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La Coruña, noviembre de 2005

Monte Alto es la zona más elevada de la pequeña península donde se asienta la ciudad vieja de La Coruña. En su mayoría las calles son empinadas, incluso con escaleras de piedra que impiden el paso rodado, y se extienden como tentáculos desde arriba hacia los terrenos ajardinados donde baten las olas. Al fondo, en un promontorio rodeado de mar, la Torre de Hércules no interviene ya en la navegación marítima pero se yergue con la misma arrogancia de hace dos mil años.

En la ronda de Monte Alto solo hay casas nuevas, algunas de gran altura. Me dejó allí un taxi. Preferí dejar el 320 escondido en el hotel. Entré en la panadería Da Cunha, donde una joven atendía a la clientela con la rapidez y efectividad de una ametralladora. Los panes eran alargados, redondos con agujero o no en el centro; de trigo, de centeno, ácidos, tostados, negros, con y sin sal. Todos los panes posibles. La mujer cortaba algunos con un cuchillo dentado según petición y envolvía cada pieza, entera o trozo, con esmero y una economía de movimientos sorprendente, al mismo tiempo que se interesaba por la salud del cliente o su familia. Me pareció que era capaz de estar en misa y repicando al mismo tiempo. Tenía la edad emboscada en sus cabellos rubios y ojos celestes.

—Y poco tiempo, ya ve —dijo, mientras despachaba en segundos a cuatro clientes como si tuviera que coger un tren a punto de partir. Justo antes de que aparecieran otros. Reflexioné en la espera y hube de aceptar lo que algunos aseguran: que el pan es el alimento que más se consume, ahora y siempre—. Se habrá fijado que las casas son nuevas, de treinta años atrás más o menos —señaló en un insólito descanso—. No sé qué había antes aquí. Hay una peluquería más arriba, en la otra acera. La dueña es mayor y quizá pueda decirle algo.

La peluquería es unisex y se llama Daniel Cal. Dos mujeres. Una, demasiado joven; la otra, con los años adecuados para mí.

—No tantos como los que usted necesitaría —dijo, tomándome confianza desde el principio—. Llegué años después pero con tiempo de ver las huertas y las vacas. Estas casas no existían. Era un barrio de trabajadores, humilde, con las casiñas de entonces. No oí hablar de esa familia que usted dice. Si vivieron en este sitio, hace muchos años que lo dejaron.

—¿No conoce a nadie mayor que usted a quien pueda preguntar?

Estuvo meditando. Luego se animó.

—Había una peluquería antigua por ahí abajo. Donde pueden orientarle es en la Cervecería Antón —dijo, saliendo para indicarme—. En esta misma calle.

En el local citado, el dueño se me quedó mirando y vi el esfuerzo que hacía por recordar. No dio resultado. Ignoraba lo de la peluquería y no le sonaba el nombre de la familia Valadouro.

—¿Sabe de algún lugar en el que se reúna gente mayor para charlar?

—Sí —dijo un hombre que escuchaba apoyado en la barra. Me acompañó a la calle y señaló—. Esa que cruza es la avenida de Navarra. Vaya a la derecha. Encontrará una pulpeira llamada O’Fiuza. Todos los veteranos del barrio van allí a diario.

El establecimiento es un rectángulo que se adentra hacia el fondo, bien presentado, limpio, moderno, con unas quince mesas de madera desnuda instaladas en un ala. Las paredes muestran carteles enmarcados de paisajes y equipos de fútbol, la mayoría del Chelsea. En el centro, barriles de madera vacíos haciendo las veces de mesas para quienes no consiguen asiento cuando los clientes saturan. Eran las doce de la mañana y la mitad de ellas estaban ocupadas. Algunas con devoradores de pulpo, otras con hombres jugando al dominó o a las cartas.

José es el dueño, o, mejor dicho, el hijo de la dueña. Moreno, en la treintena, rápido, ocupado en atender a sus parroquianos. Pero aparcó la prisa.

—Sí, hay jubilados que llegan a diario a echar partidas. Ahí tiene a unos cuantos. Pero esos no atienden más que al juego. Es lo único que les interesa. Se pasan el día jugando. No pierden el tiempo en conversaciones.

Me fijé bien. Ninguno parecía bajar de los sesenta y estaban concentrados en su tarea, como si fuera un trabajo a realizar, aislados del entorno. Sobre ellos una atmósfera de casi silencio. Ordenaban las fichas y los naipes con austeridad verbal, los comentarios ajustados, las discusiones ausentes. Solo el golpear de las piezas de marfil o cartulina. Entendí que para ellos aquello no era solo un juego sino el ensayo constante de fintas mentales, para conseguir que la intuición y el cálculo se transformaran en jugadas imbatibles. Una apelación permanente a las matemáticas. Y, como todo el que entra en contacto con esa ciencia, la abstracción les había hermanado.

—Los que pueden escucharle y darle datos vienen más tarde. Después de comer y la siesta. Pregunte a ese —señaló a uno que tomaba un vino en la barra—. Le informará.

No era muy mayor pero estaba sobrado de amabilidad. Me dijo que volviera y que preguntara por Petín y por Arcadio. Eran del tiempo del abuelo y seguro que conocían a esa familia.

Disponía de varias horas libres por delante y consideré que podía aprovecharlas indagando en lo del venezolano fallecido. Por supuesto que no iba a cumplir lo que me exigió en su último suspiro. Y no sentía el más mínimo interés ni la necesidad de involucrarme en esa historia. Pero infortunadamente ya estaba en ella. Esa inexorabilidad me afirmó en el convencimiento meditado: la clave para salir del lío consistía en llevar a los amos de la organización la seguridad de que yo no estaba por la labor de reemplazar a Élido. A no ser que se manejaran en un tejido internacional, circunstancia que haría impracticable la idea por la diversificación de mandos. En cualquier caso, una tarea peliaguda, habida cuenta de que a ellos les importaría una higa lo que yo supiera o pensara. Solo querrían mi destrucción, de acuerdo a su lógica profesional. Así que ese oscuro panorama me conminó a ponerme a la acción de inmediato. Debía tomar la iniciativa. Dar el siguiente paso. Provocarles. Ponérselo difícil. Con ese fin decidí acercarme a ver la guarida del tal Ángel Álvarez. No albergaba dudas de que la zona estaría muy vigilada, por lo que sería captado en breve. Ello aconsejaba la toma de precauciones. Le dije al taxista que me diera unas vueltas por la ciudad, buscando un lugar apropiado a mis propósitos. Lo encontré.

Volví al hotel. Hice llamadas a la agencia y a Rosa. Almorcé. Salí en mi coche y conduje hasta el sitio decidido en la mañana, aprendiéndome la dirección de las calles. Un ensayo para no fallar en el momento preciso. Luego me dirigí hacia el campo de golf. El día olía a lluvia pero las nubes aguantaban la carga. La avenida Alcalde Alonso Molina me conectó, unos seis kilómetros al sur, con la avenida de Nueva York, una vía larga que trepa con curvas a derecha e izquierda entre urbanizaciones modernas y abundoso arbolado. Llegué a La Zapateira, un lugar selectivo similar a La Moraleja de Madrid, según me informaron. Allí, tras muros de piedra y de arizónicas, gentes de buen riñón se refugian en mansiones hechas con granito gallego y techos de pizarra. En una de ellas estaba o debería estar el hombre al que Élido me encomendó matar. Circulé despacio, fijándome en que había pocos coches estacionados. Estarían en el interior de los chalés. No había apenas circulación y no vi ningún viandante. A lo largo de los muros miraban los ojos alerta de las cámaras chivatas. No imaginaba cómo el pistolero pensaba cumplir con su misión si ello suponía tener que atravesar una de esas fortalezas, cuyas alarmas y modernos sistemas de seguridad estarían siempre a punto.

Y tanto. Al rato de merodear vi un coche surgir por una de las esquinas en la luz cenicienta. Ya me habían localizado. Di un par de vueltas para cerciorarme. El automóvil, otro Audi A6, me siguió dócilmente antes de desaparecer. Me resultó sospechosa su ausencia. Paré el coche, apagué el motor y analicé mis posibilidades. Era probable que, imaginando la dirección obligada a seguir, estuvieran esperándome en un cruce para interceptarme. No podría escapar. Yo no conocía otras vías salvo la utilizada para llegar allí. Me atacarían con toda impunidad. Sin testigos. Opté por permanecer parado, en un duelo de aguantes. Decisión acertada. Al rato vi aparecer el coche por un lateral, la impaciencia empujándoles. Arranqué el motor e hice que mi 320 cumpliera. Salí de la urbanización sin que el Audi consiguiera acercárseme. La avenida de Nueva York tenía límites de velocidad. Nos acomodamos a ellos. Enfilé luego la recta y larga avenida Alcalde Alonso Molina y busqué el sitio elegido previsoramente. Aparqué en batería en la calle Modesta Goicuiria, enfrente de la parada de taxis, en el lateral del sólido edificio rotulado como Instituto de Guarda. Salí. Cerré el autoobservando que el Audi incurría en la misma infracción que yo. Crucé al Manhattan Plaza, un bar que forma una especie de proa a un extremo de la plaza de Pontevedra. Entré y elegí una mesa dominante. El establecimiento es moderno y elegante, con sillones de cuero en vez de sillas. Pedí un agua sin dejar de vigilar. Mis perseguidores no salieron del coche porque, a pesar de que el bar tiene otra puerta en la parte contraria, supondrían que no me iba a escapar dejando mi auto allí. Esperarían que regresara a recogerlo y persistirían en el seguimiento hasta encontrar el momento de caerme encima. Fui a un teléfono de pared. Eché unas monedas y llamé al 091.

—Hay dos hombres en un coche estacionado en la plaza de Pontevedra. Llevan pistolas. No sé si esperan a alguien para dispararle o están planeando un atraco.

No les di mi nombre. Solo la descripción del vehículo y el lugar exacto. Me dispuse a esperar. Sabía que llegarían rápido porque las llamadas efectuadas al 091 desde una ciudad cualquiera son recibidas automáticamente por el centro receptor-transmisor de esa ciudad. La calle es corta y al fondo está el hotel Riazor, que domina la playa del mismo nombre. Llegó una controladora del SER. Empezó a fisgar en el 320. Sacó los bártulos de multar porque era zona azul. No habían transcurrido ni tres minutos desde mi llamada cuando vi llegar un coche, que aparcó unos metros más allá. Salió una pareja joven, hombre y mujer, con pantalones vaqueros y chaquetones plurales. Echaron a caminar con normalidad por la acera entre otras gentes. Mantenían conversación animada e intercambiaban risas. Supe que eran policías y expertos, ya que no miraron al interior del Audi al pasar. Fui consciente de que habían captado todos los detalles al acercarse. Siguieron de largo, la situación controlada. Un minuto después aparecieron dos Zetas policiales desde el hotel Riazor y otros dos desde la avenida Rubine, cercando la calle, las sirenas atosigando. Coordinadamente, la pareja volvió corriendo por la acera y apuntaron sus pistolas al interior del Audi. Mientras, una docena de uniformados surgidos de los autos hacían lo mismo desde la calzada. En un momento todo se llenó de voces y apercibimientos. Los dos sicarios salieron con las manos en alto, que pusieron luego sobre el vehículo mientras los desarmaban y les largaban el rollo de los derechos. Los vi entrar en uno de los coches mientras la mujer policía lo hacía en el Audi. Al poco tiempo solo quedaban los taxistas y algunos curiosos dándole a la lengua, la vigilanta de la hora entre ellos. Pagué, salí y fui al 320. La multa había quedado interrumpida. Puse mi mejor acento en rogarle a la aún asombrada controladora que me concediera una muestra de su comprensión. Lo hizo. Me alejé sin multa y con normalidad en busca de mis testigos del pasado.

Otra vez había chafado las intenciones de los sicarios. Estos de hoy seguramente se irían de rositas. No cometieron ningún atentado. Harían la falsa declaración correspondiente y la policía les dejaría marchar. Para diligencias siguientes tendrían un buen abogado. En cualquier caso, ellos u otros no cejarían en la persecución. Pero tuve el convencimiento de que el jefe o jefes estaban tomando nota del episodio. Cierto que mi visita a La Zapateira les podría hacer creer que continuaba con la misión de Élido, ya que no tenían posibilidades de saber que la hice para descontrolarles. Y se preguntarían quién sería el cabrón temerario que por tres veces se había burlado de sus hombres. Pero me estudiarían. Esa era mi apuesta. Y mi posible salvación.

Cuando volviera a Madrid iría a ver a mi amigo, el inspector Ramírez. Buscaría su ayuda para quitármelos de encima mientras germinaba mi proyecto. Aunque no se lo diría todo. No quería que el misterio del venezolano escapara a mi control. Un ignoto sentido me aconsejaba ocultar lo hablado con Élido y retener las cosas que le confisqué.