Constanza, meses finales de 1955
Estrella, estrella,
que contemplas cien mundos a la vez,
¿dónde está, di, la postrimer doncella?
RENATO LEDUC
Había que limpiar a fondo, rastrillar y nivelar la superficie. Las herramientas disponibles eran dos pequeñas azadas, un hacha, una pala y los machetes. Se pusieron a la obra. Arrancaron las grandes y pesadas raíces una por una, y las fueron quemando en el mismo sitio del desenterramiento. Con las ramas y plantas hicieron montones, que también condenaron a la hoguera. Escarbaron el terreno nunca ocupado por los árboles y sacaron piedras de muchos tamaños, tantas que con ellas construyeron un muro en un extremo. Taparon los profundos hoyos, arrastrando la tierra. Días y días sin parar desde los primeros temblores de luz hasta que llegaban las sombras. Sin gasto de palabras ni de quejas, sabiendo la mucha tarea a realizar. Caían en la cama tras saludar apenas a los compañeros, que les miraban con una mezcla de envidia y sorpresa. Ellos no habían sido favorecidos y seguían esperando su tierra, pero cuando la tuvieran quizá no se darían esas palizas.
A veces, cuando hacían pausas en las fatigosas jornadas para comer algo, Polín miraba a su hermano. Su fortaleza le estimulaba, pero durante esos silencios notaba su oculto sufrimiento dentro de sí, como si tuvieran conexión de siameses. Desde muy niños tenían esa unión misteriosa que trascendía el hecho de haber compartido el mismo vientre materno. Era algo fuera de lo corriente, como si poseyeran un órgano interno emisor de señales que actuaba en las ocasiones en que la normalidad se alteraba en uno de ellos. Martín parecía de hierro. Pero desde que llegaron a América, cuando apuntaba su perfil hacia el este, Polín sabía que pensaba en el hogar lejano donde ninguna esperanza parecía fructificar.
El terreno ya estaba limpio y allanado. Ahora debían prepararlo. Se construyeron un arado con un tronco de guayaba, árbol frutal y frondoso de buena madera que crecía en las proximidades. Y pidieron que les facilitaran un animal. Les entregaron un mulo coceador, casi salvaje. Al parecer, desde la capital habían mandado mulos domados y, como pasara con los muebles, durante el camino alguien los cambió. Era una muestra de la gran necesidad que había en el país pues, según decían, Trujillo había hecho ahorcar al mal constructor de las casas de la colonia y también a los que se beneficiaron con el mobiliario.
—Si eso es cierto, parece que algunos no escarmientan en cabeza ajena —señaló Polín a don Manuel.
—La necesidad obliga —aseveró el maestro—. Además, evidencia la corrupción instalada en esta República.
—Deberían seguir el ejemplo de Trujillo.
—Precisamente es lo que hacen. Él es el primer y gran corrupto del país. Pero a él no le pueden ahorcar, como hace con esos pobres miserables.
Polín sabía que no estaban allí para enjuiciar al Régimen ni para combatirlo. Su única intención era la de hacer dinero suficiente y volver a la aldea lejana para acabar con la miseria congénita de la familia. Pero el acceso a los canales del pensamiento razonado le impelía a desarrollar sus propias valoraciones. Oía que Trujillo era tan despiadado como Franco. Sin embargo, con ellos había sido razonablemente cumplidor, si no generoso. En buena lid los incumplimientos de los acuerdos no podían achacárselos a él sino a los encargados de su realización, que actuaron según el sistema corrupto imperante. Y si él creó ese sistema, había pruebas indicativas de que trataba de enmendarlo.
—No es cierto. ¿Qué pruebas? Acabar con la corrupción existente es tarea imposible. Aquí y en Lima. Cuando cosas así se convierten en forma de vida, no hay poder humano capaz de cambiarlas.
Polín encontró contradicciones entre lo que escuchaba. Al régimen de terror y corrupción que don Manuel afirmaba, otros, tan solventes como él, señalaban cosas discordantes. Al parecer, las mujeres tenían reconocidos sus derechos civiles desde quince años atrás, algo que en España no existía. Y, entre otras mejoras, Trujillo había dictado órdenes para que todos los ciudadanos dejaran de ir descalzos y que todas las casas, tanto de ciudades como pueblos, se pintaran por fuera, corriendo el Gobierno con el costo de las familias más pobres.
—Es lo que pregonan los voceros del sistema —señaló el maestro—. Pero no dicen que Trujillo es el dueño de las fábricas de calzado y pinturas, con lo que esas órdenes le proporcionan enormes beneficios. Aparte de ello, ¿ves a los campesinos calzados, a las mujeres decidir, las casas de los pobres pintadas?… No. Convéncete, muchacho. No dejes que tu inocencia te perturbe. Este régimen es peor que el de Franco. Nuestro dictador llegó después de una guerra civil. Trujillo no salió de ninguna guerra entre dominicanos.
Cuando lo comentó con su hermano, este le echó una mirada larga. Sus ojos estaban limpios de compromisos vanos. Resumió su parecer en una escueta frase.
—Apártate de líos.
A pesar de la fuerza física de Martín y su arte para hacerse obedecer por las bestias, demostrado en la lejana aldea, tuvo que darse por vencido con el fiero animal. Porque además del peligro que representaba, el hecho cierto es que el labrado no arrancaba. Así que desecharon el mulo y, como en tiempos pretéritos, removieron la tierra ellos mismos, asignándose Martín el tirar del arado y Polín su conducción a remolque. Ello les supuso el destrozo del calzado, por lo que se construyeron unas sandalias con gomas de ruedas de camión, algo que todos los de la colonia terminaron haciendo.
En esas faenas estaban cuando llegó el 12 de octubre, Día de la Raza. Hubo orden de que nadie trabajara y que todos comparecieran en la iglesia para la misa, mandato que fue incumplido por los dos hermanos. Pero al cabo aparecieron los de la Patrulla de Vigilancia por la parcela. No tenían libertad para hacer lo que quisieran pues se debían a unas directrices. Tuvieron que dejar de faenar. El premio derivado de la imposición fue que Martín y la jovencísima gallega de ojos color turquesa volvieron a verse, para consuelo de la muchacha. Ya habían tenido contactos previos casuales. Así él supo que se llamaba Bea del Valle y que tenía diecisiete años. La familia estaba formada por su hermana Emilia, de veintitrés años, casada con un gallego llamado José y madre de dos niños nacidos del matrimonio. Y su otra hermana soltera, de nombre Sagrario, que llegó con un novio atractivo a quien llamaban Toño. Excepto este último, que vivía en casa aparte con otros solteros, los cuatro estaban juntos. Al ser tantos, no compartían vivienda con nadie. Sagrario, cuando no paseaba con el novio, acompañaba siempre a Bea, mostrándose inseparable de ella. Tenía veinte años y, al igual que Emilia, era poco favorecida de rostro y tenía disposición a llenar de kilos su pequeña estatura, diferencia sorprendente en hermanas porque Bea reunía rostro agraciado y figura esbelta.
A la salida del templo, Toño se acercó a los dos hermanos arrastrando a Sagrario y el resto de la familia. En el saludo, todos pudieron apreciar la atracción irreprimible que Bea sentía hacia Martín. Fue esa la razón que impulsó a Toño, lo que le señaló como hombre avisado. Dieron luego un paseo y se permitieron tomar unos refrescos en una pulpería. Era la primera vez que iban al pueblo en día festivo y ver a tanta gente acicalada les retrotrajo a otros tiempos. Polín se percató de que Sagrario no daba muestras de gran enamoramiento por Toño, o acaso las costumbres patrias actuaban de freno. También que el espigado mozo mostraba cierta displicencia hacia su novia, quizá debido a la falta de intimidad que había en la colonia. En cualquier caso nada que ver con el retraimiento de su hermano hacia Bea, cuyo origen estaba en el lejano hogar.
Al día siguiente continuaron con el labrado, Martín en el arreo propio sin interrupción. Luego procedieron a fertilizar la tierra con la gallinaza guardada, algo novedoso en el país, y finalmente la cubrieron. Había llegado el momento de la espera hasta que el terreno fuera enriqueciéndose con ese aporte.
A mediados de noviembre llegó una nueva expedición desde la capital, que no fue recibida como las anteriores a pesar de ser la más numerosa. Unos trescientos ilusionados. Como la precedente, habían sido transportados en mejores condiciones que ellos, en esta ocasión en el buque Ascania, de la misma flota mercante que el Auriga. Ya no era novedad ver tanto emigrante, además de que muchos de los instalados no dejaban de reclamar al no haber cambiado nada en la colonia. Seguían sin tierra, viviendo de las subvenciones y generando rencores. Por eso el sentimiento general fue de sorpresa. ¿Por qué llegaban más colonos si la mayor parte de los existentes estaban desatendidos? ¿Y por qué tantos? ¿Es que la Embajada española no transmitía lo que estaba ocurriendo con la mayoría y por eso seguían llegando más crédulos con las cabezas ilusionadas, igual que ellos otrora? Empezó entonces a germinar en algunos la idea de que el asunto era un fiasco y que había llegado el momento de pensar en volver a España. Para ellos estaba claro que cuanta más gente llegara menos posibilidades de trabajo habría. Consideraron que su tiempo de prueba había terminado y decidieron cursar reclamación decidida para volver a España. La demanda fue presentada al secretario de Estado de Agricultura y Minas a través del director de la colonia. Recibieron promesa de que sus peticiones serían escuchadas pero con advertencia de que no se tolerarían manifestaciones de disgusto excesivas. La policía vigilaría los comportamientos.
A primeros de diciembre, Polín y Martín volvieron a remover el suelo y lo dejaron listo para la siembra. Habían logrado que tuviera la esponjosidad necesaria gracias en parte a su humedad natural. Fueron afortunados con el terreno porque estaba en ligera pendiente, lo que permitiría un drenaje adecuado. Tiraron cordeles para trazar los surcos y con las azaditas abrieron las hendiduras sabiendo la profundidad y distancia que debían tener para ese cultivo. Los surcos quedaron como si hubieran sido hechos a máquina. Ahora solo tenían que esperar a que les dieran las simientes para el sembrado.
La semilla ideal para los porotos era el propio tubérculo. Daban por hecho que la tierra era fértil por lo que deberían colocar cada pieza a unos treinta centímetros en surcos separados a un metro, lo que grosso modo suponían unas cincuenta mil patatas que, a razón de una media de treinta gramos por unidad, significaba unos mil quinientos kilos de producto. Sabían que cada patata sembrada producía un kilo de ellas. Sería una operación con gran beneficio, toda vez que el Gobierno se quedaba con la producción a precio de mercado. Pero ¿de dónde sacar esa tonelada y media?
—Ponga dos toneladas, señor —dijo Polín cuando se personaron en la Secretaría del Organismo—. Por las que tengan que eliminarse.
El director dijo que no había simientes y menos tantas como las solicitadas. Tendrían que esperar, como los demás.
—Tenemos cincuenta tareas de tierra limpia, la mitad preparada para la siembra —dijo Polín—. No puede esperar.
El funcionario les sugirió que hicieran rondas por las haciendas abandonadas y recogieran los desperdicios. Polín vio a su hermano entrecerrar los ojos. Significaba estar cerca de abandonar la templanza. Se anticipó a su respuesta.
—De los desperdicios no saldría buena cosecha. Necesitamos papas sanas. Nos han traído para mejorar el campo, no para seguir la rutina de aquí.
—Lo siento, español. Es lo que hay.
—Hacemos una cosa —intervino Martín, imponiendo una pausa expectante—. Denos un crédito. Dígalo a los de la Oficina de Asentamiento.
—¿Un crédito? ¿Cómo es que piensan pagarlo?
—Con los beneficios de la cosecha —dijo, expresando la autoridad de quien confía en sus propias posibilidades.
Unos días más tarde un camión descargaba las patatas, que formaron una montaña en el borde de la parcela. Eran tantas que el examen y clasificación de las mismas se le antojó inmanejable a Polín. Les llevaría tanto tiempo que la mayor parte se pudriría. Por fortuna, los cuatro compañeros de casa se ofrecieron a ayudar a cambio de un estipendio. Aceptaron en repartirse la subvención que recibía Polín, quince centavos por cabeza cada día trabajado. No era mucho, pero sumaba a su propia subvención. Y dado que seguían sin recibir terrenos les serviría para tener ocupadas la cabeza y las manos. Los dos hermanos vivirían con el subsidio de Martín. Sorpresivamente Bea pidió sumarse a la tarea, trabajando gratuitamente, lo que evidenciaba algo más que un propósito de ayuda. Polín mostró su contento, notando que la impavidez de Martín se fisuraba ante el deslumbramiento que la joven le causaba. A José le habían asignado otra parcela, al parecer gracias a la labia de Toño desarrollada en la Secretaría de Agricultura. Y ahí estaban Emilia, Sagrario y el propio Toño para aportar su ayuda.
Con la paciencia heredada de siglos, Martín y Polín, junto a los cinco ayudantes, fueron examinando uno por uno los tubérculos. Bea se mantuvo junto a Martín durante la tarea, lo que expresaba la inevitabilidad de sus impulsos. En unos días finalizaron la labor, consistente en eliminar los no sanos y cortar las partes podridas a los demás. La cantidad inicial se redujo casi a la mitad. De inmediato procedieron al plantado, que les llevó menos de una semana, haciendo viajes a la montonera para llenar los cubos de simientes y agachándose sobre los surcos para colocarlas correctamente. Bea trabajaba con la misma intensidad que los hombres, lo que no extrañaba a ninguno de los seis, nacidos en tierras donde las mujeres participaban atávicamente en las faenas del campo. Lo sorprendente para ellos era que la grácil figura de Bea pudiera desarrollar esa ardua tarea con tan notoria predisposición y complacencia. Cuando hacían un alto para beber o descansar, todos estaban impregnados de gravedad salvo ella, que dejaba bailar una sonrisa diáfana y alentadora en su boca fértil. Fue en esos momentos que Polín capturó el convencimiento de que los muros de silencio que conformaban el carácter de su hermano serían derrumbados antes o después.
Luego llegó el tiempo de envolver las semillas con la tierra para formar los caballones y los nuevos surcos donde iría el riego. Ya hechos los montículos solo había que esperar unas semanas a que salieran las plantas. Sin necesidad ya del concurso de sus compañeros ni de Bea, ellos dos siguieron yendo a diario a la parcela para vigilar y retocar. En esas ocasiones Polín veía a su hermano mirar a su alrededor. No tuvo dudas de que, consciente o no, buscaba la sonrisa estimulante que animó la brega anterior.
Hubo un hecho de gran significación política y patriótica poco antes de la Nochebuena: la inauguración de la Feria de la Paz, en la que durante ocho meses cientos de personas trabajaron sin interrupción haciendo largas jornadas día y noche. El acontecimiento fue emitido por la radio y por la televisión y algunos en el pueblo pudieron ver cómo el presidente cortaba la cinta simbólica en presencia del Perínclito, del nuncio de Su Santidad, de los más altos funcionarios civiles y militares, y de los representantes diplomáticos de muchos países. El honorífico título de Reina del Festival de la Paz recayó en Angelita Trujillo, hija preferida del Jefe. Polín y su hermano fueron a la plaza del Ayuntamiento intentando ver el invento de la televisión. Solo pudieron oír los himnos y los discursos por los altavoces, ya que una gran multitud impedía su contemplación. Pero el dato de que pudiera contemplarse en una pequeña pantalla algo que estaba ocurriendo a muchos kilómetros causó en Polín una gran impresión. El país dominicano, según pudo ver por sí mismo y según testimonios de gente informada como don Manuel, tenía una carga excesiva de miseria y una urgente necesidad de servicios esenciales. Sin embargo disponía de televisión, algo que en España no existía. Eso denotaba modernidad, como los apabullantes coches oficiales. En muchos aspectos estaba más adelantado que su lejana patria. Significaba que había dinero en el país, aunque no fuera rico según José Luis. La prueba de ello era ese despliegue económico en la construcción de la Feria y en tantas obras públicas. Y si lo había, él y Martín tendrían oportunidades.
Unos valencianos de espíritu emprendedor habían pedido autorización para construir una pista de baile dentro de la colonia, a un lado. Obtenido el permiso, cubrieron el espacio con palos y lonas. Así, en Nochebuena y Nochevieja muchos emigrados pudieron contrarrestar el peso enorme de la añoranza pateando la tierra después de las cenas con los merengues y los pasodobles que salían de un pick-up, allí llamado Vellonera. Lo había llevado alguien de la alcaldía. Funcionaba echándole monedas, con lo que la aportación al esparcimiento hispano estaba ausente de generosidad.
Esas noches Polín y Martín cenaron en casa de don Manuel, que les enseñó los grandes titulares que llevaban los periódicos sobre la actualidad de la Feria Mundial. El maestro disponía de un aparato de radio del que salían constantemente noticias de ese evento que situaba a la República Dominicana en el centro de atención del mundo. La noche del 24 estuvieron de charla hasta muy entrada la madrugada y luego los hermanos marcharon a su casa sin aparecer por la fiesta, que no parecía tener ganas de declinar. Los otros cuatro compañeros estaban en ella. La música esparcida desde la distancia les arrulló hasta atrapar un breve sueño antes de su inexcusable cita temprana con la parcela. Pero una semana después, en las primeras horas del año tierno, Polín se paró al llegar a la colonia tras la cena en casa del maestro. La música parecía llamarles. Porque no era una fecha más, sino el primer Fin de Año que pasaban lejos del hogar ancestral.
—Quiero ver la fiesta —dijo.
Como respuesta Martín echó a andar hacia el jolgorio. La pista estaba llena de gente y no solo española, el aire vibrando de melodías que hablaban de amor. Bailaban, conversaban y reían, las amarguras aventadas por la esperanza que siempre traen las doce últimas campanadas. Emilia y José danzaban, y también Toño, aunque no con Sagrario, que parecía muy animada hablando con otras mujeres. Polín inició unos pinitos desenfadados con quien se prestara. Martín se apostó en una silla, en un lateral, como si fuera ajeno a la verbena. Al poco Bea se le acercó, sentándose a su lado. Con amabilidad fue rechazando las propuestas de baile que le hacían otros jóvenes.
—¿Te gusta la música? —preguntó, tiempo después, temblada.
—Sí. Me gusta.
—¿No te gustaría bailar…? —ofreció.
—No sé hacerlo. Nunca he bailao.
—¿Te gustaría probar?
—No. Soy torpe. Es mejor oír la música.
Y así estuvieron hasta que la heladera nocturna puso fin a la fiesta. Pero un sentimiento llevaba sembrándose en silencio en el ánimo de Martín. Y ella volvió a notarlo.
En la madrugada del día 2, Polín se desperezó. Su hermano parecía dormir. Los cuatro compañeros prolongaban el día de los Manolos en la fiesta iniciada dos noches antes. Al igual que la mayoría, no estaban obligados de trabajos. Pero ellos dos tenían que rendir tarea unas horas después. Se abrigó bien y anduvo hasta la parcela. El frío húmedo se acentuó en la soledad. Contempló el inmenso y oscuro tapiz celeste, parpadeante de misterios fugaces. No tenía un amor a mano y sintió que los recuerdos le escarbaban dolorosamente. Le vino a la memoria el dedo de la estatua de Colón señalando un lugar que quizá no existía. Todo parecía indicar que él y Martín lo habían encontrado, ahora que las cosas parecían marchar. Los logros no eran positivos, sí las esperanzas. Pocos españoles estaban satisfechos pero no tenían desánimo respecto al futuro. Y menos en esas fechas de cambio mental. Aun así sintió que le faltaba algo. El recuerdo de José Luis le sofocó. Hubiera querido acompañarle, compartir sus aventuras y su destino, porque ningún otro extraería de él tanto amor. Pero su hermano merecía su obediencia y respeto porque hizo de su vida un servicio para la familia, situándose el último de la fila entre los receptores de sus propios logros.
Su hermano. No era un misterio para nadie que Bea solo saciaba la mirada cuando sus ojos atrapaban su figura. Pocas muchachas tan dispuestas al amor como ella, por quien muchos bebían vientos. A él le maravillaba que esa bella moza suspirara por Martín, no porque él no fuera merecedor de grandes sentimientos sino porque era asaz extraño enamorarse de un hombre que practicaba la mudez sin ser mudo, lo que le impidió tener novia en el Concejo. Nadie comprendía que Martín mantuviera retraimiento hacia una joven que llenaría de gozo a cualquiera. Solo él sabía de la contienda que se desarrollaba en el interior de su hermano entre la imagen de la moza lejana de risa dorada, a la que pensó rendir su existencia sin ella imaginarlo, y la realidad sin puertas de esta sencilla muchacha y las promesas que sus ojos garantizaban.
Se sentó en un tronco y se dejó seducir por la fantasmagórica luz de la luna, creyendo ver en las lejanas montañas las de su tierra. Este año que empezaba no parecía como los otros. Era como si él y su hermano hubieran nacido de repente, sin pasado previo. Recordó que tuvo una sensación similar cuando embarcó en el puerto de La Coruña, meses atrás.
Navegaba por ese rememorar cuando percibió una sombra. Martín. Había recibido su latido y allí estaba, en su auxilio, amparándole. Ambos sentados y en silencio dejaron que el disco lunar cumpliera con su misión de desplazarse sin prisa por entre los ojos del universo.