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La Coruña, noviembre de 2005

En O’Fiuza volví a encontrar al hombre de la barra, como si fuera un centinela en el puesto. Me acompañó a una mesa. Cuatro hombres acomodados de años jugaban al dominó. A cada golpe de fichas los vasos rebotaban. Uno de los jugadores levantó la mirada.

—¿Usted es el de las preguntas? —Asentí—. Espere que acabemos esta partida. No tiene prisa, ¿verdad?

—En absoluto —acepté, dándole la mano—. Será un placer. Supongo que es Petín.

—No, Arcadio. Petín es este —señaló. Repetí el saludo y también a los otros dos—. Vaya a una mesa antes de que se ocupen. Iremos pallá en cuanto acabemos con estos —dijo, con gesto de jugador empedernido.

Como un cuarto de hora después, se levantaron y se acomodaron en mi mesa tras pasar por el mostrador y llenar sus vasos.

—Dous mellor que un pra cousas da memoria —dijo Arcadio.

Petín enarboló un brazo hacia José, que se aproximó.

—Tráenos un-a de pulpo e un-a de viño. —Se volvió a mí—. Usted beberá vino, ¿no?

—Les acompañaré. Pero déjenme que les invite.

—El vino es de lo mejorciño que hay por aquí. Viene de Ourense, de viñedos propios. El abuelo de José fue quien abrió el negocio, muchos años atrás, no aquí, sino allá bajo, entre las huertas. Era un bodegón al que se llegaba por una corredoira de tierra. De aquella, la gente iba, incluso los jóvenes, no tanto por las buenas partidas que sechaban como por el vino. Era un tío emprendedor. Ahí lo tiene —señaló una foto en blanco y negro colgada de la pared tras el mostrador—. Tan pancho.

—¡Qué dis, ho! —dijo Petín, yendo al grano—. Pero home de Dios, de eso hace mil años. ¿Y dice que viene de Madrid?

—Sí. Solo necesito que recuerden algunas cosas. Eso les vendrá bien. Es como rejuvenecer un poco.

—Sí y no. Hay recuerdos buenos pero otros no lo son.

—No les hará daño recordar a esa familia, y lo que saben de ella. Poco o mucho.

—Los Valadouro… Sí… As fillas marcharon pa América, no sé a qué país. Pero me acordaré porque tengo el coco bien arreglado, ¿sabe? A pesar de que usted me vea algo escarallado, solo tengo setenta y ocho años.

—Yo tambén les recuerdo. Cómo no, si estaban en las mismas huertas, casi juntas —dijo el otro.

—Quizá también recuerdan a estas chicas, que allí vivieron —dije, enseñándoles las fotos tomadas en Mellid. Requirieron sus anteojos y las miraron con atención.

—Claro que sí. Cómo olvidarlas, sobre todo a moza, que iba como Blancanieves iluminando por donde pasaba. Pero ellas no eran de la familia propiamente. O sí. Quién sabe a estas alturas.

—Sobriñas. Eran sobriñas. No nacieron aquí. Creo recordar que los Valadouro se hicieron cargo cuando los padres de ellas murieron, contaron que por ahí abajo.

—Daquella no era como ahora, que la gente se pone cualquier trapo, pantalones rotos, pelos pa cualquier lado. Si a algunos se les hubiera ocurrido ir así, les habrían llevado a comisaría. Entonces se guardaban las formas, el gusto por el vestir. Nadie salía de casa sin arreglarse adecuadamente según los cánones. Esa chica, la moza, ¿Paula, dice que se llamaba? Bueno. Aparecía en la calle como si en vez de la huerta saliera de un jardín, como si ella misma fuera un ramo de flores. Quien la viera pasear por la calle Real no imaginaría que vivía en una casucha.

—Además era muy simpática, saludaba a todo el mundo. La Blanca era muy bonita tambén pero no tenía la gracia de la hermana. Parecía triste, como si echara de menos a los padres o al pueblo. Claro que todavía era pequeña. A lo mejor luego se llenó de sonrisas, como la otra.

Miré con mayor interés a ese par de compinches. No imaginaba que pudieran expresarse con tales chispas poéticas.

—Había dos clases bien diferenciadas. Por un lado los bien situados o los que aparentaban estarlo. Ellos, bien trajeados, corbata y zapatos con brillo de limpiabotas. Ellas vistiendo lo mejor que tenían, bien peinadas, con sus bolsos y tacones. Todos sobrados de ínfulas.

—Estaba Franco y entonces se armaba la de Dios —dijo Petín.

—Franco vivía en El Pardo, en Madrid —apunté con cautela, más para recordarles mi presencia que por el hecho en sí.

—Claro, carallo. ¿Cree que no lo sabemos? Pero me refiero a los meses de agosto, cuando venía al Pazo de Meirás, con todo el séquito y la parafernalia.

—Eran gente señoritinga, elegante, burguesa; una sociedad clasista, con educación, con nivel —siguió Arcadio—. Una ciudad provinciana, de funcionarios, con sueldos fijos, todos dándose una importancia desmedida, acorde con los tiempos de subordinación a las apariencias. Paseaban por la calle Real hasta la plaza de María Pita. Las cafeterías, las joyerías, los comercios, todo lleno a rebosar.

—Éramos coscientes de estar viviendo momentos únicos de la historia de la ciudad y del país. Franco recuperó los modales que consideraron se perdieron durante la República. Nadie se llamaba de tú salvo los íntimos. Los hijos llamaban de usted a los padres.

—Toma, yo. Nunca les llamé de tú.

—Nosotros éramos la otra clase, los de las zuecas. Vivíamos mal, con muitas necesidades pero non pasamos fame. No había cuartos pero las huertas daban de todo. Unos cultivaban unas cosas y otros, otras: patatas, tomates, acelgas, zanorias, cebollas, grelos, lechugas, pimientos, judías… Hacíamos trueque, ¿sabe lo que es eso? Y vendíamos a los mercados.

—Y luego estaban as vacas, cordeiros, cochinos, gallinas… Comíamos mejor y más sano que muchos que andaban por la calle Real, aparentando. Ahora no hay vacas ni cordeiros ni burros ni otros animales en toda Coruña.

—Si les sirve de consuelo les diré que eso pasa en todas las grandes ciudades —dije, para que apreciaran que seguía estando allí por una razón concreta.

—Todo lo que ahora puede ver desde esta avenida hacia el mar era una leira; es decir, campo, con casuchas desperdigadas. Incluso las había cerca de la Torre. Desde as Lagoas hasta San Amaro todo eran huertas. Este y yo, y otros muchos, tambén éramos percebeiros. Entre otoño e invierno entrábamos a las rocas en la bajamar, con nuestros pantalones de pana y alpargatas de esparto. No teníamos otros. Non como ahora, que levan traxes de neopreno e guantes e todo eso. Metíamos la rapa…

—Supongo que sería…

—Una lámina de acero afilado hecha de ballesta y con mango de madeira. Arrancábamos piñas de percebes entre las olas y la espuma con gran peligro…

—¿Qué peligro puede haber en la bajamar?

—No es lo mismo la bajamar en una playa que en las peñas. De pronto, se levanta una ola y testrella contra los riscos o tarrastra mar adentro.

—Mire —dijo Petín, enseñándome los brazos. Varias cicatrices se juntaban—. Estas huellas son de las caídas, resbalones y heridas.

—Tambén íbamos al pulpo. Pescábamos «a la seca», dando con el bichero entre las grietas de las rocas. El pulpo quitó mucha hambre en Galicia. Deberían hacerle un monumento más grande que el que hay en el paseo marítimo.

—Luego utilizamos la rañeira. Pescábase más fácil.

No quise que me describieran ese arte para que no nos dieran las uvas. Me limité a asentir. Para entonces la botella estaba a punto de ser licenciada.

—Monte Alto era o mellor barrio da Coruña, ¡o mais enxebre! Aquí estaba la cárcel, la Torre, el cementerio, el Club Náutico, el Matadeiro… Por la Real estaba el gran comercio pero esta era la zona produtiva… Ya no hay huertas pero seguimos siendo los… ¿cómo dicen ustedes? Los de más solera. No cambiamos esto por na del mundo.

—En los agostos, Coruña era la capital de España. Con Franco venía su Estado Mayor y los vencedores de la guerra, todos a salir en la foto, como dicen los modernos. El Pazo era como la Moncloa ahora. Allí celebraba Consellos de Ministros y hacía sus decretos. Ahí estaban el general Juan Vigón, que fuera presidente de la Junta de Energía Nuclear; el general Millán Astray, fundador de La Legión, y todos sus amigos ferrolanos: almirante Nieto Antúnez, a quien Franco llamada Pedrolo; Juan Antonio Suances, fundador del INI; el general Gabeiras Montero, gobernador militar de Ferrol, aunque no da vella hornada; el general Martín Alonso, que llegara a diretor de la Guardia Civil… Tambén, cómo no, Camilo Alonso Vega, que luego dirigiera el Ministerio de la Gobernación. Su señora, doña Ramona, era asturiana como doña Carmen, e íntimas amigas.

—Me dejan admirado —dije, tratando de ver la forma de interrumpir aquel catálogo de recuerdos—. No imaginaba que supieran todo eso.

—¿Qué cree? No tenemos estudios pero no somos unos paletos.

—Ellas lideraban un exquisito y reducido grupo de señoronas poderosas que ponían y quitaban gobernadores civiles —prosiguió el otro—. Paseaban cargadas de joyas, con sombreros y pamelas, seguidas de pelotilleros y aduladores. Entraban en las joyerías o en las pastelerías, con todos los lameculos detrás. Sobre todo en la joyería Malde, en la calle Real. Era la preferida. La cantidad de crucifijos, rosarios, cuberterías y joyas que compraron allí… No crea que pagaban ellas. Se dice que nunca lo hacían. De ello se ocupaban los que andaban a la caza de licencias de importación y otras concesiones del Gobierno… Salvo las joyas, casi todo lo demás era pa ayudas benéficas, propias de damas de tan alta alcurnia.

—Muy amigo del Caudillo fue Pedro Barrie de la Maza, a quien hizo Conde de Fenosa. Un título que llamó mucho la atención en su momento porque no era el nombre de un pueblo o de una región sino de una empresa.

—Es que él ayudó mucho económicamente a Franco durante la guerra. Era lógico que le compensara. Pero lo curioso no es eso sino que se han borrado todos los signos de Franco en Galicia. Sin embargo aquí, Barrie de la Maza es hijo predileto y tiene calles a su nombre. Y hasta una Fundación. ¿Cómo se puede entender?

—Eran todos muy devotos. Aquí llegaba el cardenal Quiroga Palacios, arzobispo de Santiago y que hablaba diretamente con Dios, como todo el mundo sabía; el obispo de Ourense, el de Lugo, el de Mondoñedo… Los cardenales, los capellanes, el vicario general castrense… Todos a saludar al Caudillo. La hostia. A propósito, le contaré un chiste que corría. Uno pregunta a un amigo: «Oye, si bajo Palio se lleva al Santísimo Sacramento, al Papa, a la Hostia consagrada, ¿cómo es que también va Franco si no es nada de eso?» «Porque Franco es mucho más. Es la Rehostia». —Se echó a reír al compás que su amigo, mostrando ambos unas dentaduras vulneradas—. ¿Lo conocía? —Negué con la cabeza mientras les acompañaba en la obligada risa para no desentonar—. Sí. Menudo era el tío.

—Coruña era el lugar de moda, ya le digo —siguió Arcadio—. Todo el mundo presumiendo de venir a veranear aquí. Esa corte puso de moda la playa de Riazor, anulando la de San Sebastián, que era hasta entonces la más distinguida de España desde los tiempos del rey Alfonso. No se imagina. Fíjese que teníamos trolebuses, lo más moderno en transporte. La de Dios, joder. —Movió la cabeza y en su voz tembló un lamento—. Coruña no volvió a ser lo mismo. Nunca volverá ese nivel.

—Todo el clero acudía a caciquear con Franco —apuntó Petín—, unos pa sus familiares e todos pa que la Iglesia siguiera llevando el sistema educativo del país. No había muchos institutos pero sí colegios religiosos: jesuitas, escolapios, salesianos, redentoristas… E non digamos os seminarios. Todos llenos.

—Les recuerdo que…

—Iban al puerto a ver el yate Azor, custodiado por buques de la Armada. Todos girando alrededor del Ditador. Aquí estaba el mundo de la política, del comercio, de los negocios. Alcaldes, generales, gobernadores…

—Al principio, Franco venía en el Mercedes que le regaló el Furer alemán, rodeado de su Guardia Mora, que era todo un espetáculo. Después de la independencia de Marruecos despacharon a esos tipos y entonces llegaba en una comitiva de Cádillas, esos cochazos americanos. Y ya en la década siguiente vinieron en los Doye Dar, el haiga español que fabricaba Barreiros en Villaverde de Madrid. Filas de ellos invadiéndolo todo como si esto fuera Nueva Yor.

—Son evocaciones muy interesantes, pero quizá puedan concentrarse en el tema que me trajo aquí —dije, procurando que no sonara como una interrupción ni como un reproche pero con clara intención de traerlos a la actualidad. Me observaron como si de repente cayeran en la cuenta. Petín miró a su amigo.

—¿Ves? Siempre te se va la lengua —acusó, como si él hubiera estado de mirón. Se volvió a mí—. Diga usted.

—Dijeron que la familia Valadouro marchó a América. ¿Paula y su hermana también se fueron?

—En realidad no marcharon todos. El marido de una de las hijas es el que emigró. Levouse a muller e a filla solteira. Aquí quedaron los padres, que murieron hace muchos años. A las chicas que busca dejamos de verlas por las mismas datas. Posiblemente fueran pallá con sus primas. La verdad es que sus preguntas me hacen recordar, pero es que… Joder, tantos años… ¿A quién le importa lo que les pasó? Diga.

—¿No recuerdan adónde fueron, el país?

—No, carallo… No acabo de… ¿Tú lo recuerdas? —miró al otro, ofreciéndole la oportunidad de completar la narración.

—República Argentina o de no sé qué. Lo que sí macuerdo es que marcharon muchos desas huertas, de repente, como si se hubiera descubierto una mina de oro en alguna parte. Deixaron aquí os vellos, mulleres e rapaces, e marcharon.

—Non, home. Algunos levaron as mulleres e fillos. Estás equivocado.

—Que non, que marcharon solos os homes. A ellas las reclamaron después. Y a las hermanas, como ocurriera con esas de que hablamos.

—¿Volvió alguien de esos que emigraron? —tercié.

—Sí, unos cuantos que no les fue bien y despotricaban. Aquello estaba muy lejos. La mayoría volvió a marchar, esta vez a Alemania o a Suiza o por ahí. Vieron otros mundos y esto les quedó pequeño.

—¿Volvieron los Valadouro?

—No. Las fillas y el yerno jamás tornaron. Los padres murieron sin volver a verlas. Tampoco volvimos a ver a esas chicas de usted.

—Paula cocinaba muy bien, según decían —señaló Arcadio, indagando en su memoria—. Ante tanta demanda los grandes restaurantes buscaban buenas cociñeiras, porque entonces quienes mandaban en las cocinas eran las mujeres. Necesitaban xente en todas partes. Aquí entonces no existía eso del paro. Ella se presentó con alguien de la familia. Le hicieron unas pruebas en el restaurante Coral y la emplearon.

—Fue en El Rápido.

—En Coral, carallo. —Se volvió hacia mí—. Eran restaurantes de lujo, famosos, de platos con nombres raros, solo pa xente con diñeiro. Allí iban generales, terratenientes de antes de la guerra, ya con sus haciendas recuperadas, y los monárquicos ilusionados en que se restauraran sus privilegios. Siempre estaban llenos. En los agostos, cuando Franco venía, había que pedir reserva semanas antes.

—Nunca entramos, ¿cómo íbamos a hacerlo? No era sitio pa pobres. Mirábamos desde la calle. Los camareros vestían chaqueta color crema sobre pantalones negros y la pajarita al cuello. Nunca tuvimos esas ropas.

—¿Dónde están esos restaurantes?

—Estaban en la calle de la Estrella. Luego se fueron de allí. Creo que Coral está por el puerto, en los Cantones. Pero no nos dice pa qué busca a esas chicas.

—Tengo una duda —dije—. Según recuerdan, Paula consiguió un buen trabajo en el restaurante. Me imagino que bien pagado y con gran futuro. Y sin embargo lo dejó para, al parecer, marchar con su hermana a América, a la aventura. Es extraño, ¿no?

Me miraron como si les hubiera pillado haciendo trampas en las cartas. Luego cruzaron las miradas, dudosos.

—Bueno, la gente es como es… —dijo Petín, como excusándose.

—Calla —dijo el compinche, con cara de estar exhumando imágenes a toda pastilla—. Este hombre tiene razón. Paula no marchó a América. Como un año después vino a buscar a Blanca, pero ella había marchado ya. —Se volvió al otro—. ¿No tacuerdas?

—Joder, es verdad. Ahora que lo dices —exclamó Petín, soltando humo por la cabeza—. Quería llevarse a la hermana a Madrid. Me se olvidó porque fue una cosa rápida. Llegar, pum, y marcharse.

—Sí, tan guapa, tan elegante. Como una artista de cine. En Madrid debía de irle muy bien.