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Gijón, noviembre de 2005

El hotel Asturias de Gijón está en la Plaza Mayor, a cinco metros del Ayuntamiento. Siempre que voy a esa ciudad procuro almorzar en su restaurante. No solo por el buen menú, sino porque tiene una vista agradable del recodo ajardinado donde se inicia la playa de San Lorenzo. Recoge el sentimiento profundo de aquellos asturianos que hicieron de la península de Cimadevilla su hogar. También, y no es menor el motivo, porque aquí se rodó Volver a empezar, la primera película española que obtuvo un Oscar, lo que hizo justicia al buen hacer cinematográfico de José Luis Garci. Por sus paredes aún desfilan las sombras de esos grandes actores desaparecidos.

No tenía nada que hacer en Gijón. Mi paso por allí obedecía al propósito de no ir directamente a Madrid desde Galicia. Buscaba el despiste de los sicarios yendo por una ruta alternativa, como lo intentado por Élido.

Saludé a Dolores Escudero, veterana empleada de dulce sonrisa y mirada soñadora. Nunca se olvida de hablarme de su madre, de sus hijas y de su pasión por la lectura. En el diáfano salón ocupé una mesa junto a uno de los ventanales. Por la hora no había mucha gente pero yo sabía que terminaría llenándose, como también el situado en el piso superior. Procuro colocarme siempre de forma estratégica en cualquier lugar, para abarcar las salidas. Es deformación profesional y me da buenos resultados. Saqué mi libreta y mientras escribía notas observé con disimulo, un ojo aquí otro allá. Llegaba gente diversa, que iba situándose en las mesas.

Los vi entrar, sin mirarlos directamente y sin que ellos lo hicieran. Dos hombres jóvenes, robustos, inconfundibles para olfatos pesquisidores como el mío. Uno de ellos era el que indagaba en la recepción del Hospital Da Costa cuando lo abandoné. El mismo que acompañaba al que no rompí el brazo en Figueras. Resultaba una sorprendente falta de previsión por su parte. Se sentaron cerca de la puerta, lo que mostraba su buen oficio. Lo hicieron ocupando dos lados contiguos de la mesa, no uno enfrente del otro. No me miraron. No hacía falta. Sabían que me encontraba allí. Como yo, tendrían vista periférica. Me estaban observando sin necesidad de dirigirme la mirada. Volví a maravillarme de la eficacia de esa organización acosadora. Habían perdido tres miembros en unos pocos días, pero allí estaba el relevo para cumplir con la tarea de aniquilarme. Élido acertó. Tenían establecido un sistema de vigilancia exhaustiva. Significaba que disponían de grandes recursos y medios. Esos dos harían lo posible para no ser burlados como sus compañeros. Así que no tenía opción. Además, ya estaba suficientemente cabreado.

Me comporté como si no hubiera reparado en ellos. Entre tanta gente no harían exhibición de violencia, pero sí en cuanto saliera. Me guardé la libreta, racionando mis movimientos. Empecé con el primer plato. Les vi pedir los suyos a otra camarera, quien poco después les llevó agua embotellada. Dejé con disimulo el importe de la comida y la propina bajo la servilleta. Cuando empezaron a masticar su primero, me levanté, dejando el plato a medias. De forma despreocupada me dirigí hacia donde estaban, sin ponerles ojo. Daba por seguro que la organización me habría investigado y no tenía dudas de que esos dos estarían alerta. Pero era probable que no imaginaran lo que posibilita haber sido profesor de judo con el gran maestro Ishimi y cinturón rojo 6 Dan en ese arte marcial. Al llegar a su altura golpeé a uno en el cuello con el canto de la mano. Se derrumbó sobre la mesa causando gran estropicio. Noté el silencio y la estupefacción adueñándose de la sala. El segundo intentó levantarse. Mi patada fue más rápida. Rodó con su silla y buscó recuperar la vertical. Le pateé la garganta, dejándole inconsciente. Me volví al primero. Estaba desorientado pero su inercia mental le hizo llevarse la mano a la cintura. No le di tregua. Quedó fulminado, haciendo juego con el compañero. Para entonces el griterío era grande. Mucha gente corría despavorida, buscando el escape por la puerta o por el fondo, donde está el paso que comunica con el hotel.

—¡Llamen al cero noventa y uno, ahora! —grité a las camareras—. ¡Hombres armados!

La policía llegaría en unos minutos. Me incliné e indagué rápido en sus cuerpos contundidos para comprobar. Llevaban la pistolera en la parte dorsal del cinto. No las toqué. Miré en la billetera de uno. Agente de joyería de la misma empresa malagueña que los atacantes de Figueras. Mi sagacidad no había fallado. Y era muy probable que en la Plaza Mayor, al otro lado de la puerta, algún sicario más estuviera esperando. Reintegré las carteras, retrocedí y busqué la salida lateral, una puerta estrecha que da a la calle donde están los tres grandes cubos verdes para las basuras. El cielo estaba henchido de lluvia contenida. Crucé y caminé por la calle Cabrales. Llegaban coches policiales con estridencia. El mío estaba aparcado en esa calle, en la zona que hay a espaldas del Ayuntamiento. Justo enfrente de Campo Valdés, donde la estatua de César Augusto parece mirar más allá de los mares. Había sacado el tique para el tiempo máximo. Preferí dejarlo ahí y no en un aparcamiento donde sería fácil una emboscada. Miré los automóviles cercanos, indiferente al guirigay proveniente del hotel y a la expectación de los transeúntes. Ninguno tenía gente dentro. Entré, lo puse en marcha y salí de allí sin dejar de mirar por el retrovisor. Nadie me seguía.

Un rato más tarde circulaba por la autopista hacia Oviedo, camino de Madrid. ¿Quién era ese Ángel Álvarez que alguien quería muerto? ¿Quién tan importante que una asociación de criminales intentaba impedirlo, en esta ocasión a costa de mi eliminación física? Sin duda que después del incidente de hoy y del de La Coruña yo estaría siendo muy popular entre esa banda de facinerosos. De todas maneras iba más aliviado por el hecho de que esos dos trabajaran en la misma empresa malagueña que los de Figueras, y no en otra. Significaba que aunque fuera un grupo internacional solo había una rama española, quien por lógica tendría autonomía para sus casos. Así que solo debía contender con una dirección, lo que me daba esperanzas de conseguir la solución conveniente.