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Constanza, República Dominicana, septiembre de 1955

España que perdimos, no nos pierdas;

guárdanos en tu frente derrumbada,

conserva a tu costado el hueco vivo

de nuestra ausencia amarga.

PEDRO GARFIAS

Como cada día, Polín entregó al maestro los deberes exigidos. Don Manuel los recogió distraídamente, como si tuviera la cabeza en otro sitio o algo se hubiese colado en su normalidad. Al finalizar la clase y sin un propósito definido por parte de ninguno, el tema amoroso, más bien sexual, salió en el diálogo. Era uno de los recurrentes entre los emigrados varones, cuando se reunían en las pulperías ante unas cervezas. Muchos difícilmente soportaban el no tener una hembra que calmara sus ardores. Todos sabían ya que Trujillo había ofrecido ciento cincuenta dólares a cada español que se casara con dominicana. Los más enterados afirmaron que era una apuesta para refinar la raza y contrarrestar la constante invasión haitiana a través de los huecos de la imprecisa frontera. En realidad ese parecía ser el verdadero motivo de que solo viajaran hombres jóvenes. Por eso no había tierras preparadas pero sí muchas mujeres disponibles para apaciguar los fuegos varoniles. Y quizás era la causa de que tardaban tanto en aprestar los terrenos.

Mezclarse con las oriundas ya ocurrió siglos antes en México, Venezuela y casi todos los países de América descubiertos por los españoles. Pero en aquellos casos el intercambio fue con indias puras, las únicas indígenas existentes en aquellas tierras, y movidos por la necesidad, lo que marcaba la diferencia con el presente. No obstante, ante las vicisitudes que estaban pasando y con la euforia de un trago sobrepasado, más de un colono pensó en rendirse a la presión de sus fogosidades. Cuando los vapores se despegaban de la cabeza veían con claridad que ese no era el mejor camino para hacer cristalizar las ilusiones con las que se embarcaron. Y sin embargo, algunos decidieron tomarlo.

El casarse con dominicana representaba no solo acceder de golpe a un dinero que de otra forma tardarían meses en conseguir. Tendrían además una mejor vivienda fuera de la colonia, debidamente amueblada y dotada de agua en grifo y corriente eléctrica; una subvención diaria mayor y prioridad sobre las tierras a repartir. Pasarían a ser ciudadanos dominicanos de pleno derecho, lo que supondría mayores privilegios.

—¿Qué privilegios? —refutó don Manuel—. ¿Ves vivir bien a alguien aquí? ¿Acaso nadan en la abundancia? Ni siquiera los militares ni los funcionarios de a pie. Solo los que ocupan altas posiciones en el Gobierno. Y nadie más que ellos tienen coches, aparte de los grandes comerciantes y terratenientes. Seguramente esos colonos que hablas recibirán los dólares si finalmente se deciden. Lo más fácil. Pero de lo otro nada, una promesa más.

Polín entendía el razonamiento aunque a medias. No todo iba a ser un engaño. Además, lo de los coches no le pareció un argumento determinante. En España pocos tenían automóvil, aunque recordó haber visto a algunos de la clase alta presumiendo con el Seat 600, aparte de los importados por los ricos de siempre. Y era innegable que en Constanza había algunas personas con buenas trazas.

—Dicen que puede uno ir libremente de un lado a otro, no como nosotros que debemos pedir permiso para salir de la colonia.

—¿Libremente? Los dominicanos están sujetos a un férreo control, como en la España de la década pasada. Deben llevar encima siempre los «tres golpes», como una argolla en el pie.

—¿Qué ye eso?

—Una extraña forma de expresar un yugo. Son la Cédula de identificación personal; la Certificación de haber hecho el Servicio Militar obligatorio y el Carnet de miembro del Partido Dominicano, único permitido por el Gobierno. Tres documentos con fotos cada uno de ellos, que los hace infalsificables. De vez en cuando las patrullas militares paran a la gente. El que carece de uno solo es acusado de vagancia y lo envían al calabozo en espera de comprobación. Y de allí salen tan repasados que nunca más vuelven a vulnerar la disposición. Muchas cosas son copiadas de España. Allá hubo una Ley de Vagos y Maleantes, por la que mucha gente hacendosa fue a prisión al encontrarse transitoriamente sin trabajo y sin techo.

—Pero esos documentos no impiden que vivan en la holganza. Pocos trabajan. Y lo hacen sin dedicación diaria.

—Exactamente. Como os ocurre a vosotros, los colonos. Tenéis vuestros pasaportes y la Cédula especial pero la mayoría no hace nada. Y encima os pagan el sueldo de un obrero, lo que no es poco. No es tu caso ni el de Martín, pero muchos colonos se están haciendo haraganes sin darse cuenta. Todo el día jugando a las cartas.

Don Manuel no era hombre de verbo restringido, aunque nunca les hablaba de su pasado ni inquirió en el de ellos. Observó en los hermanos un punto diferente, lo que motivó un aprecio pausado hacia los dos, sobre todo hacia Martín por cómo respiraba cuando salía de su mutismo en los momentos en que dejaba las exploraciones y acompañaba a su hermano. Con frecuencia les invitaba a degustar su menú, algo más generoso que el que ellos podían permitirse. Su dormitorio estaba plagado de libros y periódicos desparramados. Compartía el hogar con una mulata de nombre Antonina, de buen aspecto y misteriosa edad que Polín, por deducción posterior, situó en la cincuentena. No les aclaró la relación que les unía y ellos no mostraron curiosidad al respecto, pero tuvieron como indiscutible que la armonía no era solo cosa de una raza determinada. Ella se ofrecía solícita a las tareas y tenía una acentuada disposición a la limpieza, lo que motivó que tiempo ha él estableciera orden expresa de no remover las montoneras de papel de su habitación. Podía limpiar toda la casa menos su habitación-taller.

Don Manuel se ganaba la vida escribiendo artículos sobre Literatura, Historia y Ciencia para La Nación, de la capital, y La Información, de Santiago, periódicos que recibía con regularidad y retraso. Tenía una vieja máquina de escribir Underwood portátil, con caja de madera y el teclado desalineado. A veces les enseñaba los ejemplares. Trujillo aparecía constantemente en titulares y artículos laudatorios, además de en retratos favorecedores e imágenes como protagonista de actos diversos. Los trabajos de la Feria de la Paz y la Confraternidad ocupaban todos los días grandes espacios.

—Son como los de allá. No hay noticias que puedan ser calificadas como tales. Todas han pasado por el filtro. La política y el análisis crítico están erradicados.

También les clarificó el misterioso mensaje del síndico.

—Me extraña mucho esa advertencia porque es hombre del Gobierno, o debe serlo, lo que supondría que es un calié —les miró—. Sí, un chivato. Aquí cualquier protesta o murmuración es captada por el servicio secreto y de espionaje a través de gente aleccionada. El transgresor es llevado a cárceles especiales acusado de comunista. Allí le quitan las ganas de quejarse. Un remedo despiadado del franquismo.

—¿Cómo es que a usted no le han detenido? —preguntó Polín—. Sus ideas son difíciles de ocultar.

El maestro miró el mapa de España, que ocupaba parte de una pared junto con el de la República Dominicana. Pareció llenarse de energía y tiempo porque tomó una silla y envió su mirada a los dos alumnos.

—Llevo quince años en este país, intentando pasar desapercibido, mejor dicho, no hacer ruido. Soy uno de ese medio millón de derrotados republicanos evacuados a Francia en el treinta y nueve para escapar del franquismo. Supongo que podré ilustraros lo que fue aquello, si no os agoto la paciencia. —Los miró y se congratuló con la aquiescencia de los dos hermanos—. El Gobierno galo se encontró de pronto con un problema de difícil tratamiento. No podía ni era su deseo asimilar al país a tanto apestoso, porque en verdad eso de la fraternidad no lo demostraron con nosotros ni durante la guerra ni en esos momentos de urgente necesidad. En el campo de concentración de Argelés-sur-Mers, porque eso es lo que era aunque lo denominaran «de refugiados», murieron incontables españoles por hambre y enfermedades. Igual les daba a esos gobernantes gabachos. No imaginaban que luego serían ellos los considerados hediondos por los alemanes. Lo que son las cosas. —Quedó un momento abstraído, como saboreando el reparto de calamidades—. Así que para que no les contamináramos buscaron una salida en la repatriación y en la reemigración, instando con apremio a los responsables gubernamentales de la República española en el exilio a que nos convencieran de regresar a España o, en su caso, para que iniciaran contactos con distintas Embajadas con el fin de que nos acogieran en sus países.

»No fueron pocos los españoles que decidieron regresar a España agobiados por las penalidades, las carencias y el trato inamistoso y humillante que practicaban los funcionarios franceses. Confiaban que los vencedores de nuestra guerra mostraran la compasión que pregonaban. Eran aquellos que no tenían delitos de sangre ni gran significación política. Una decisión equivocada pues muchos de ellos se vieron sometidos a crueldades, según supimos, porque les encontraron responsabilidades, aun mínimas, con los Gobiernos republicanos. La mayoría optamos por reemigrar y buscamos nuestro destino en América. —Dejó que una pausa se inmiscuyera en su relato, aprovechando para tomarse unos sorbos de agua—. Debo decir que en aquel tiempo, solo dos países de estos hemisferios, México y Chile, mostraron su disposición a aceptar exiliados debido a que sus Gobiernos habían mantenido relaciones de amistad con el republicano de España. Pero hubo un tercero: la República Dominicana. Aunque en su decisión no latían las mismas motivaciones porque Trujillo siempre ha sido un ferviente admirador de Franco, a quien ha intentado copiar todo lo posible. Las razones del Benefactor tenían como base el repoblar el país con europeos para cubrir dos necesidades fundamentales que se habían hecho endémicas: la escasa población y, dentro de ella, la exigua comunidad blanca. Haití, la parte negra de la isla La Española, es más procreadora que la dominicana y durante varios años dominó la isla completa. La República Dominicana dejó de existir, como Polonia en la segunda guerra mundial. Incluso, ya obtenida la independencia, miles de haitianos seguían pasando al lado dominicano y estableciéndose en este país ante la impotencia de los Gobiernos, que veían cómo se oscurecía el país. Fue esa la causa que esgrimió Trujillo para ordenar la matanza de haitianos invasores, se dice que entre diez mil y veinte mil. Nunca se sabrá la cantidad exacta porque eran gente sin papeles y las cifras fueron manejadas según intereses. La frontera volvió a funcionar como tal, más o menos, pero el eco de ese acto dejó en muy mala posición internacional a Trujillo.

»Atento a limpiar esa imagen, el dictador permitió la inmigración de exiliados españoles y lo publicitó como un gesto de misericordia ante su tragedia. Pero la razón, como digo, era la de oponer una barrera a la negritud, además de que los dirigentes pensaban, con buen criterio, que esa emigración daría lugar a un progreso cultural, económico y social al país. Igual propósito tuvo el dar refugio a cientos de judíos que escapaban del nazismo. —Se replegó a otro respiro mientras Polín encontraba puntos de relación con la emigración que protagonizaba—. Bien. Llegué con otros cientos de españoles en febrero del cuarenta en el buque La Salle, que partió desde El Havre. Vinimos médicos, enfermeras, albañiles, carpinteros, ingenieros, profesores, por citar algunos oficios productivos. La mayor parte hicieron una nueva emigración a otros países porque en este no podían desarrollar sus conocimientos. Así que ese proyecto dominicano de repoblación blanca fracasó porque pocos decidimos quedarnos. Por eso nunca se ha extinguido el temor a que lo blanco se diluya. Porque Haití, con casi la mitad de extensión que Dominicana, tiene mucha más gente, pudiera decirse que superpoblación. Y su expansión solo puede ser a través y a costa de este país.

—Entonces es verdad lo que dicen de que esta colonización nuestra ye para mejorar la raza.

—Para eso y para aportar vuestros conocimientos. Es la misma idea, siempre latente: traer blancos al país y mejorarlo con su aportación. —Volvió a remojarse la boca con otro trago—. Yo quedé aquí porque me ofrecieron trabajar en la Secretaría de Estado de Educación y Bellas Artes con el doctor Joaquín Balaguer, que es el intelectual del Régimen y se ha convertido en un encendido ensalzador de Trujillo. Me fue bien y participé en la creación de escuelas en distintos puntos del país. Cuando me insinuaron, que era tanto como quedar obligado, que me nacionalizara y me hiciera del Partido Dominicano, dejé el asunto y me vine para acá. Y ahora estoy en compás de espera. Quizá conmigo hicieron la vista gorda por tener esposa dominicana y porque no han visto movimientos subversivos por aquí, justificación de las dictaduras para pasar la escoba por los sospechosos de disidencia. Pero creo que vendrán por mí en cuanto haya la mínima. Lo tengo por inevitable. Como inevitable es que nunca regrese a España a no ser que… Bueno. Un sueño: el de que vuelvan los nuestros.

Todas las amanecidas la colonia despertaba en una fina neblina que secuestraba los suelos, adensándose hacia occidente e impidiendo ver los picachos. Luego el sol la escindía en pequeños soplos de vapor que se iban disolviendo mientras lo pintaba todo de múltiples colores. Al no haber industrias y casi nula circulación rodada en la zona, los trinos y el murmullo del verdor mañaneros se esparcían sin impedimentos. Polín y Martín veían Asturias en esos montes que se atropellaban en la lejanía. Sobre todo en los atardeceres de nubes curiosas que tamizaban el sol y dejaban pasar sus rayos en el aire quieto para que el suelo se pintara con pinceladas de luz y sombra.