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Constanza, enero-febrero de 1956

Y me voy sin haber recibido mi legado,

sin haber habitado mi casa,

sin haber cultivado mi huerto,

sin haber sentido el beso de la siembra y de la luz.

LEÓN FELIPE CAMINO

En la noche de Reyes, al volver de la parcela, los dos hermanos encontraron a los cuatro compañeros conversando alrededor de la mesa junto a otros cinco colonos. Daban voces y el humo del tabaco difuminaba la gravedad de los rostros. Varias botellas de cerveza vacías y el muñón de unas velas indicaban que el diálogo llevaba tiempo gastándose.

—¿No dormís? —preguntó Polín, sorprendido, mientras Martín aceptaba la escena sin muestras de emoción.

—¿Dormir? Se nos está quitando el sueño —dijo uno de los burgaleses.

—Esto es una mierda —aclaró otro—. Estamos sin tierra, como la mayoría, engolfándonos con el juego y el no dar golpe. Perdiendo el tiempo. Vosotros tenéis suerte.

—Quizá debimos plantarle cara al Trujillo como hiciste tú —señaló uno mirando a Martín.

—Todos los días llegan furgonetas con alimentos… —dijo Polín, intentando un punto de equilibrio consolador.

—Mierda. No para todos. Solo para mujeres y niños. Y no vine aquí para que me alimenten sino para tener un trabajo rentable que allá no tenía. Y ganar lo suficiente con él.

—Lo dejé todo por venir —se lamentó otro—. No es que allí estuviera bien. La puta miseria. Por eso vine. Pero esto es inaguantable. «Ahorita», «ahorita», dice siempre ese cabrón de director.

—Tened cuidado con las protestas. Dicen que todo está lleno de espías —apercibió Polín.

—¿Y qué cojones van a chotarse esos caliés? Estamos hasta los huevos del Trujillo. Eso no es conspirar sino decir la verdad.

—A lo mejor él no está al tanto.

—¿Cómo no va a estarlo, joder? Tiene el país en un puño. ¿No ves los letreros? Incluso en los bohíos más miserables está el sambenito de «Esta casa es de Trujillo». Él está en todos los putos sitios. Como Dios.

—Vamos a organizar una comisión para ir a la capital a verle. Hemos recogido firmas. Queremos las vuestras.

—Pero ya presentasteis demanda ante el secretario de Estado de Agricultura y Minas.

—A través del «ahoritas». Hace dos meses, recibimos promesas de que esas peticiones serían escuchadas. En esa fecha habíamos agotado nuestro tiempo de prueba. Ahora es nuestra paciencia la que se acabó. Queremos volver a España, ya.

Polín y Martín firmaron. Fueron invitados a quedarse a charlar, cosa que solo hizo Polín aunque hubiera querido descansar. Martín se retiró a su cama y durmió, lo que no hicieron los otros. De las protestas pasaron a los recuerdos, a las anécdotas y a los chistes.

Cuando llegó la amanecida, Martín se levantó. Polín y los del verbo amargo estaban derribados en el suelo y tenían el gesto feliz de quienes disfrutaron de una noche de alcohol y promesas. Fue a resolver con su cuerpo. Luego regresó por Polín. Lo llevó en hombros hasta el pilón y le echó dentro.

—Aséate —dijo, cuando lo vio alzarse del agua, hipando—. Preparo el desayuno. Hemos de ir a la huerta.

Polín miró las espaldas de ese hombre inconmovible y una vez más agradeció al destino que se lo hubiera dado como hermano.

La comisión no pasó el filtro del director de la colonia, por lo que su viaje a Ciudad Trujillo se frustró. Según contaron luego, los burgaleses y otros de otras casas se quedaron a gusto después de obsequiar en Secretaría a los funcionarios y a todo el Gobierno en general con una muestra de los más rotundos juramentos del diccionario oral español.

El 11 de enero hubo Fiesta Nacional obligada de descanso y misa, fecha nueva para los emigrados. Era el Día del Benefactor de la Patria Nueva. Los españoles la compararon con el 18 de Julio de España, solo que allá había paga extraordinaria y en Dominicana no. La iglesia estaba llena de gente con hojas de palma, luciendo sus mejores trapos. Muchos iban descalzos y sus simplonas sonrisas no daban a entender si eran impuestas como la obligación a acudir o consecuencia de una sentida devoción.

En otra de las noches acuciadas, al llegar de la parcela vieron un catarey, denominación que se daba a los camiones usados para la carga de cañas de azúcar. Estaba plantado a la entrada de la casa y en la caja estaban varios de los que formaron la frustrada comisión para ver a Trujillo. En ese momento una pareja de policías uniformados sacaba a los dos burgaleses con sus maletas. Uno de ellos miró a Martín.

—Nos llevan a la capital. Dicen que somos comunistas y que nos mandan de vuelta para España.

—Pero si no lo sois… —dijo Polín, con candidez.

—¡Qué cojones vamos a ser! Somos una mierda. Eso es lo que somos. Nuestro delito es quejarnos, parece que con más fuerza de la permitida.

—Bueno, eso ye lo que queréis, ¿no? Regresar a España —concilió Polín.

—No es lo mismo. Ya sabéis cómo las gastan allí con los comunistas. No estamos felices.

Cuando arrancó el camión, Polín miró a los gallegos.

—¿Qué pasa con vosotros? Sois de la comisión.

—No abrimos la boca en Secretaría. Ellos llevaron la voz cantante.

A finales de enero de ese año 56 hubo una conmoción en la colonia. Llegaría un nuevo grupo de españoles. Más tontos para compartir el desencanto y la miseria. A la sazón la población inmigrante estaba sobre las seiscientas personas, que se alojaban en cien casas. Pero no tuvieron tiempo de llenarse de reniegos porque otra noticia clarificó el horizonte: las solicitudes para regresar a España habían sido resueltas y los afectados podían partir en el mismo buque que traía a los nuevos emigrantes. Hubo bullanga y gran trajín. Polín pensó en los burgaleses aprehendidos semanas atrás. ¿Qué sería de ellos? Si hubieran tenido algo más de paciencia ahora estarían en la celebración y su arribada a España hubiera sido otra.

Al llegar las guaguas, en la plaza ya estaban preparados con sus maletas y bultos los cien colonos que regresaban. Entre ellos no figuraban los dos gallegos de la casa.

—¿No queríais marchar? —se extrañó Polín.

—Vamos a darnos más tiempo antes de tirar la toalla. Somos jóvenes. Esto puede cambiar. Si no, no hubieran seguido enviando gente.

Las cuarenta personas que descendieron de los vehículos, casi todas integrando familias, creyeron que toda esa multitud era un comité de bienvenida. Más tarde dijeron que, cuando los vieron abalanzarse sobre los autobuses, nunca habían tenido tan profundas sensaciones de decepción y preocupación.

La despedida estuvo salpicada de tristezas y emociones. Habían compartido vivencias durante unos meses y el intercambio dejó huellas de amistad, lo que no formalizaba una auténtica fiesta para nadie. Cuando el polvo envolvió a los autobuses muchos de los que quedaban sintieron que algo marchaba con ellos. Luego confesaron que de haberlo pensado se hubieran ido en aquel momento.

Seis semanas después de la siembra, las plantas se erguían a la altura esperada. Polín y Martín se dieron a la tarea de realizar un minucioso aporcado hasta dejar los caballones bien recubiertos de tierra. Fue una faena en la que estuvieron solos, sin nadie que les ayudara. Luego procedieron a efectuar el riego por inundación calculada a través de la acequia construida por ellos desde el cercano río. El agua circuló lentamente por los surcos cubriéndolos hasta la altura adecuada, dejando los caballones como islas lineales. Se sentaron a descansar y echaron un cigarrillo mientras contemplaban el resultado de su trabajo. A partir de ahora solo tendrían que vigilar el agua para evitar el encharcamiento. Y esperar a que las flores empezaran a perder el verdor, señal de que debían iniciar la recolección. Habían trabajado sin apenas descanso durante cuatro meses y allí estaba el fruto, la garantía de su futuro. La textura de las flores indicaba que conseguirían una magnífica cosecha, la primera totalmente suya en ese mundo nuevo y distante. Y luego seguirían otras. Estuvieron mirando los brillos del sol en las alargadas lenguas de agua que aislaban los caballones hasta que unas insignificantes nubes se insinuaron en lontananza.

Al regresar empezó a llover, suave al principio y luego con intensidad. Y siguió lloviendo al día siguiente. Y al otro. Y al otro. Muchos días cayendo agua como si hubiera devenido un nuevo diluvio divino. Cuando escampó fueron a la parcela. Era una laguna; los caballones sumergidos, las flores desaparecidas, el germinar extinguido. Los gigantescos árboles cercanos lucían al sol, lavados y henchidos de verdor. A Polín le pareció que se burlaban y que rezaban por los compañeros que durante siglos estuvieron en la tierra que ellos habían usurpado creyendo que era suya.