Constanza, febrero de 1957
Enróscate en mis labios y deja que te beba,
para sentirte mío por un breve momento,
y esconderte del mundo, y en ti mismo esconderte,
y oír voces de asombro, en la boca del viento.
JULIA DE BURGOS
—Es la diferencia de educación —dijo don Manuel—. Nacer en un lugar o en otro establece el futuro de las personas. Sagrario no pudo quitarse la losa impuesta por la religión en España. Debió acomodarse.
—Quiere decir, abrirse de piernas —señaló Polín.
—Sí, sin duda; no esperar al matrimonio.
—No es su culpa. Es toda una vida de prevenciones. No es fácil saltárselas. Ninguna mujer de la colonia ha cambiado sus hábitos. Bea es un ejemplo —dijo, mirándola.
—Lo sé. Pero las mujeres de acá no tienen esas barreras, absurdas para ellas. Todo el mundo lo sabe. Toño no pudo vencer la tentación, esa mezcla de amor y deseo que embriaga en estas tierras y lo hace irresistible. Bueno, es lo que yo creo. No veo otra razón. ¿Qué opinas? —dijo, volviéndose a Bea, que se tomó un tiempo para contestar, con los ojos evadidos.
—Sí… Creo que eso es lo que pasó —aceptó, con voz apenas audible, como si no quisiera entrar en el tema.
Los españoles ya habían sido avisados y el tiempo y las hinchazones genitales hicieron el resto. Varios de ellos decidieron casarse con dominicanas, superando prejuicios. Lo que no esperaba la familia de Bea, o quizá sí por cómo se fueron desarrollando las cosas, es que Toño dejara plantada a Sagrario, su novia de años. Todos habían ido notando que poco a poco él establecía distancias de comportamiento hacia ella. Y un día desapareció, físicamente. En realidad las noticias posteriores estaban teñidas de confusión. Toño se había unido sentimentalmente a una de las secretarias de la delegación de la Secretaría de Agricultura en Constanza, precisamente quien intercedió para que a José le dieran la parcela. Ahora comprendieron que esa ayuda no era desinteresada sino que tenía como objetivo atrapar al atractivo español. Era una moza morocha de cuerpo imantado de sensualidad y boca fundente, llena de exotismo embriagador. Nada que ver con las mujeres de los bohíos. Dijeron que ambos se habían trasladado a Ciudad Trujillo, donde ella tenía solicitado el traslado a la central del Ministerio y donde él también trabajaría. Habían marcado la fecha de boda para un mes después. El secretario dijo a José que lo llevaban preparando desde hacía tiempo pero que él no era quién para inmiscuirse ni advertir a la familia.
—Puede que sean felices o no —apostilló don Manuel—. Pero eso no importa. Saciarán sus ansias de ahora. Si les sale mal se cambiarán y a otra cosa. La vida es breve y el tiempo perdido nunca se recupera. Eso de unirse para toda la vida no suele funcionar aquí.
Sagrario no quedó lo afectada que cabía suponer. Todos alabaron su entereza y dieron por cierto que no encontraría otro español para sustituir a Toño, aunque en la vida nada era seguro y menos en ese desgajamiento de las formas y de las costumbres. Se adentró en el trabajo. Perdió los kilos que antes debió haber abandonado e intensificó la dedicación a su hermana menor como protegiéndola de albedríos.
—Apenas le traté —dijo el maestro—, pero nunca le vi como labrador.
—Es que no lo era —aseveró Bea con voz recuperada—. En La Coruña se dedicaba a la pesca.
—Bien, profesor —dijo Polín—. Toño ha recibido no solo lo prometido por Trujillo sino algo más. Aparte de los ciento cincuenta dólares y una casa, ahora en la capital, tiene un buen empleo.
—Debo darte la razón. Los otros que decidieron casarse con mujeres de acá también recibieron buena parte de lo prometido.
Se encontraban en casa del maestro, Bea y Polín recibiendo sus clases y trabajando con los libros. Era función habitual en ellos desde que un año atrás las inundaciones arrasaran los predios. Durante la larga espera, ella aceptó ir con él a las clases de don Manuel. Tenía un afán nuclear por saber y se esforzó en salir de la incultura que, como antes ocurrió con Polín, la incapacitaba para exponer sus inquietudes. Poseedora de un espíritu incalmable y de una desbordante actividad, sacaba margen a los días para ejercitar sus impulsos natos que, además de incitarla a la búsqueda del conocimiento, se manifestaban en su predisposición hacia la limpieza y el orden. No tardó en alcanzar el nivel de Polín, para estímulo de ambos. Desde el primer momento tuvieron gran empatía uno por el otro, que fue afirmándose con el tiempo. Y más cuando Bea supo de su naturaleza. Pasaban juntos las horas rescatadas y eso les llenó de complicidad.
La suma de ese doble desbordamiento para la organización y lo cultural, no solo supuso un incentivo para Polín. También una inyección de juventud y energía para el escéptico maestro que, previo consentimiento, pudo ver los felices resultados de la invasión de su santuario. Ahora los viejos estantes mostraban líneas desacostumbradas, con las obras sin polvo colocadas por materias y dispuestas alfabéticamente. Atrapando ratos, Bea simultaneó con Polín y don Manuel la redacción de listas a máquina bajo la juvenil ilusión de la impaciencia equilibrada. Cuando acabaran, sería fácil encontrar una obra en el otrora revoltijo y no depender de la memoria zozobrante del maestro.
—Es curioso que hay españoles que casaron con dominicanas pero ninguna española lo ha hecho con dominicano —observó Polín.
—Tiene que ver con la condición machista del hombre dominicano, que no es solamente atributo del inculto e indigente sino que es una condición que anida en todas las clases sociales. El dominicano pasa de una mujer a otra, les da hijos y si puede mantenerlas lo hace y si no que se las arreglen. La mujer de acá no tiene esa mentalidad. Sigue estando un eslabón por debajo, aun en la alta sociedad. Y es una buena madre. Las españolas no ven ejemplos que les permitan sentirse seguras con hombres de acá.
Polín y Bea se miraron. Él percibió una sombra en los ojos de ella, como un niño cuando se le rompe el juguete. No el temor de que Martín se inclinara por una nativa sino que estableciera un nudo de prioridades por delante de ella. Le sonrió, animándola, tratando de ahuyentar sus intranquilidades.
Bea se levantó y fue a la ventana. La casa estaba en una parte alta, con la fachada encarando el oeste. Allá delante se abrían los valles y montes brindando armonías con celajes irisados. Se sentó y dejó que su ansiedad se disolviera en la calma de lo perenne. Martín, el hombre impenetrable, ocupaba la mayor parte de sus sensaciones. Intuía que algo de ella se le había filtrado. Lo veía en su mirada franca, negada para el disimulo. Pero su boca no hablaba y el tiempo se destruía. Sujetó en sus ojos el empuje húmedo de su pena. Nadie podía interceder en el zarandear de las circunstancias.
Polín la observó. Sabía que pensaba en su hermano. A veces atisbaba sus escritos y apreciaba que eran versos para el amado de impasible apariencia. Era consciente de la tempestad que abrumaba a la muchacha pero también de la que rugía dentro de Martín. Solo había que esperar el momento propicio para la llegada de lo inevitable.
Volvió al análisis que el maestro hizo sobre el hombre y la mujer dominicanos. Tuvo que convenir para sí que tenía mucho de realidad. El convivir en esa tierra, sus dotes de observación y la educación que ampliaba cada día le hicieron ver cosas en las que nunca había reparado. Cierto era que en España el hombre era el amo del hogar y que con frecuencia empleaba la brutalidad, aunque no llegaba a los extremos de abandono y promiscuidad de los dominicanos. Pero por otro lado fue asumiendo que el ser negro o mestizo no significaba tener peor condición que el blanco. No era cuestión de razas sino de personas. Y entendió por qué algunos españoles se casaban con dominicanas. No lo hacían solo por el premio o por neutralizar las exigencias sexuales sino porque en general eran bondadosas y trabajadoras. Cuando al año de formarse la colonia las autoridades decidieron poner una escuela en la misma para evitar a los pequeños el largo trayecto hasta el pueblo, la sorpresa fue que nombraran como maestra a una mujer oriunda de Constanza. Pasado un tiempo comprendieron el acierto de esa decisión. Ella no solamente les daba el necesario sentimiento maternal, imposible en un hombre por su misma esencia, sino también un método pedagógico que alternaba el conocimiento cultural con la adecuación al nivel interpretativo de los niños.
Él había ido en ocasiones a recoger a los hijos de Emilia y José. Su ánimo quedó conmovido al ver la dulzura que empleaba esa maestra. Ello le hizo tomar como cierto que si fuera de otra condición no le importaría tener a una dominicana por compañera, habida cuenta de que, como Martín, nunca abandonaría esa tierra.