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Constanza, República Dominicana, finales de agosto de 1955

… el pan que nos negó la patria

por más que los extraños nos maltraten

no ha de faltarnos en la patria nueva.

ROSALÍA DE CASTRO

La situación en que vivían no era la esperada. En el contrato se suscribía que a cada uno les entregarían una parcela no menor de cincuenta tareas de tierra fértil, lo que significaba una extensión de más de tres hectáreas. El documento no ofrecía posibilidad a la indefinición, habida cuenta de la claridad de su contenido y del entramado de firmas, rúbricas y sellos que lo autentificaban. Los inmigrados daban por sentado que los terrenos estarían ya preparados o, cuando menos, aptos para comenzar a ser trabajados. Pero Constanza era un poblacho en plena selva virgen con la mayoría de las calles sin pavimentar. Fuera del casco había contadas zonas, aunque amplias, donde ejercer la agricultura. Casi todas las tierras tenían dueños, que no parecían saber o querer trabajarlas adecuadamente porque se mostraban improductivas, o, para ser más exactos, con rendimientos pobres y a nivel de subsistencia. El sistema establecido estaba anclado en la Edad Media ya que se basaba en la aparcería y, desde poco tiempo antes, en el colonato, pero en grados primitivos. Parecía no haber dudas sobre los motivos que impulsaron a Trujillo a la contratación de españoles. Sin embargo, ningún inmigrado del eufórico plan había recibido su parcela todavía. Según podían apreciar, el suelo prometido habría de salir de la destrucción del bosque, sin garantías de que pudiera ser apto para los cultivos. Otra solución sería la de establecer un acuerdo de colaboración con los actuales propietarios para compartir las huertas y aportar su conocimiento e ímpetu para mejorar la productividad.

Polín recordó la llegada ocurrida casi tres meses atrás. En la plaza central les esperaban los alcaldes del pueblo y de La Vega, municipio cabecera de la provincia, así como el cura y el síndico municipal. También la treintena de españoles desplazados en mayo anterior desde Baoba del Piñal, con el director de la colonia a la cabeza. Eran familias, algunas con hijos, y a sus ojos presentaban aspecto de veteranos por constituir parte de la primera emigración a Constanza. Fue una recepción muy rebosada de gente ya que también estaban los pocos cientos de naturales del lugar, que asistían a esa invasión con curiosidad, alegría y aprensión. Pero no resultó muy lucida porque lloviznaba y hacía frío. Por caminos embarrados les condujeron a la parte norte donde se asentaba la colonia. Tuvieron la primera sorpresa cuando les asignaron las casas, en realidad unas chabolas de tres espacios hechas de asbesto cemento y tabiques de cartón duro. Era indudable que la plomada había sido desdeñada durante su construcción. Nada que ver con las sólidas casonas de piedra y olor de siglos donde los expatriados norteños nacieron. Además, no había suficientes para todos. El director estableció que los casados debían agruparse a razón de tres matrimonios por casa mientras que los solteros tendrían que juntarse seis por unidad. La sorpresa aumentó al apreciar que carecían de luz eléctrica y de agua corriente. Y que no tenían un solo mueble. Para muchos de ellos el asunto de la luz y el agua no era un inconveniente porque en sus aldeas también carecían de esas modernidades. Pero experimentaron gran consternación al ver las habitaciones rezumantes de humedad y tan vacías como sus tripas.

Con el tiempo habían podido resolver a medias lo del mobiliario. Consiguieron somieres, colchones y ropas de cama, así como sillas y mesas para no estar tirados por el suelo, aunque eran piezas usadas, lo que constituyó un caso de magia. Porque, según el síndico municipal, de la capital aseguraron que todos los muebles y utensilios enviados habían sido comprados nuevos para tal fin. No fueron tan afortunados como los del primer grupo, que nada más llegar recibieron alimentos suficientes, además de camas, mantas, sábanas, toallas y enseres de casa, todo a estrenar, si bien tampoco fueron agraciados con tierras. A la sazón, lo del agua y la corriente eléctrica seguía sin estar resuelto para ninguna casa de la colonia. Se iluminaban con velas, como todavía ocurría en muchas aldeas de España, y obtenían el agua de pozos mediante molinos de viento. Quizá, como parecía por las máquinas que aterrorizaban el bosque, la anunciada visita del Jefe podría revertir al fin en la consecución de tan necesitados suministros.

Recibían una subvención por día de sesenta céntimos de peso dominicano, cuyo valor se equiparaba al dólar gringo, y que les abonaban quincenalmente. Una cantidad lejana a lo consignado en los papeles y que algunos, como él y Martín, estiraban pacientemente. Se alimentaban con la misma frugalidad que era norma en su lejano Concejo, lo que les permitía ahorrar. Otros, por el contrario, fundían enseguida el subsidio y se enmarañaban en deudas y en descontento. Pero a todos unía el mismo sentimiento ilusionado: que llegara pronto el día en que se materializaran las promesas por las que abandonaron sus lares.

Les tocó compartir vivienda con los dos gallegos del buque y dos mocetones de la Castilla alta, que para Polín fueron memoria constante de José Luis Charcán, aunque distaban de alcanzar su nivel intelectual y atractivo personal. Tuvieron una buena relación desde el principio porque eran chicos sencillos y tan ignorantes como ellos de todo lo que no fuera trabajar en el campo. Y no hubo problemas de adaptación. Las casas tenían un pequeño terreno en la parte de atrás, como un jardín, donde había algo parecido a un fogón para cocinar. En un extremo estaba la letrina: una insegura cabinita de madera ocultando un pozo con unas tablas encima para asentar los pies. Su primer trabajo fue hacer una cabina más grande y sólida por constituir una de las piezas esenciales para una buena convivencia. Y para lavar y secar las ropas hubieron de construir una pila y unos tendederos, así como un pilón que les permitiera tener siempre agua al alcance. También construyeron un horno donde fabricarse el pan. Todos aceptaron unas reglas de limpieza y reparto de labores, no muy alejadas del patrón establecido por José Luis en el camarote del buque.

Fue un largo lapso de semanas inútiles en las que se les iba raptando la ilusión en esa espera sin telón definido. Notaron que la incertidumbre sobre su futuro abría brecha en su confianza. No parecía que llegaran a disponer de parcelas y, en caso de tenerlas, si les facilitarían las semillas y los aperos necesarios. El secretario de Agricultura no siempre estaba en el pueblo ni disponible, pero sí el síndico municipal. Les despachaba a todos con un «ahorita», la sonrisa siempre cabalgando bajo su bigote copiado, como si quisiera transmitirles la inutilidad de atosigar los tiempos. Uno de los días en que Martín y él fueron a verle, su hermano mostró una faceta poco acorde con su temperamento habitual. Jamás imaginó que pudiera emitir queja alguna. Disciplinado, ni una sola vez en los años compartidos le oyó protestar por nada y ninguna noche padeció de desvelos. Tenía las manos duras como ramas de carbayón y nunca le persiguieron las enfermedades ni los desconciertos. Además de su renuencia a ejercitar el habla, parecía incapacitado para albergar preguntas, como si todo debiera de seguir un orden y las respuestas tuvieran que llegar inevitablemente con el diario acontecer.

—No sé de qué ríe. No tamos tan felices como ustez —soltó, con las palabras arrastradas.

No dijo más, pero el hombre escondió su sonrisa, apabullado por el diapasón sonoro y la masa muscular del interlocutor.

—Venga acá, como que parece usted enfadado conmigo, señor, pero yo procuro transmitir a las autoridades de la capital sus peticiones y que no parezcan protestas. Usted no sabe cómo es que aquí caminan las cosas. Les estoy haciendo un gran favor.

—Qué favor.

—Ahorita no puedo decirles nada más, pero ténganse tranquilos. Todo llegará en su momento.

Al contrario que la mayoría de los inmigrados, cuya dedicación en la espera consistía en jugar a las cartas o al dominó, Martín y él emplearon esos días vacíos en hacer juntos largos paseos por parajes intocados. Descubrieron cristalinas charcas donde el murmullo de los riachuelos y el croar de las ranas eran los únicos sonidos que se oponían al silencio. Así, exploraron las posibilidades que tendrían respecto a la tierra, única querencia que les vinculaba con ese extraño país. Vieron que los campesinos vivían en una gran pobreza, con recursos de subsistencia, y que todos los miembros arañaban desganadamente la tierra, incluso ancianos, niñas y niños. Llegaron al total convencimiento de que solo había dos caminos para el cumplimiento de las promesas firmadas: la deforestación o el dominio compartido del suelo. No entendían por qué los hortelanos tenían técnicas tan primitivas y una propensión a rehuir el trabajo diario. No usaban el arado sino el palo y la mocha, además del imprescindible machete. El surco y la acequia les eran desconocidos y actuaban en la tierra como si fuera de secano sin beneficiarse de la gran cantidad de riachuelos que la cruzaban. Era como si no supieran vivir de otra forma que en la pobreza y en la galbana. También allí todos caminaban descalzos a pesar de las menguadas temperaturas y el suelo lloroso, lo que no cabía interpretarse como un atavismo sino como la propia miseria. O bien como la suma de ambos factores. Los niños no iban a la escuela por estar obligados en el improductivo laboreo, vetados para ejercitar pillerías. Y sus tutores varones no eran siempre sus progenitores, sino hombres cambiantes en su mayoría, a quienes besaban las manos como en España a los curas. Sin embargo, no daban sensación de gran infelicidad. Como si fuera un aceptado sistema de vida tradicional. O quizá porque habían asumido que el quejarse no aportaba ningún remedio.

En la desasosegante espera, Polín decidió acudir a la Escuela Pública del pueblo donde una media docena de niños venidos del otro lado del mar se mezclaba con unos pocos chicos dominicanos. Quedó impresionado por el bajo nivel de enseñanza que impartía el maestro dominicano, incluso para un alumnado tan escaso e infantil. Allí no podía aprender nada.

Al salir fue interceptado por un hombre mayor, barbado y con greñas blancas y alborotadas, como si fuera uno de esos a quienes llamaban existencialistas y que de vez en cuando pasaban por los caminos del distante Concejo. Resultó ser un maestro español venido de allá al terminar la guerra fratricida. Le preguntó qué buscaba en el colegio porque no era normal que un adulto indagara en lugar tan poco rentable, a no ser que fuera un familiar de alguno de los rapaces. Al escucharle, se ofreció a satisfacer gratuitamente sus deseos de aprender. Manuel San Hermenegildo era su nombre y vivía cerca de la escuela, en una casa propia de una planta, pocas hechuras y escaso mobiliario. No dijo de qué lugar procedía, pero estaba claro que era uno de esos republicanos de la diáspora. Empezó por desechar la Enciclopedia Álvarez y ofrecerle textos de otros autores, además de apuntes propios de gran didactismo. Polín no consiguió camelar a su hermano.

—No ye de eso que preciso saber.

—Tas equivocao. No vien mal aprender letras. Podrás escribir a madre. Y sabrás de números.

—Tú escribirás a madre por los dos. Y harás los cálculos cuando tengamos cosechas.

Cada día iba a clase, un cuartito con tres sillas y una gran pizarra. Era el único alumno. Las lecciones eran claras y las asignaturas de Religión y de Historia moderna no se mencionaban. Polín percibió la gran diferencia educacional entre lo que enseñaba don Manuel y lo que en el viaje en el buque le decía don Torcuato. El maestro republicano carecía de aire paternalista y se centraba en materias de base y sin cargas políticas, como las Matemáticas, la Geografía y la Gramática, con incursiones en la Literatura. También le introdujo en la Historia Universal, la de España y la de América, aunque al principio, luego supo que por precaución, no obvió las referencias al liderazgo de Trujillo, mención que dejó de hacer con el paso del tiempo.

Sus lecciones eran amenas y muy sencillas de interpretación. Huía de tecnicismos y le hablaba comprensivo con el nivel que tenía. Supo cómo canalizar su curiosidad y transformarla en total comprensión. Así, a las pocas semanas ya sabía escribir con cierta soltura y había adquirido más conocimientos que en todos sus años anteriores. Ahora, incluso, podía conversar con cierta fluidez sin temor a caer en el ridículo, si bien esa posibilidad no le era fácil ejercitarla con Martín. Su hermano seguía siendo ejemplo de que se puede vivir en la mudez. En ocasiones iba a buscarle y regresaban juntos a casa. Una de esas veces llegó a tiempo de escuchar al maestro.

—¿Qué le pasa a tu hermano? No es Demóstenes, precisamente.

—¿Quién ye ese? —dijo Polín.

Martín entró y se sentó en una silla enviando su mirada directa al maestro, que se vio constreñido a explicarse.

—Un griego que vivió hace más de dos mil años. Era tartamudo y por eso le despreciaban. Venció esa dificultad echándose piedrecitas en la boca y voceando a la orilla del mar hasta acallar el ruido de las olas. Volvió a Atenas y fue el ídolo. Está considerado como el mejor orador de todos los tiempos.

—No soy tartamudo —dijo Martín, dejando claro que al no serlo no podría emular al griego y que no tenía ningún interés en ese asunto.

Por las clases y charlas con don Manuel supieron que estaban a unos 1.200 metros sobre el nivel del mar en uno de los grandes valles intramontanos de origen lacustre de la Cordillera Central, un anillo ovalado de altas montañas que se erguía desde el centro de la República hasta la frontera con Haití, país habitado por negros en su mayoría y situado en la parte oeste de la isla. Debido a esa barrera natural, el enorme valle de Constanza, poblado de bosques y donde las lluvias regaban casi todo el año, solo drenaba a través de dos ríos llamados Tireo y Grande, por lo que la tierra siempre estaba húmeda y, en ciertos lugares, empapada. Constanza se asentaba dentro de ese altiplano primario casi a los pies del macizo oriental y pasaba por ser la ciudad más fría de toda la República, posiblemente de todo el Caribe, hecho del que ellos podían dar fe. Porque muchas noches tenían que hacer fogatas para sosegarse junto a sus compañeros galaicos y ante la sonrisa comprensiva de los dos burgaleses. En esas nocturnidades heladas celebraron el haber conservado las mantas cuya posesión cuestionaron en la costa.

Con cierta asiduidad Polín escribía a la familia y amigos y, como a todos, sorprendió el hecho de que no había que poner sellos y sí en el sobre una consigna ineludible: «Rafael Leónidas Trujillo, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva», indudablemente con el nombre del destinatario y del remitente dentro. Las cartas se entregaban al director, quien seguiría los trámites para que llegaran a su destino, cosa que sucedía. Significaba que el Benefactor tenía una oficina de recepción donde cambiarían los sobres por otros sellados y con las direcciones correspondientes.

—Una oficina de censura —dijo don Manuel—. Leen vuestras cartas y así saben de qué pie cojeáis.

Mientras él cultivaba su espíritu, Martín continuó con sus marchas y exploraciones. Con asiduidad se levantaba al alba y se desvanecía en parajes cada vez más alejados. En sucesivas jornadas recruzó el río Grande y los arroyos Llano y Limoncillo y, ya en el punto más septentrional de la provincia de Azúa, vislumbró las aldeas de Los Pinalitos, Carbona y otras mientras recorría el enorme Valle del Tetero. Llegó al río Yaque del Sur, en la provincia de San Juan, y caminó por las lomas de Las Zarzas, Alto del Valle y La Tasajera en un afán descubridor insaciable. Aunque el paisaje era muy parecido al de su tierra asturiana, fue estableciendo diferencias. Las tonalidades de verdes de Constanza eran más numerosas que las de allá. Y por las zonas bajas sorprendió un extenso catálogo de flores, con relevancia de rosas, lirios y otras que luego supo llamaban Gerbera y Ave del Paraíso en una explosión de colores que nunca pensó pudieran existir. Llegó a percibir innumerables ruidos y silencios, siempre con la mudez de los cazadores solitarios. Vio gran cantidad de lagartos, mariposas, jilgueros y canarios sin signos de temor, como si el hombre nunca los hubiera amenazado, y se extasió del vuelo majestuoso de un halcón de gran tamaño que luego le dijeron se llamaba Güaragüao. También vio carpinteros tabletear y sorprendió el bullicio que organizaban unos pájaros raros y pequeños, de plumas oscuras y pico amarillo. Se enteró después que recibían el nombre de Cigua Palmera y que lo tenían como ave nacional.

Nunca se encontró con nadie en esos caminares. Seguramente ningún otro español recorrió esas zonas tan en profundidad y en tan poco tiempo, salvo quizás algunos descubridores del pasado. Pero a diferencia de ellos, él no buscaba tesoros ni datos científicos. Solo daba rienda suelta a su alma libre.

Al margen de sus escapadas, Martín mostró una vez más su inclinación natural a la previsión. Dado el poco grado de cumplimiento de las autoridades, imaginó que tendrían el mismo tratamiento dilatorio con las semillas y el abono. Así que poco a poco él y su hermano fueron recogiendo estiércol de gallina que los lugareños no utilizaban. Lo guardaron en un almacenillo con techado que se construyeron en el jardín con trozos de chapa y maderas. Para las semillas tendrían que resolver en su momento.

Al poco de llegar, Polín supo descifrar la misteriosa advertencia de don Torcuato en la despedida, que suponía un cambio respecto a la invitación hecha en el buque de que se relacionara con las mujeres dominicanas. Las de Constanza eran negras y mulatas, salvo unas pocas blancas casadas que vivían en el centro del pueblo. Quizás es que el maestro se informó in extremis y quiso curar su entrometimiento. Polín sabía que existían negros por haberlos visto en fotos de los indianos, en alguna revista y en determinadas películas cuando acudió a algún cine de Oviedo. Pero nunca tuvo ninguno delante. Él carecía de prejuicios de raza al haber padecido la discriminación de una sociedad marcada por la diferencia de clases. Sintió, sin embargo, la impresión de la desemejanza. De haber vivido siempre en un país de blancos había pasado a uno de aparente mayoría negra o mulata. De golpe. No le costó tanto habituarse a ello como a la enorme distancia que veía en las formas de vida comparadas. La extrema pobreza que existía en el campesinado dominicano les había llevado a comportamientos cercanos al tribalismo primario. Salvo el nudo del pueblo, donde junto a casas de piedra persistían algunas construidas con cogollos de caña bravía y techos de yagua, la gente vivía en bohíos o en chabolas hechas con retales de hojalata y cartón, todas con piso de tierra. No usaban platos ni cubiertos y comían con los dedos. El arroz, el plátano o la yuca servidos en hojas vegetales. Raramente aparecía carne en su dieta, salvo ocasionalmente de gallina. Padres e hijos dormían en mezcolanza. Los niños fumaban y bebían ron y había niñas embarazadas con apenas cumplidos los doce años. En general los hombres tenían varias mujeres y ellas hijos de distintos hombres. Por las trazas, seguramente tendrían muy acentuada la desafección hacia la higiene corporal, lo que agravaba el distanciamiento.

En realidad, y según le contaron tiempo atrás, no ha tanto que en las aldeas asturianas vivieron la hambruna y la desesperación aunque nunca a ese grado de disolución familiar. Le dijeron que en la capital había mujeres negras bellas y con estudios, muchas de ellas integradas en la vida política y cultural del país. Pero, sin razones para dudarlo porque en su breve visita a Palacio había visto funcionarias de color, la realidad es la que veía en Constanza. La consecuencia de esas observaciones no le afectaba a él en particular pero sí a otros. Pocos eran los que dejaban abiertas todas las posibilidades, que vinculaban a la fuerza con que les atosigara la entrepierna. De una cosa estaba seguro: su hermano nunca podría tener relaciones con una de esas lugareñas. No por motivos de diferenciación racial sino porque, por encima de otras consideraciones, sabía que en sus silencios flotaba el bullente recuerdo de aquella moza altanera de buena cuna que al caminar iba soltando estrellas por el Concejo y por la que en parte, y sin ella saberlo, se había embarcado en busca de un mundo para ofrecérselo.