobre aquel resplandor. Todo se lo llevó Azca. La ciudad se va hacia el norte.

A menudo he intentado comprender a las personas que se aferran a un paisaje que ni siquiera en los pueblos es eterno. Siempre hay mudas en los lugares. Las modernas fachadas de la plaza de España que se ven desde la Torre no son las que existían hace años. En la esquina de la calle Leganitos hubo una vieja casa de viviendas. Era una de las más visitadas de la ciudad. No tenía ningún atractivo. Pero en su amplio patio había unos urinarios gratuitos. Cientos de personas, gentes cuyas actividades obligaban a caminar muchas horas por las calles, pasaban a diario y resolvían sus urgencias. El derribo del edificio para sustituirlo por el existente supuso un trauma para esos caminantes urgenciados. Tuvieron que buscarse la vida. Sin embargo mi vecino se negaba a aceptar los cambios. En su mente se conservaban las imágenes pretéritas sublimadas. No estoy capacitado para atormentarme por los imperios desvanecidos. No por ahora. Para mí los sitios son variables, como la vida. Uno debe ir aceptando los cambios a no ser que se haga anacoreta. Aunque tengo la sospecha de que esas querencias de lo pasado surgen con la edad.

—Bien… —carraspeé, intentando quitarle la pena por ese mundo disuelto. Movió la cabeza y pareció recordar que yo estaba allí para algo más concreto que para compartir flashes. Se apartó de la cristalera y me señaló una silla al otro lado de su mesa en la que, a un lado, persistía una máquina de escribir Olivetti. En ella tecleaba sus mensajes, a despecho de los ordenadores que modernizaban las mesas de los empleados.

—Tu hombre puede venir hoy mismo, si quiere. Mi oficina está a tu disposición, no necesito decírtelo.

—Es una ayuda impagable. Te agradezco…

—¿Agradecer? Soy el deudor, que me apartes de la monotonía. Es un gozo participar en la pesca. Espero que esta vez tengamos más éxito que aquella de hace dos años, cuando casi matan a tu antiguo ayudante aquellos cabrones[2].

Le fascina tenerme como vecino. Un detective privado. Confesaba presumir de ello durante sus charlas de familia y amigos. Me acompañó hasta la puerta, con su aspecto de director de periódico neoyorquino de los años cincuenta.

En la oficina Sara hablaba con Antonio sobre uno de los casos. Se volvieron a mirarme.

—Todo listo por esa parte. Ahora, a esperar acontecimientos.

El asunto era sencillo pero con riesgo no cuantificado. Sabíamos lo que yo tenía que afrontar y que ellos, si seguían adelante, podían rozar el límite. Pero no quisieron abandonar el barco. El plan lo diseñé una vez que hube hablado con el inspector Ramírez a mi vuelta del norte. Bajo un punto de vista policial él tenía razón. Mis experiencias con esa gente no eran pruebas consistentes. Incluso lo confesado por Élido carecía de interés competencial para la policía en caso de que me decidiera a participárselo, lo que no era mi intención. Debía aportar hechos delictivos probados. Y eso es lo que intentaba conseguir con mis propios medios.

El portero de mi vivienda estaba apercibido para que me advirtiera de gente desconocida. En esos días dejé descansar el 320 en el garaje y utilicé el metro, sin ceder la vigilancia al salir y llegar. Para cubrir la oficina, había advertido a los conserjes de la Torre, quienes eran muy cuidadosos con los visitantes dado que eran fácilmente controlables por las pocas oficinas existentes. Por si se producía lo inevitable recabé el concurso del siempre dispuesto Jacinto, el bombero y profesor de marciales de Ishimi. Junto a otros entusiastas, intervino dos años antes en el caso de las prostitutas asesinadas, aquel de Tonia, la estudiante secuestrada[3].

La experiencia garantizaba que no era asunto de larga espera. Esa gente estaba acuciada y no albergaba dudas de que actuarían con rapidez. Y es lo que hicieron. A la tarde siguiente llamó Francisco, uno de los conserjes de la Torre.

—Han venido dos tipos preguntando por la agencia, después de mirar en el Directorio y no ver el nombre. Les dije en qué piso están y que solo vienen de lunes a jueves. Lo que usted me indicó.

—¿Qué aspecto tenían?

—Buena pinta. Altos, gruesos. Con bigotes y gafas de leer mucho.

Estábamos a martes. Lo normal era pensar que regresarían al día siguiente. Fue acertado retirar la placa del panel de empresas del vestíbulo. Tuvieron que hacerse ver por el conserje y dejarnos advertidos. Y ahora estábamos preparados para recibirles.