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Constanza, septiembre de 1955

Sábete, Sancho, que todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien esté ya cerca…

DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Habían noticiado con bombo la llegada de nuevos colonos. Decían que esa tercera expedición sería más numerosa que las anteriores y que en ella llegarían mujeres. La expectación era grande porque, además, se aseguraba que el Generalísimo Trujillo había decidido trasladarse con su familia a la localidad montañesa para dar lustre a la bienvenida. Y no solo eso. Como broche a la gran jornada, hablaban que el Benefactor estaría una semana en el lugar y que su intención era la de habilitar los medios suficientes para que se cubrieran al máximo las necesidades de los españoles.

Ya se notaba la anunciada presencia del gran mandatario. Desde fechas atrás los bulldozer estaban atacando el pinar para obtener más tierra. Polín y Martín veían caer colosos cargados de siglos y algo dentro de ellos se descomponía. Nunca antes habían visto derribar árboles tan magníficos, como el llamado «Ébano verde», una especie única de madera preciosa y endémica del lugar, según decían. En su pueblo y en los del entorno, los prados ya estaban desde muchos años antes. Probablemente en siglos anteriores habría habido talas para obtenerlos. Y pudiera ser que cayeran ejemplares gigantes como los que ahora sacrificaban. Pero nadie lo sabía porque no dejaron escritos testimoniándolo. Ellos siempre vieron cada cosa en su sitio, los bosques alternando con los prados y la vegetación. Y ahora contemplaban ese destruir increíble. Polín recordó la leyenda que sobre los árboles oyó siendo un rapazuelo. Esas grandes plantas, nacidas millones de años antes que el Hombre, son las que sostienen la vida en el planeta. El Creador esparció semillas por toda la tierra para que hubiera vegetación en todos los lugares y sirviera de refugio a miles de especies débiles, a cambio de quedar ancladas en el suelo. Las semillas se transformaron en árboles, siendo los únicos organismos vivos incapaces de desplazarse. Así que se estiraban hacia arriba a través de los años ganando estatura. Y aunque no podían despegarse de su yugo, cuanto más alto subieran más cerca del cielo estarían para reprochar a Dios por su injusta inmovilidad. Por eso, cuando se abatía un árbol gigante, la posibilidad de comunicación entre la tierra y el Creador quedaba interrumpida y el lamento se perdía.

Al comentar con don Manuel lo de esa tala salvaje, la respuesta les llenó de consternación. Constanza estaba llena de aserraderos porque su economía se fundamentaba principalmente en la producción maderera.

—No hay plantaciones, zonas donde crezcan árboles para esta industria, como en otros países. Se limitan a cortar los bosques dejándolos pelados. Algún día tendrán que interrumpir ese disparate o nos ocurrirá como en Haití. —Vio la pregunta muda—. Sí, allí se dedican a producir carbón de encina o de leña, que se obtiene del quemado incompleto de la madera. Todo el mundo se dedica a lo mismo, porque no se necesita ninguna inversión ni es una actividad controlada. Cualquiera puede cortar un árbol y hacer su propio carbón. Por eso Haití es un país casi sin bosques. Desgraciadamente.

Mientras esperaban la aparición de los nuevos visitantes, les llegó la nueva de que Trujillo postergaba la visita una semana. La haría en la propia colonia, cuando los de la tercera expedición estuvieran instalados junto a los demás. Ello supuso una buena noticia para los residentes. Así, el Benefactor vería con sus propios ojos el nivel real del paraíso que aireaba la prensa, ya que la llegada de tantos agravaría las condiciones de habitabilidad de tal forma que sería imposible disimularlo con soflamas.

Las guaguas llegaron en la tarde. En la plaza central, algo alejada de la colonia, muchos esperaban, como cuando a los pueblos llegaba el coche de línea. Era un grupo numeroso, cerca de trescientos, la mitad mujeres y todas jóvenes, muchas reclamadas por los residentes. También casadas con los recién llegados y no pocas solteras familiares de ellos. Fueron recibidos por cargos públicos de los tres distritos municipales de la provincia y los párrocos de las iglesias de La Vega y Constanza. No asistieron personalidades del Gobierno, que lo harían a la semana siguiente para acompañar al Generalísimo, lo que dejaba claro que ellos no eran ya materia de atención para esos dignatarios sino solo una oportunidad para reiterar su lealtad al todopoderoso gobernante.

Tras los discursos y la misa, todos fueron a la colonia. Polín vio los mismos gestos de desilusión que ellos debieron de poner al llegar, sobre todo en los rostros femeninos. A pesar de saber cuántos llegaban, las autoridades no habían forzado el ritmo adormilado de la ampliación del asentamiento. Las casas construidas eran insuficientes incluso para cumplir adecuadamente con los emigrados anteriores. Así que todos, nuevos y antiguos, tuvieron que apelotonarse, esta vez sin consideraciones en cuanto a los casados, lo que motivó numerosas discusiones y que el trasiego durara toda la noche.

Habían viajado en un trasatlántico llamado Auriga, perteneciente a una línea regular italiana que rendía viaje en Caracas y no tuvieron experiencias como la suya ni en cuanto al buque ni a la alimentación. Al oír mencionar la ciudad venezolana, Polín volvió a recordar a José Luis y tuvo que aceptar que el castellano estaba acertado en su desconfianza. ¿Qué podrían hacer si la cosa no funcionaba definitivamente?

La colonia funcionaba como un gueto, lo que comprobaron cuando algunos intentaron salir. Debían hacer petición previa al capataz, un inmigrante nombrado sin consenso y perteneciente a la afortunada primera expedición. Después él pasaba el escrito al director, funcionario de la Oficina de Asesoramiento de Emigrantes, quien daba o no el permiso. En realidad pocos tenían razones para hacer salidas del poblado. ¿Adónde iban a ir, sin dinero, ni medios y sin conocer a nadie a quien visitar? Algunos, que tenían parientes o conocidos en la capital o en las colonias de Baoba, Azúa, Duverge y otras, fueron autorizados bajo condiciones estrictas. Deberían llevar su documentación, el salvoconducto y atenerse fielmente a las fechas marcadas. El viaje lo realizaban en cualquier camión que fuera a esos lugares. Los conductores no rechistaban cuando los de la Patrulla de Vigilancia les imponían su traslado. Ir al pueblo concreto de Constanza no requería de permiso.

Por esa manera de vivir, rutinaria y de reclusión, la presencia de tantas mujeres trastornó la colonia. Los desparejados miraban a las llegadas con la mezcla de añoranza y deseo que tuvieron todos los hombres a través de la historia. Llevaban meses observándose rutinariamente a sí mismos y a las pocas mujeres casadas de la primera expedición, por lo que el ver a todas esas jóvenes nuevas les causó conmoción. Las había de toda condición física, algunas merecedoras de especial admiración. Tal ocurrió con una muy joven que, para sorpresa de Polín, llenó la mirada de Martín con un fuego renovado. Tenía estatura mediada, cabello negro y grandes ojos verdeazulados abiertos de par en par, como deslumbrados por el exótico paisaje. Llegó con una hermana casada y otra soltera con novio, y formaba parte del grupo no escaso de gallegos de diversa procedencia. Polín fue insensible a ese despliegue de promesas porque su latir interno estaba ocupado por aquel imborrable compañero de travesía, el castellano efímero que buscaba su horizonte más allá de la extraña tierra. No sería fácil reemplazar el recuerdo que a veces le atosigaba y no veía a nadie en la colonia capaz de suplantar su imagen.

Ya esa primera noche las mujeres se vistieron con pantalones, que les protegía del frío y que evitaba el incremento de palpitaciones en el elemento masculino. Sin pretenderlo, esa medida supuso un atisbo de cambio y modernidad para todos, ya que en España ninguna mujer se había atrevido a usar pantalones por ser una práctica contraria a la religión católica y a la moral imperante.

La colonia estaba dispuesta para la visita del Generalísimo desde la semana anterior, pero en los días siguientes se acentuaron los trabajos de parcheo, limpieza y pintura para disimular las deficiencias estructurales de las casas. A los responsables no les pareció que el parque brillaba lo suficiente, hecho en el que todos coincidían porque no era fácil ocultar la fealdad del conjunto. Parecían dudosos de que Trujillo diera conformidad a los medios puestos en ejecución para la acogida digna de los colonos. Un sentimiento que también estaba en el ánimo de la mayoría de ellos, para quienes lo recibido no solo era inadecuado sino insuficiente. Solo les habían proporcionado casas ramplonas y les daban una subvención alejada de la prometida. La única calle, terrosa y de casi un kilómetro, fue barrida una y otra vez y se repasaron los macizos de plantas y macetas de flores colocados profusamente entre las casas. Pero no fue posible conseguir la alineación de las mismas y ocultar su mala construcción, algunas con las paredes irremediablemente inclinadas.

El director de la colonia se encargó de transmitirles la recomendación de que no atosigaran al Benefactor con pedidos o quejas porque podría ser peligroso para los reclamantes. Ello causó estupefacción, cuando no inquietud, a los cientos de residentes. ¿Cómo no se iban a quejar, si nada de lo prometido se había realizado, si vivían apelotonados y con más estrechez que la que dejaron en sus lares de origen? ¿Y qué era eso de la peligrosidad? ¿Mostrar sus carencias suponía un delito? Pero eran gentes venidas de una dictadura y los tiempos vividos les habían obligado a practicar la autocensura y la precaución. Porque estaban en otra y, según iban sabiendo, nada tenía que envidiar a aquella. No eran pocos los rumores que les llegaban sobre personas desaparecidas y las violencias de los militares. Al fin, según razonamientos de una mayoría sensata o temerosa, no habían pagado nada, ni una sola peseta que ahora estuvieran en derecho de reclamar. Hasta el momento, aunque no les faltaban razones para calificarlo como una gran estafa de esperanzas, solo habían perdido tiempo, algo fácil de recuperar por su juventud. Los avatares de los viajes y la escasez que sufrían podían darlos como parte de las pruebas exigidas por la vida.

Ahora todo estaba preparado, con un barullo de autoridades relumbronas y nerviosas esperando a la entrada desde la amanecida, mientras una muchedumbre entusiasta se agitaba tras las barreras de protección. Pocos aldeanos habían visto al Benefactor en persona y ahora tenían la ocasión de observar por sí mismos el nimbo que decían rodeaba su cabeza. Los colonos reconocieron al delegado de Inmigración y al inspector de Emigración que les arengaron a su llegada al país. Destacaban figuras ventrudas intentando disimular su fofez en brillantes uniformes inundados de medallas. Supieron que los más relevantes eran el jefe de la Región Militar de La Vega, el gobernador de la provincia, los alcaldes de La Vega y de Constanza, los sacerdotes de las iglesias de ambas localidades, el comandante del aeropuerto militar y el del cuartel del Ejército, antes de la Guardia Nacional. Todos rodeados por una guardia militar de gala y por una nutrida representación de gente importante de la comunidad, con el alcanfor resbalando por sus ropajes. Sin duda que para esos conspicuos munícipes resultaba un acontecimiento notable que el Perínclito apareciera por esas cumbres para dignificar con su presencia el nuevo hogar de esos agricultores afortunados. Pero no estaban allí por ellos sino por imposición de sus deberes para con el Generalísimo todopoderoso, a cuyo ojo vigilante nada escapaba, y para salir en las fotos testimoniales del acto.

El avión presidencial había aterrizado al atardecer del día previo en el aeropuerto de la localidad, que Trujillo hizo construir durante la década anterior. El Benefactor había partido de inmediato con su séquito en la batería de automóviles que le esperaban. Iba a pernoctar en la suite presidencial del flamante hotel Nueva Suiza, a unos kilómetros de allí, inaugurado en junio del año anterior mientras visitaba España y reinaugurado a su vuelta en olor de multitudes. La prensa reiteraba que Trujillo era un hombre impaciente, que apenas dormía, y que deseaba transformar rápidamente el país para elevarlo al nivel de Cuba, cuando menos. Si la isla Siboney se reputaba como «la Perla del Caribe», la República Dominicana tenía motivos para quitarle ese puesto ya que, además de poseer playas hermosas en el oriente, tenía algo único en el archipiélago: la zona alta central, con montañas desafiantes y montes vestidos de verdor salpicando valles boscosos rezumantes de ríos. Ahí estaban los picos más altos de las Antillas, como el Trujillo y el Alto de la Bandera, que alcanzaban los tres mil metros. No tenía nada que envidiar al país de los Alpes. Su propósito era crear una red de hoteles de lujo y singulares, con titularidad y fondos del Estado y al estilo de los que vio en España, para atraer los miles de turistas que se perdían en otros paraísos. El Nueva Suiza sería uno de los que jalonarían los caminos de la modernidad, junto con otros imponentes, ya en funcionamiento, como el Jaragua y el Embajador, ambos en Ciudad Trujillo; el Matún, de Santiago, y el San Cristóbal, en la ciudad del mismo nombre. Solo su iniciativa estaba consiguiendo que el país saliera del secular atraso.

Aún las últimas sombras húmedas forcejeando en los lejanos picachos, cuando una riada de lujosos automóviles, negros y brillantes como el azabache pulido, apareció con lentitud protocolaria y se detuvo frente a la colonia. Trujillo testimoniaba su costumbre de levantarse en la madrugada y poner en marcha a todo el mundo de su entorno. El coche de cabeza, un Cadillac según murmuraron los entendidos, llevaba en la parte frontal, tapando la matrícula, una placa con el escudo de la Nación y las letras «Benefactor de la Patria». Solícitos uniformados abrieron las portezuelas y fueron saliendo hombres y mujeres bien atendidos de flamantes atuendos. Trujillo no llevaba chaqueta de faldones como la anterior vez en Palacio, pero sus ropas eran igual de impecables. Se adelantó y fue cumplimentado por las autoridades con los formulismos de rigor a la vez que atronaba un griterío enfervorizado. «¡Jefe, Jefe!», repetía la multitud, el eslogan adoctrinado. La dama que lo acompañaba, vestida de blanco y con un vaporoso tocado a juego, era su tercera esposa: María Martínez Alba, llamada La Españolita, y detrás su hermano, el presidente Héctor Bienvenido Negro. Junto a ellos, los hijos del mandamás: Rafael Leónidas, a quien llamaban Ranfis, a la sazón general de Brigada y jefe de la Fuerza Aérea a sus veintiséis años; la jovencísima María de los Ángeles Corazón de Jesús, de dieciséis, que todos conocían como Angelita, y Leónidas Rhadamés, el menor, de catorce.

Los responsables de la colonia saludaron servilmente al Perínclito, que no les dio la mano, y luego avanzaron con él y la blanca dama, un paso por detrás, mientras explicaban las características de lo realizado. Los españoles estaban situados a lo largo de las casas contemplando lo que no dejaba de ser un espectáculo deslumbrante y novedoso para la mayoría. Si bien algunos recordaban haber visto actos similares en los «Nodo» que se exhibían obligadamente en los cines de la lejana patria, aunque con otro intérprete de parecidas trazas. Trujillo pasó al interior de algunas casas y a sus zonas traseras, inspeccionando en profundidad y haciendo preguntas a los colonos, que respondían entrecortadamente mientras su ayudante personal tomaba notas en una agenda. Los del séquito canjeaban comentarios elogiosos afirmando continuamente con rostros llenos de un convencimiento que no mostraba el Jefe, quien, como ya ocurriera aquella mañana de junio en el Palacio, se detuvo a preguntar a algunos de los inmigrados, hombres y mujeres, tomándose tiempo en el análisis. Y de nuevo fue captado por las presencias de Martín y Polín. Se paró ante ellos con una expresión que podría ser interpretada como muy amistosa aunque los asturianos, por lo oído desde tiempo atrás, no las tenían todas consigo.

—Hombre —exclamó jovialmente—; ustedes. Los dos hermanos.

Les dio la mano, lo que motivó un intercambio de miradas entre los del grupo acompañante.

—Cuéntenme, ¿cómo es que les va?

—No bien, General —dijo Martín, imponiendo un silencio sorpresivo entre la empingorotada comitiva mientras Polín volvía a comprobar que a su hermano le desaparecía la mudez en los momentos precisos.

—No les gustan las casas, supongo. Ya otros se quejaron. A mí tampoco me satisfacen. No es lo que yo quería.

—No ye eso, General. Ye el trabayo. No hay tierra. Queremos ganarnos la vida, aportar nuestro esfuerzo. Tamos aquí pa trabayar. Pa despertar esta tierra.

Trujillo le miró fijamente. El asturiano estaba en mangas de camisa y, como la vez anterior, su formidable figura le llenó de perplejidad. Luego se giró, dio unos pasos y pasó a contemplar con semblante reflexivo la larga fila de mujeres, hombres y niños venidos de tan lejos. Polín miró en la misma dirección y volvió a sorprenderse al ver a tanta gente enmudecida e inmóvil observando hipnóticamente al Generalísimo, algunos con expresión de bobales. ¿Tendría él el mismo gesto? Miró a los acompañantes del mandatario. Sus ceños definían su desaprobación. Como la otra vez, el gañán español se había sobrepasado, quizá no tanto en su petición como en su falta de respeto. ¿Cómo presentarse ante Su Excelencia con esa descuidada vestimenta e interpelarle de forma tan ruda?

Rafael Leónidas Trujillo, el Padre de la Patria Nueva y Doctor Honoris Causa por la Universidad del país, Generalísimo de los tres Ejércitos nacionales y Dictador por la Gracia Divina, se volvió a Martín y todos esperaron la estocada verbal castigadora.

—¿Cómo dices que te llamas?

—Martín Fernández Llanera.

—Tienes coraje, hombre del norte. Tendrás tu tierra.