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Madrid, diciembre de 2005

El inspector Rodolfo Ramírez podía ahora pasear por el despacho sin bufar gracias a su régimen alimenticio. Me escuchó con atención, haciendo preguntas puntuales. Le conté todo con algunos cambios y a excepción de la confidencia de Élido García, ocultando que me quedé con sus cosas. Completé el discurso con la entrega de las bolsas birladas a los primeros asesinos, con todo lo que les requisé. Por supuesto, también las armas. Pero no el dinero. Decidí quedármelo al recordar a John Fisher y su filosofía sobre lo hallado al registrar delincuentes[1]. Alguien tenía que pagar los gastos que sus acciones me estaban produciendo.

—Joder, te pasan las cosas más curiosas —dijo, después de mirar concienzudamente los documentos y las armas.

—Es lo normal cuando se andan los caminos y no se barrigonea en los despachos.

—Eh, eh, alto ahí —dijo, levantándose y señalando su abdomen plano. Había recobrado hace tiempo su magra figura y su aspecto musculoso—. ¿Yo barrigoneo? ¿Ves aquí algo desmandado?

—No, pero en tu rutina no hay cosas sorprendentes. Las traemos otros para que sepas que el mundo es ancho.

—Lo tuyo no es muy normal —opinó, ya sentado—. Lo de esos dos tipos en Figueras, donde dices que empezó todo… Espero que no me estés ocultando nada.

—Te he dicho lo que ocurrió allí.

—¿Qué hacías tú en esa carretera a esas horas?

—Llegaba por la costa desde Llanes, de la residencia de Rosa, camino de Lugo. Uno de mis casos.

—Y te encontraste con ese fregado.

—¿Te lo repito?

—Dices que los coches cayeron al mar.

—Exacto. Estaban en terreno muy deslizante y de pronto se precipitaron abajo por su propio peso.

—Sorprende que te diera tiempo a hacerte con los bolsos de esos dos y no con el del muerto. También él tendría uno ya que dijiste que no llevaba documentos encima.

—Sucedió cuando dejé al herido en mi coche. Los otros se movían ya hacia el precipicio. El Audi estaba más cerca. Tenía las puertas abiertas y vi los bolsos —dije, el desparpajo hecho hábito—. Me dio tiempo a cogerlos. Con el coche del venezolano no tuve oportunidad.

—¿Cómo sabes que no llevaba nada encima?

—Me lo dijeron los médicos en el hospital. No soy adivino.

—Bien. Quieres que averigüemos por qué esos tíos intentaron mataros a ti y al venezolano y por qué fueron por ti cuando él la palmó. Y esclarezcamos lo de Coruña y Gijón.

—No. Creo que el venezolano debió de meter las narices en algún secreto importante y los otros trataron de impedir que pudiera divulgarlo. En cuanto a mí, creerían que me habría chivado el secreto cuando le llevé al hospital. Pero no me importan sus motivos. —Era una verdad a medias—. Lo que quiero es que me los quitéis de encima. —Le miré, buscando incomodarle—. ¿Y qué es eso de esclarecer? No hay nada que aclarar. ¿Es que no escuchas? Te he dicho lo que ocurrió en Burela, Coruña y Gijón. Esos tipos venían por mí. Investigadlos. Mirad en la empresa que trabajan. Desenmascaradles.

—Cálmate, amigo. ¿Dónde está tu sentido de la ecuanimidad?

—¿Ecuanimidad? Intentan matarme. ¿Lo entiendes? Quiero que no hagas preguntas de policía de tercera y que vayas al grano. Y el grano es esa espada sobre mi cabeza.

—¿Te contó algo aquel venezolano? —dijo, después de tomarse un tiempo para mirarme como si no me hubiera visto nunca.

—No. Pero son cosas que no se pueden razonar con los sicarios. Ellos no se andan con hostias. Su credo es el de eliminar testigos, no dejar cabos sueltos. Además, me habrán tomado especial tirria por sus fracasos.

—Me consta. Pero te seré sincero. En todo lo que has contado no hay pruebas para proceder formalmente contra esos tipos. Ningún testigo del ataque de Figueras. Lo de La Coruña no es sostenible para una acusación. Esos dos fulanos estaban en su coche y no agredieron a nadie. Los habrán dejado ir sin cargos después de prestar declaración. Y no digamos lo de Gijón. Ahí pueden acusarte incluso de haberles agredido. Y en cuanto a las pistolas, los papeles dicen que son vendedores de joyería. Tienen las licencias para llevarlas.

—No las llevaban como los joyeros sino como los pistoleros o los policías. En la cintura, preparadas.

—Eso no puedes demostrarlo, aunque te creo.

—Y no llevaban ningún muestrario. No se puede trabajar con joyas sin llevar muestras.

—¿Lo comprobaste, miraste en el maletero?

—Esas cosas de tanto valor no se llevan en el maletero.

—Pero dijiste que el coche cayó al mar sin apenas darte tiempo a sacar sus bolsos.

—Debería haber estado junto a los bolsos. Lo hubiera cogido en el mismo acto —aseveré, haciendo que la mentira de mi acto tuviera la convicción de la verdad. Porque era cierto que no hubo muestrarios—. ¿Y qué me dices de los silenciadores? ¿Los joyeros los usan?

—Claro que no. No tengo dudas de que son criminales. La cuestión es demostrarlo. Tendrán su coartada.

—Quisieron matarme, amigo —dije, levantándome y proyectando hacia él mi intensidad—. Volverán a intentarlo.

—Lo creo. Pero no puedo ponerte vigilancia. Tendrás que apañarte solo, algo que para ti no es problema. —Sonrió, tratando de animarme—. Y aunque no hay base para una investigación oficial, indagaré sobre esos capullos y su empresa. Veré que comparezcan los de Figueras y pediré las declaraciones que se supone habrán hecho a la policía los de Coruña y Gijón. El comisario necesitará esos informes. Te mantendré informado de todo. Es lo único que puedo hacer de momento. —Se levantó y me acompañó a la puerta—. En cuanto a lo del coche despeñado, déjame que te diga. Creo que no cayó solo. Tú lo tiraste al mar.

—Qué barbaridad. Las cosas que se te ocurren. ¿Por qué piensas eso?

—Porque es lo que yo habría hecho para que no me persiguieran.

—Vaya. ¿La policía actúa así?

—No. La policía los habría detenido. Y el coche habría quedado a salvo con todas sus pruebas.

—Amigo, creo que deberían hacerte comisario. Con esa cabeza podrás llegar incluso a ministro del Interior. Pero las cosas sucedieron como digo. El coche se deslizó y cayó al precipicio —dije, con tanta convicción que hasta yo me lo creí.