La Coruña, noviembre de 2005
Coral está en la avenida de la Marina, justo enfrente del edificio de la Autoridad Portuaria. Es un restaurante de alto nivel con paredes de piedra desnuda que humanizan cuadros de marinas, bodegones y figuras. Tiene doce mesas alineadas a las paredes, con impolutos manteles blancos y refulgentes copas. Los camareros, graves, con traje negro y corbata, eficaces en mantener los aires elegantes de los tiempos exquisitos. Una música suave de orquesta y trompeta pone cierta añoranza en el ambiente y sosiega las conversaciones, conduciéndolas a tonos amables y comedidos.
César Gallego, el dueño, se sentó a mi lado después de saludarme cortésmente. Tiene perfil de águila, ojos celestes y peina a lo porteño sus persistentes cabellos, aún negros. Luce figura magra y maneja modales de hombre de relaciones. Confiesa, sin preguntárselo, que tiene setenta y seis aniversarios, lo que significa que está muy orgulloso de ello.
—No los parece —observé, sin hacer adorno de condescendencia—. ¿Cuál es la fórmula?
—Muy simple. —Dejó caer una sonrisa—. Comer todos los días en Coral.
—¿Por eso está lleno el local?
—Son muchos años haciendo buenas comidas. Supongo que eso se propaga —señaló con voz pausada, sin afectación aparente.
—Me dijeron que antes estaba en la calle de la Estrella.
—Fue cuando me establecí, consciente de que tenía oficio para intentar la aventura personal. Porque empecé en la restauración muy joven, apenas un crío. —Noté que el sumergirse en aquellos años acentuaba la suavidad de su acento—. Fundé Coral en el cincuenta y cuatro, con veinticinco años.
—Salta a la vista que fue una decisión acertada.
—Fraga me otorgó la Orden de Caballeros de María Pita, que me fue entregada por el entonces príncipe Juan Carlos en una ceremonia inolvidable. No se da ese título a cualquiera. Hay que merecerlo. —Su afirmación estaba tintada de naturalidad—. Luego le enseñaré una foto del acto.
—Tengo entendido que el éxito principal de un restaurante es hacer buena comida, lo que significa tener buenos cocineros.
—Cierto. De aquí han salido muchos, verdaderos artistas. Como sabrá, antes no había Escuela de Cocineros. Ahora hay escuelas para todo. Éramos los dueños quienes enseñábamos a los jóvenes ese arte, aprendido a su vez de aquellas madres que sabían cocinar, como fue la mía. Igual ocurría con los camareros. Yo enseñé a mis hombres a tener el comportamiento obligado para que supieran atender a los comensales con la necesaria clase. Si la comida es buena y los camareros se comportan con eficiencia y discreción, los clientes vuelven. Lo negativo del asunto es que cuando adquieren la habilidad necesaria, unos y otros, todos desertan para buscar su propio camino, como a mí me ocurrió. Es así como funciona la cosa. Lo importante es estar preparado para esa eventualidad. —Movió la cabeza y la paseó por el local—. ¿Se fijó en los camareros? Casi no se nota su presencia pero siempre están atentos a las mesas, sabiendo interpretar lo que necesita o agrada a cada cliente según sus edades. Porque no es lo mismo una pareja joven que una mayor, ni tampoco quien gusta de comentar con quien prefiere estar en silencio. En general al cliente no le gusta que el camarero esté encima. Pero cuando le necesita quiere ser atendido de inmediato.
—Paula Carballo. Desearía que la recordara —dije, enseñándole las fotos que hice en Mellid.
La contempló un instante. Luego me miró con sus ojos azules, todavía no inmunizados para las sorpresas.
—Pero hombre, cómo no recordarla. Es inolvidable porque vino en ese año cincuenta y cuatro buscando trabajo de cocinera. Alguien le había hablado que acababa de abrir. Emanaba un olor a limpio y actuó con una naturalidad que sorprendía. Le hice una prueba. Quedé admirado. No solamente cocinaba bien sino que lo hacía con limpieza infrecuente para esos años. Precisamente lo de la limpieza formó parte siempre de mis exigencias y ello es una de las identidades que adornan a este restaurante. La contraté de inmediato.
—Disculpe, pero ¿cómo podía cocinar al nivel que su restaurante requería si era una campesina? Se supone que en su casa haría platos al respecto: potaje, huevos, cosas así. Es decir, cosas sencillas, de pueblo, sin adornos.
—Un artista nace, no se hace, como sabrá. Eso vale para todo, ya sea en pintura, en carpintería o en lo que sea. Cierto lo que dice de los platos sencillos. Pero ella tenía el don del arte culinario. Solo tuve que darle unos consejos para que lo manifestara. De pescados no conocía. La enseñé platos como «filloas rellenas de chicharrones», «mero al Godello», «pimientos rellenos con cogotes de merluza» y otros. Y los postres, claro. Por ejemplo, «biscuit de higos». Aprendió rápidamente.
—¿Cuánto tiempo estuvo con usted?
—No llegó al año.
—¿Cómo era, físicamente?
—Una belleza. Como esas flores que nos sorprenden cuando vamos por el campo y las vemos entre la maleza. ¿No le ocurrió? Aquella joven impresionaba. Pero pasó lo que tenía que pasar. Aquel conde o marqués, lo que fuera, se prendó de ella nada más verla.
—Disculpe de nuevo, pero los clientes nunca, o casi nunca, vemos a los cocineros.
—Ese hombre había venido varias veces y siempre ponderaba los guisos. Aquel día se empeñó en felicitar al cocinero. Ya sabe lo insistentes que son algunos. Cuando la vio, se acabó el carbón. A partir de entonces venía todos los días. La esperaba cada noche y la llevaba en uno de esos coches alemanes, suponíamos que a su casa. Y un día dejaron de venir los dos. Simplemente. Fuimos a ver qué ocurría, el porqué de su ausencia. Vivía en una huerta, cerca de la Torre, con unos parientes. No tenía padres. Solo una hermana menor que ella, con unos ojos muy grandes.
—¿Cómo puede acordarse de los ojos de esa niña? —interrumpí, consciente de lo inadecuado de la pregunta. La gente se acuerda de lo que se acuerda, y ahí no valen reglamentos.
—Cuando preguntamos por la hermana se echó a llorar con desconsuelo. Paula se había ido a Madrid con ese aristócrata. Debió de convencerla de que allí tenía más futuro. El pariente dijo algo de un buen empleo. Mi mujer intentó consolar a la niña. Cuando nos despedimos había secado el llanto pero sus ojos estaban llenos de preguntas que nadie podíamos contestar. No es fácil olvidar una mirada tan triste y tan necesitada de un afecto determinado. Aunque supongo que más tarde Paula la reclamaría y se la llevaría a la capital con ella. —Se subordinó a una pausa, que respeté con mi propia tregua. Porque esa versión corroboraba la dada por Petín y su amigo: que Paula no había ido a América. César rompió la tregua verbal—. En su momento fue una gran pérdida, no solo profesional. La habíamos tomado cariño. Espero que ella y su hermana hayan tenido una vida feliz.
—¿No se despidió? Tengo entendido que era muy simpática y que hablaba con todo el mundo.
—Es verdad. Encantadora. Quizá le dio apuro. Porque la transformamos en una mujer con estilo. No es fácil encarar una ruptura con quien nos dio su bondad. A lo largo de la vida todos hemos actuado sin pensar que quizás estábamos causando dolor. Es más tarde, cuando no tiene remedio, que caemos en la cuenta. Estoy seguro de que ella nos recordó muchas veces.
Curioso. Ese veterano restaurador decía las mismas cosas que a veces vienen a mi reflexión. También él había captado la sombra de indiferencia con que a veces nos comportamos hacia los demás mientras el viento nos zarandea. El admitirlo le honraba. Supongo que sería una de las buenas herencias que recibirían sus hijos.
—¿Volvió a verla si, por ejemplo, hubiera regresado para recoger a la hermana? —tanteé.
—Nunca volvimos a verla. Si recogió a la hermana, no vino por aquí.
Ahí había otro misterio. Paula volvió y no pudo recobrar a su hermana, que ya estaba en América. Sin embargo, no se pasó por Coral para saludar a su maestro ni, lo que es más sorprendente, volvió a Mellid para abrazar a Irene, su amiga de la niñez. Si era tan generosa de atenciones y bondades como aseguraban, ¿por qué no lo hizo? ¿Qué se lo impediría? Omití decirle a César lo de ese viaje para no decepcionarle.
—Debo entender que en Madrid habría ido a un restaurante de este nivel.
—Pensé que la habrían recomendado a Lhardy o a Casa Botín. Pero alguien dijo que fue a un restaurante diferente.
—¿Cómo diferente?
—De verdad que no sé decirle más. Pero aquí cerca está el Casino. Allí pasan su tiempo hombres de aquellos años, algunos con estirpe y que han estado yendo y viniendo de Madrid toda su vida. —Miró el reloj—. Es buena hora para ver a algunos que tuvieron relación con aquel aristócrata.
Salí a la llovizna y a lo gris, echando de menos el confortable lugar que acababa de abandonar. El Casino está al principio o final de la calle Real, según se mire. Es un local grande, de amplio salón y sillones del nivel requerido. Gente de diversas quintas aunque predominan los de licencia antigua. Me interceptó el guarda de seguridad, bien presentado en su traje azul, ya que para acceder al local hay que ser socio o invitado. Pregunté por los que César mencionó. Felizmente había uno. Tenía el cabello cano y las cejas blancas. Estaba leyendo un libro de poemas junto a otros empeñados en misión similar. Se levantó con prudencia cuando me presenté, aportando una elegancia enraizada. Era alto y delgado, con ojos apoyados en gafas de cristales espesos. Ocupamos un sillón aparte. Después de vencer su inicial desconfianza el hombre se mostró predispuesto a verter sus recuerdos. Habló de los tiempos en que, siendo adolescente, iba con sus padres al Real Club Náutico a almorzar y veía a Franco y a sus ministros en la misma tarea. Le dejé que se desprendiera de imágenes que le venían a la memoria. No es menester mencionarlas. Y así llegamos a Paula Carballo.
—Dios mío, sí que la recuerdo. Naturalmente. Pero ¿por qué de su interés, ahora cuando ya…?
—¿Qué intenta decir?
—No, solo que me extraña que a estas alturas alguien pregunte por ella. —Movió la cabeza—. La vi varias veces en aquel local. No era un restaurante sino el hogar de la realeza, un lugar diferente, puede decirse que mágico. Estaba por detrás de la Gran Vía. En la calle Barbieri cinco.
—¿Qué era, entonces?
Emitió una sonrisa misteriosa, no exenta de melancolía.
—¿Investigador, dijo? Le dejo que siga ejerciendo sus dotes profesionales. Vuelva a Madrid y pregunte. Allí tendrá respuestas que yo no puedo darle con la exactitud requerida.