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La Coruña, noviembre de 2005

Era tarde para iniciar pesquisas en la capital coruñesa. Como el tiempo se mostraba lluvioso no seguí la costumbre de dar un paseo al llegar a cualquier lugar. Decidí cenar y aprovechar para hacer balance de la situación.

El caso que investigaba y que me llevó a Melide lo reanudaría al día siguiente. El que constituía la sorprendente herencia de Élido esparcía dudas en mis certidumbres. Para alguien no avisado, lo más razonable sería pasar todos los datos a la policía. Son los más capacitados para llegar al fondo de los asuntos concernidos, habida cuenta de sus medios. Eso no significa que puedan eliminar las posibilidades de atentados. Mi experiencia imponía la realidad. En mi caso, me facilitarían cierta protección preventiva si en próximos intentos se consiguieran pruebas fehacientes. Pero la amenaza y el peligro no quedarían conjurados ni hasta entonces ni después. La fría realidad es que me seguían para matarme. Solo yo podía proteger mi vida. Y el modo de conseguirlo era siendo más rápido que ellos. ¿Tendría entonces que hacer de mi existencia una huida permanente? Ni pensarlo. Por tanto, además de no darles la mínima oportunidad, resultaba imperativo adoptar medidas disuasorias para que los cazadores desistieran de sus propósitos. ¿Cómo hacerlo? ¿De qué forma se suprime una condena a muerte? Estuve analizando el asunto desde todos los ángulos. Después de una larga cavilada encontré que la única solución sería llegar a la cabeza de la banda y hacerles ver que lo de Élido fue un episodio fortuito y que su argumento me importaba un comino, lo que respondía a la verdad. Bien cierto que no era fácil de olvidar la mirada enfebrecida del pistolero y su angustiosa petición de que recogiera la antorcha. Pero ambas súplicas ya habían quedado en la hucha de mis anécdotas.

Convencer a los barandas. Nada menos. Una opción aparentemente absurda, sin duda, y muy lejana a mis recursos actuales. Pero no irrealizable. Y dado que a los asesinos que me acosaban les tenía sin cuidado lo que yo pudiera saber o ignorar, no empeoraría mi situación si lograba capturar la verdad oculta del tremendo legado recibido. Antes al contrario, cuanto más supiera mejor podría estructurar mi plan. Así que exploré en su móvil sus últimas llamadas, sabiendo ya los códigos telefónicos.

Diez se hicieron a un número de España y las restantes a varios de Venezuela. Llamé al de España. La voz suave de un hombre dijo: «Entre». Colgó cuando empecé a hablar. En el primero de Venezuela, otro hombre emitió idéntica palabra. Al oírme, también interrumpió la comunicación. En los restantes hicieron lo mismo. Sin duda que era una contraseña, a la que yo debía responder con otra. Al no hacerlo, ellos, quienes fueran, supieron que no era la persona adecuada, lo que les llevaría a entender que Élido había causado baja en la pelea porque su celular estaba siendo usado por un desconocido. El de España podría ser quien le facilitó el arma una vez llegado a Madrid. No tenía forma de saber quiénes eran a no ser que me contactaran, cosa no del todo improbable. Porque yo conservaba las cosas del venezolano.

En el tránsito, Élido me había susurrado las palabras: «Compa», «Tres», «Pozo» y «Negro». No aparecían en sus documentos. Abrí su ordenador y escribí una a una las cuatro palabras. Probé varias combinaciones hasta que con «Compa3» la pantalla descubrió el Escritorio. Introduje «Pozo». Aparecieron una veintena de documentos. Le di a «Negro». Ahí estaban el nombre y la dirección del objetivo del pistolero muerto. Precisamente en La Coruña. Ángel Álvarez Vázquez. El hombre al que debía matar.