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Ciudad Trujillo, Constanza, junio de 1955

Uno tiene que ir muy lejos para saber hasta dónde se puede ir.

HEINRICH BÖLL

Volvieron al barracón a recoger sus equipajes. El bochorno era intenso y los más estaban inmersos en sudor. Polín nunca estuvo en lugares tan calurosos y se preguntó cómo la gente podía vivir en esa caldera. ¿Cuánto debían beber para no deshidratarse? Como otros, pensó en desprenderse de la manta, considerando que era innecesaria en ese clima tórrido. Martín se lo impidió. Los grupos fueron definidos. El de Baoba tendría que regresar al puerto para tomar otro barco. Era el medio normal empleado para viajar a poblaciones costeras debido a la falta de carreteras adecuadas. Los destinados a Constanza, unos 140 emigrantes, viajarían en guaguas. En las despedidas Polín buscó a José Luis con ansiedad. Le echaba de menos de forma intensa. Cuando miró sus ojos vio flotar en ellos un gesto diferente, como si hubieran dejado de acosarle las incertidumbres y todo estuviera saliendo de acuerdo a sus previsiones. Era de los que se quedaban en la capital para las obras de la Feria.

—¿Qué harás cuando se terminen esos trabayos? —dijo, esperando que el otro no le notara una excesiva tristeza.

El burgalés no parecía afectado por el nerviosismo reinante. Se tomó la respuesta con la filosofía habitual, como si a despecho de la urgencia general tuviera todo el tiempo del mundo. Le puso una mano sobre el hombro y lo llevó a un aparte.

—¿Qué te pareció el Gran Jefe?

—¿El presidente? —dijo él, sorprendido de nuevo por la inclinación del otro al despiste—. Creo que ye un gran hombre y que nos dará lo prometido.

—Debes espabilar, chico. No es el presidente, cargo títere que ocupa su hermano.

—¿Títere? No sé qué dices.

—Joder, que es un inútil. Una pantalla que su hermano puso ahí para que haga lo que él dice. Trujillo es quien manda en realidad. Por eso es el Gran Jefe. —Dirigió la vista al grupo y cambió el tono—. No te fijaste bien en el fondo de la recepción, todo el mundo alelado ante su imponencia. Un rebaño implorante de oportunidades que se nos niega en nuestra tierra. Sentí vergüenza. En su día todos estos países fueron nuestros y no supimos o no pudimos o no nos dejaron administrarlos adecuadamente. —Por un momento Polín vislumbró en él un soplo de decaimiento, algo impensable en quien tantos ejemplos de invulnerabilidad le había dado—. Y ahora volvemos mendigando. Somos ganado para fertilizar esta tierra y sus mujeres. Pero todo en teoría. Hasta ahora no nos ha dado nada.

—Bueno… —No sabía cómo contrarrestar la decepción contenida en ese mensaje—. Hay que probar. Ye como si empezáramos ahora…

—Este no es mi destino, solo un trampolín. Te diré lo que haré porque sé que guardarás el secreto. En cuanto pueda me largaré a Estados Unidos, a Miami concretamente. Allí está lo que busco. —Le miró e hizo un gesto con la cabeza, ya el mismo de siempre—. No confiéis mucho en los demás, españoles o dominicanos, ni en las promesas del contrato. No esperes a que el mundo se hunda a tu alrededor. Díselo a tu hermano, que por cierto me impresionó por cómo encaró al amo. Tiene las pelotas bien puestas.

Le dio la mano, cogió su maleta y se alejó hacia su grupo. Polín le estuvo mirando con la esperanza de que se volviera a saludarle. Pero el otro se perdió en la marea y fue como si nunca se hubieran conocido. Aunque tenía el amparo de su invencible hermano, sintió que algo intangible se le rompía por dentro. Como cuando a un avión se le paran los motores. Estaba necesitado de estímulos ajenos para afianzar su propio convencimiento. Y en ese momento supo discernir que ni él ni Martín podían compararse a ese amigo fugaz y desconocido. Alguien que había agitado en él tantas sensaciones escondidas y que ahora se llevaba el viento.

Don Torcuato vino hacia él.

—Los maestros hemos quedado integrados en la Secretaría de Estado de Educación y Bellas Artes. Me han asignado a la capital. Una parte de nosotros irá a otros destinos, aún no precisados. Puede que alguno vaya a Constanza. —Le miró con simpatía—. Escríbeme si tienes alguna dificultad. No dejes de estudiar. Ya me despedí de tu hermano. Qué tío. No se anda por las ramas. Ha dejado alto el pabellón de España. —Se ensimismó un momento mirando al suelo. Luego añadió de forma algo misteriosa—: En cuanto a lo de las mujeres, eso que hablamos, me han dicho que en la próxima expedición vendrán españolas, algunas solteras. Procura esperar si no te acosan las urgencias.

—No le comprendo, señor.

—Lo entenderás al llegar a Constanza.

—¿Qué pasa allí? Me dijo que nunca había venido a este país.

—Así es. Pero el comentario no tiene importancia. Lo importante es que habéis llegado a una tierra de futuro gracias al hombre que rige el país. Ahora hay dinero. Trujillo acabó con la deuda externa y ha creado el Banco de Reserva. Se están construyendo grandes obras públicas. Una muestra es la Feria, que dicen será algo grandioso. Y no se ha olvidado la educación, con escuelas en lugares del interior donde nunca hubo. Para eso estamos aquí los maestros españoles. Por todas esas labores en pro del pueblo, Trujillo ha merecido la dignidad de Doctor Honoris Causa en todas las cátedras de la Universidad.

Polín ya entendía muchas de las cosas que desconocía al embarcar, pero no al extremo de comprender todo lo que ahora le decía el maestro. Lo que parecía irrefutable es que Trujillo debía ser algo fuera de lo común.

Los autobuses estaban al nivel del buque abandonado. Parecían incapaces de rodar con tanto pasajero. No tenían puertas y la mayor parte de las ventanillas carecía de cristales. Los techos cumplían como almacén de carga. Allí amontonaron las maletas y talegos, sujetándolos someramente con cuerdas. Tiempo más tarde, sin rendir cuentas a ningún horario, se enrumbaron penosamente por una estrecha carretera de tierra, llena de baches y curvas. Supieron que era la principal del país, ya que conectaba la capital con la segunda población, San Cristóbal, al norte de la isla. Polín señaló a su hermano las gentes que dejaban atrás. Eran mulatos y negros, la mayoría descalzos. Muchos hombres llevaban medio cuerpo abierto a los soles; todos un machete en la mano o colgado de la cintura, como si estuvieran preparándose para una batalla. Los niños iban en calzón, los más pequeños mostrándose tal como vinieron al mundo. Las aldeas eran cabañas de madera con techo de paja, todos los huecos abiertos, las cabras investigando qué rumiar en el polvo. Como la mayoría de los emigrados, los dos astures, que no cargaban con prejuicios y que pocas veces habían salido de su región, estaban descubriendo un mundo diferente y primitivo del que nadie les habló. Un mundo que indicaba una forma de vivir inimaginable para ellos, a pesar de que en sus pueblos de Asturias las penurias eran endémicas. Polín volvió a pensar en José Luis. Sin duda que lo que veía distaba mucho de la riqueza que soñaba encontrar. De inmediato recordó los cochazos del puerto, las promesas del Generalísimo y el aspecto de la gente que circulaba por el Palacio Nacional. Dos mundos alejados, en notoria colisión. No tuvo que hacerse promesa de procurar estar en el lado adecuado. Con Martín lo conseguiría, a pesar de lo que opinaba José Luis.

Las guaguas fueron ascendiendo entre chirridos y traqueteos con tanta lentitud que en ocasiones se acompasaban al andar de los lugareños y sus cargados burros. Entendieron por qué las maletas y bultos no iban muy sujetas. Era imposible que cayeran a esa marcha. Con frecuencia debían hacerse a un lado para permitir el paso a otros buses que circulaban en dirección contraria, los techos llenos de bultos y jaulas con gallinas y conejos. Se cruzaron con campesinos que bajaban tirando de burros cargados de piñas y hierbas, que intentarían vender en la capital. Atravesaron ríos por puentes de madera que crujían como si fueran a desmembrarse. En ocasiones pararon en aldehuelas para que las personas y los radiadores repusieran sus niveles de agua. Tres horas más tarde vieron a la izquierda unas altas montañas surgir poderosas de entre el verdor. Pertenecían a la Cordillera Central, adonde ellos se dirigían. Una hora después se detuvieron en Bonao, poblachón situado en la ruta. Allí les dieron sancocho y arroz, que comieron sentados en el suelo, a la vera del camino. Vieron mucha gente vendiendo ramos de flores extrañas, con cabezas redondas en tonos azules y rosas intensos. Les dijeron que se trataba de hortensias y que ese pueblo era el centro de venta del país.

Unos kilómetros más allá abandonaron la carretera y tomaron otra a la izquierda, también de piso de tierra y con una estrechez casi violenta. Polín estaba habituado a las veredas montañesas de su Concejo, pero lo que veía superaba cualquier imaginación. En realidad era un sendero que ascendía zigzagueante entre moles rocosas y precipicios. Tan angosto, que algunas ramas de los descomunales árboles barrían el techo de los vehículos y parecía que les imposibilitarían la circulación. Curvas y más curvas suicidas, agudizando constantemente la sugestión del abismo. La apelmazada atmósfera se invadía del tufo de frenos chamuscándose. Miró a sus compañeros y sorprendió en sus rostros el mismo canguelo que él sentía, lo que no era el caso de Martín, despegado siempre de temores. Le miró y se confortó. Al poco entraron en zona de niebla baja, con el piso mojado. El sol y los mosquitos desaparecieron, como si hubieran pasado a otro país. Una masa de algodón lloviznado se adueñó del espacio. La temperatura empezó a bajar y muchos empezaron a tiritar de frío ante el brusco cambio. Rachas de agua pulverizada entraban por las ventanillas y las puertas. Los conductores prendieron las luces pero no todos pudieron conectar los limpiaparabrisas por estar averiados. De vez en cuando el convoy se detenía y alguien bajaba a limpiar los cristales.

A unos quince kilómetros coronaron el puerto. Las guaguas se detuvieron en una explanada para que los autobuses recuperaran el resuello y los pasajeros vaciaran sus vejigas y depósitos rectales. A un lado vieron un pequeño altar al aire libre. Uno de los conductores les informó que se trataba de la Virgen de los Camioneros, y que lo ideó un español hacía unos cinco años. Al parecer tuvo un accidente y salvó la vida milagrosamente. Su camión cayó al vacío y él estuvo más de un día suspendido en el precipicio, rezando a la Virgen. Ella le permitió salir del trance. En agradecimiento construyó la placa y el altarejo, que siempre estaba rodeado de ramos de flores y velas, ofrendas de tantos necesitados de protección divina.

A partir de ahí el camino era descendente, con curvas más abiertas que permitían espaciar las frenadas. La niebla quedó atrás y pudieron contemplar unos valles inmensos sembrados de lomas y con tupida vegetación natural. Era como un mundo intocado, la tierra nunca pisada. Ahí parecía estar su futuro. ¿Sería lo que señalaba el dedo de Colón? Para empezar tendrían una casa para cada uno, debidamente amueblada y con luz eléctrica y agua corriente. Y de inmediato empezarían a trabajar en las parcelas de su propiedad, que les estaban esperando junto a los aperos necesarios y las semillas.

Finalmente llegaron a Constanza, cuando el sol se había precipitado tras los picachos. Habían empleado más de siete horas en cubrir una distancia de unos ciento cuarenta kilómetros desde Ciudad Trujillo. Pero al fin, después de tantos fatigosos días, su viaje había terminado.