7

Ciudad Trujillo, República Dominicana, mayo-junio de 1955

No vi sino el camino.

Todo siguió celeste.

PABLO NERUDA

Martín y Polín subieron a cubierta notando el retemblar del buque, lo que había llegado a ser constante, día y noche, y que ningún tripulante aclaraba. Estaba llena de impacientes. Buscaron un asiento cerca del puente y echaron un cigarro. Polín divisó a José Luis.

—Voy a hablar con él —dijo, mirando a su hermano. Como siempre, daba la sensación de que nunca se conmovía por nada. Eso le convirtió en una razón de seguridad para la familia, y en concreto para él, sobre quien tendía un permanente halo protector. Ahora fumaba con gesto aparentemente distanciado, como si estuviera en el prado cuidando las roxas—. No te importa, ¿verdaz?

—Ve tranquilo.

Polín caminó entre los grupos. En ese momento se oyó una fuerte explosión allá abajo, en el vientre del buque, que empezó a escorarse hacia estribor. Sin tiempo para reaccionar, una segunda explosión conmovió a los emigrantes. Los situados en superficie rodaron por la pendiente producida. Un oficial empezó a gritar señalando al otro costado del buque.

—¡Hacia allá todos, carajo! ¡Corran, corran, tírense todos allá!

Polín se esforzó en escalar la inclinada cubierta sin escurrirse. Llegó a babor y se agarró de la barandilla. Pudo ver la roja carena de esa parte del barco surgir como si algo gigantesco la empujara por abajo. Desde los camarotes subían los pasajeros llenos de susto y desconcierto, tropezando y escurriéndose. Observó a la gente desplazarse torpemente y en masa hacia la parte donde él estaba. El peso de tantos desequilibró el navío hacia el lado contrario, empujando para abajo el costado. Vio cómo la carena se hundía tirando de la cubierta hacia las profundidades. Sintió el vahído del descenso. Durante unos instantes de espanto y mudez general, se vio tan cerca del agua que le pareció un vuelco sin retorno. Su mente entró en confusión y se notó imantado hacia la tenebrosidad, colgado de la escurridiza barandilla. Iba a caer. De pronto una mano de hierro le aferró de un brazo. Miró hacia arriba. Su hermano le izaba sin esfuerzo aparente al otro lado de la barandilla. No era sorprendente para él, acostumbrado a las proezas de Martín. Lo que le pasmó fue ver a tantas personas escurriéndose o agarradas a salientes en la cubierta en rampa, algunos colgando del barandal como antes él. Al momento, y mientras estallaba el griterío de pavor contenido durante la impresión, el lateral fue rebotado hacia arriba y osciló de nuevo hacia la otra banda buscando la estabilidad perdida. Sorprendentemente nadie cayó al mar y la mayoría buscó con desespero el costado contrario, en una repetición de la escena anterior. Los oficiales se desgañitaban tratando de hacer comprender al ofuscado pasaje que debían repartirse para nivelar el vapor, lo que consiguieron poco a poco y parcialmente, entre carreras y caídas en los resbaladizos vómitos. En eso estaban cuando se oyeron disparos. De repente dejaron de percibirse los ruidos y desaparecieron las vibraciones. Era como si hubieran matado al barco, que siguió marchando oscilante cada vez con menos fuerza hasta detenerse por completo. Tiempo de voces y temores. El capitán pidió hacerse oír desde los altavoces.

—Señores pasajeros, presten atención. Reventaron dos calderas. Hemos tenido que disparar contra las otras, que amenazaban con explotar por la presión, lo que hubiera hundido el buque. Estamos varados. El transmisor de radio también rompió y como que no tenemos comunicación. Pero nos encontramos en el Canal de la Mona, cerca de la República Dominicana, un lugar de mucho tránsito. Además, al no tener noticias nos buscarán. Quédense tranquilos. Prontito seremos auxiliados. Mientras, cuiden sus alimentos y agua porque las bodegas se inundaron y todo se arruinó.

Polín se acercó a José Luis.

—Según el jefe de máquinas, el buque está en las últimas —dijo el burgalés, como desganado—. No volverá a recorrer los océanos. Si no se hunde, será desguazado.

—¿Nos hundiremos? El otro día dijiste…

—No lo sé, amigo. Depende de cómo sea la vía de agua y de lo que tarden en venir a auxiliarnos. —Miró a lo lejos, como si pudiera detectar en la distancia algo distinto al agua—. Esta mierda de barco ha resultado ser un cascajo. Se ve que el gran hombre no fue muy riguroso a la hora de examinar la mercancía. Espero que, si nos salvamos, las otras promesas no naufraguen.

Esa noche divisaron unas luces brillando por oriente. El capitán informó que procedían de Puerto Rico, otra isla-país situada a unas tres millas. Pero nadie llegó en su ayuda. El día trajo de nuevo el intenso calor, sin brisa consoladora. La falta de agua dulce empezó a producir desmayos e indisposiciones. Muchos sufrieron deshidratación y pérdidas de la realidad, sin que los médicos, el del barco y el de la expedición, tuvieran posibilidad de impedirlo. Polín pensaba en el agua que emplearon en los lavados de ropa. Ante la enorme necesidad le hubiera gustado disponer de ella. Ningún barco aparecía en la lejanía. La mayor parte de los pasajeros y tripulantes se subordinaron a una avasalladora preocupación. Porque a la terrible sed se añadía el escorado del buque, cada vez más pronunciado. Estaban en aguas de tiburones y los veían rondar como apercibiéndoles de cuál podía ser su destino. Los emigrantes se preguntaban por qué no hacían nada las autoridades del buque. ¿No había medio de reparar los aparatos transmisores? ¿Acaso no podían utilizar el código Morse o algún sistema de comunicación de urgencia? Si llegaban a hundirse, ¿habría botes para todos?

Las horas se hicieron agónicas. Dado el calor reinante, los camarotes se habían convertido en celdas de castigo donde ni los enfermos podían aguantar. Todos se refugiaban en cubierta, disputándose las zonas de sombra, guardándose de hacer movimientos para no incentivar el sudor. Polín resistió gracias al agua de su hermano, que demostraba estar al margen de las necesidades humanas ya que ni bebía ni se quejaba. Él sabía de su estoicismo pero nunca antes tuvieron que afrontar prueba tan dura.

No vieron ningún barco, ni de lejos. ¿Dónde estaba el tráfico indicado? Al tercer día una avioneta les sobrevoló. Temieron que el aviador no hubiera sabido interpretar las señales desesperadas que hicieron desde el buque, todos enarbolando telas y gritando, porque el aeroplano siguió su rumbo. Pero tiempo después vieron acercarse una gabarra con bandera de Puerto Rico, que les llevó el agua ansiada. Y luego aparecieron dos fragatas de la Marina dominicana y un remolcador.

Más tarde, el España entró remolcado en Ciudad Trujillo. A los extenuados expedicionarios se les hacía insoportable el permanecer más tiempo en la nave, tres semanas para los embarcados en la península. Polín contempló el puerto junto a Martín. Solo conocía el de El Musel y, por la derrota de ese viaje, los de La Coruña y Santa Cruz de Tenerife. Y había vislumbrado los puertos de Buenos Aires y La Habana en las fotografías que mostraban los que allí estuvieron. La comparación le apesadumbró. El que ahora les acogía estaba situado a un lado de lo que parecía el estuario de un ancho río y en ambas riberas hacia el interior grandes árboles agobiaban pequeñas cabañas de paredes de madera y techos parcheados de hojalata. No parecía de gran calado y no tenía las grandes grúas que se alzaban en el muelle de Gijón. Los edificios de la administración portuaria daban sensación de cochambre y desidia. Había mucha luz, que estallaba en una sinfonía de colores nuevos. El aire tenía un olor raro e intenso, entre aceitoso y de fritanga, y estaba ocupado por una humedad bochornosa en la que pululaban plagas de mosquitos devoradores. Sin embargo, los coches eran haigas en su mayoría, escasos de ver en España salvo a algún indiano, lo que constituía un contraste sorprendente. Quizás el país no fuera el lugar de promisión imaginado, pero no todo era negativo. Buscó con los ojos a José Luis y no lo encontró entre el barullo.

Unas ambulancias esperaban en el tórrido muelle. Por las escalerillas subieron varios médicos y enfermeros con camillas. Los afectados por desnutrición, disentería y otros males fueron trasladados al hospital. Solo entonces permitieron el desembarco.

Luego, en el mismo muelle, un funcionario español, subido a una tarima y presentado a sí mismo como Inspector de Emigración, les dijo que había dirigido la primera expedición, arribada en enero de ese mismo año. Se enorgulleció de haber viajado en el mismo buque «viviendo las mismas ilusionadas estrecheces de la gozosa travesía». Soltó una arenga en la que mezcló su satisfacción por recibirles con una exhortación a cumplir como españoles con el mayor entusiasmo para corresponder a la generosidad del Generalísimo Trujillo. Habían llegado a un país de futuro y solo tendrían que integrarse en la feliz tarea. A continuación habló un funcionario del Gobierno dominicano, que dijo ser de la Oficina de Asentamiento de Inmigrantes. Parecía muy consciente de su papel como organizador de las colonias, sin reparar que el auditorio estaba al borde del desplome. Polín observó que en los dos discursos, como en los anteriores de los cónsules dominicanos en La Coruña y Tenerife, Trujillo era mencionado constantemente y de tal forma como si él fuera todo su Gobierno, el único que hacía las cosas en ese país. Igual que en España con Franco.

Más tarde les condujeron andando a la catedral, cada uno cargando con sus bártulos. Estaba a unas pocas manzanas y una vez en ella agradecieron el aire fresco que se respiraba dentro. El templo era grande, de una sola nave. Ante el altar, un sacerdote, que luego supieron era el propio arzobispo, les dio la bienvenida. No se olvidó de resaltar la generosidad del Generalísimo Trujillo por su humanitaria decisión de abrir las puertas del país a tantos hermanos españoles necesitados de oportunidades. Después ofició una misa durante la que casi todos aprovecharon para hacer las paces con sus déficits de sueño. Al salir a una gran plaza, vieron una estatua en bronce de Cristóbal Colón encaramada a un pedestal de piedra. Señalaba briosamente con su mano izquierda hacia el noroeste, como indicando que la tierra dormida y feliz estaba mucho más allá, como que no habían llegado todavía. Polín tuvo un estremecimiento. Miró el barullo esperanzado y tropezó con los ojos de Martín. El inquebrantable sosiego de su hermano invitaba siempre al optimismo. Pero algo paralizaba su adhesión a esa visión tranquilizadora. De entre lo profundo de su ser le brotó la sospecha de que quizá nunca llegaría a disfrutarla, en caso de que llegaran a ella.

Los trasladaron a unos barracones y les obsequiaron con un vaso de leche y una fruta desconocida llamada mango. Una parte de los exhaustos emigrados fue destinada a un colegio, que dirigían sacerdotes, y donde habían dormido también los setecientos de la primera expedición. Después de otra bienvenida tabarrera, un alto cargo del Gobierno les informó de que en esos momentos se estaba trabajando en la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre, una exposición para que todas las naciones vieran las maravillas de la República Dominicana y los logros y magnificencia conseguidos en todos los órdenes por Rafael Leónidas Trujillo Molina, Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire. Ese inigualable certamen se vinculaba a la jubilosa efeméride de cumplirse los veinticinco años de su exaltación a la jefatura de la Nación. Por ello, invitaba a los que no tuvieran oficio de agricultores que se adhirieran como obreros a ese magno proyecto. Habían llegado a un país en expansión que ofrecía trabajo para todos y en el que nadie quedaría insatisfecho.

Finalmente, los emigrantes quedaron divididos en dos grupos. El más numeroso iría a la colonia San Rafael, situada en Baoba del Piñal, provincia de María Trinidad Sánchez, al norte de Ciudad Trujillo, en la costa. El resto, donde se integraban Polín y Martín, serían asentados en la colonia Villa Angelita, en Constanza, provincia de La Vega, salvo unos pocos que eligieron quedarse en la capital para trabajar en la construcción de la Feria, que debería inaugurarse en diciembre de ese año. Pero antes de la partida deberían rendir presencia ante el mismísimo Trujillo, el Benefactor de la Patria, quien les recibiría en audiencia especial.

Dos días después, a las nueve de la mañana, el contingente, ya con todos los indispuestos recuperados, atravesó las verjas del Palacio Nacional conducidos por el inspector de Emigración y por el hombre de la Oficina de Asentamiento de Emigrantes. Un jardín grande y cuidado servía de antesala a un palacio blanco con una gran cúpula en el centro. Fueron recibidos en un lujoso vestíbulo por un español de verborrea, que se identificó como delegado de Inmigración del Gobierno dominicano y representante personal de Trujillo ante las autoridades españolas como jefe de las Unidades de Reclutamiento. Les dijo que se quitaran las gorras de inmediato a quienes las llevaban y puso énfasis en la necesidad de observar un absoluto silencio cuando estuvieran ante el Benefactor de la Patria. No debían formular preguntas. Y aquellos afortunados que fueran invitados a tomar la palabra, responderían de manera breve, sin olvidar referirse a él como «Excelencia». Trujillo era un hombre muy ocupado, el más trabajador del país, y el hecho de prestarles esos momentos de su precioso tiempo hablaba de la gran implicación a ese gran proyecto de oportunidades salido de su creatividad y generosidad.

Subieron por una amplia escalera de mármol alfombrada en rojo y desembocaron en un salón enorme refulgente de luces. Polín estaba sobrecogido. Nunca había visto nada igual, no solo por el edificio en sí. Todo el interior impresionaba pero la vasta sala, que luego supieron se llamaba «de las Cariátides», deslumbraba. Un alto balcón corrido se apoyaba en decenas de ménsulas perimetrales de mármol blanco con torsos desnudos de mujer. Los grandes espejos intercalados entre las pilastras multiplicaban los brillos combinados de grandes lámparas de cristal y del soleado día que se precipitaba por los ventanales. Al fondo, unos sillones vacíos forrados de rojo, como la alfombra que cubría el suelo, señalaban el lugar reservado a las autoridades. Polín observó a sus compañeros y vio que la mayoría tenía sus bocas descolgadas ante tanto resplandor, percatándose de que él había suscrito el mismo gesto de estupefacción.

Por un lateral apareció con diligencia un hombre no muy avanzado de vientre, pulcramente vestido con chaqueta de faldones traseros. Detrás, un séquito de estirados prohombres en el que brillaban los uniformes militares. Supieron luego que uno de ellos era Héctor Bienvenido, apodado Negro, hermano de Trujillo y a la sazón presidente del Gobierno. Los otros respondían como secretarios de Estado de las carteras implicadas en el proyecto de inmigración: Agricultura y Recursos Hidráulicos; Educación, Bellas Artes y Cultos; Obras Públicas y Fomentos, destacando entre ellos el de Relaciones Exteriores señor Joaquín Balaguer. El militar que hacía sombra al Perínclito era el mayor general Arturo Espaillat, su ayudante personal. De inmediato se acabaron los murmullos, las toses y los estornudos. Hasta el respirar se hizo misterio. El español de labia radiofónica que les recibió a la entrada los había distribuido previamente en abanico. Se acercó al grupo capitoste y presentó al rebaño con voz no exenta de servilismo y petulancia. La misión que Su Excelencia le había encomendado estaba siendo cumplida con eficacia y allí tenían la prueba: una segunda expedición a la que se unirían otras que vendrían en los meses sucesivos. Miles de españoles para el desarrollo del país. Polín miró de reojo a sus enmudecidos compañeros. No daban sensación de salvadores de nada. Nadie rechistaba ni se movía, como si fueran momias; la mayoría sudando copiosamente. Salvo los maestros y los otros funcionarios, parecían una pandilla de recién excarcelados. Les habían advertido de llevar sus mejores ropas, consejo que a muchos les desconcertó porque no tenían más que la puesta. Una minoría se afanaba en mostrarse al nivel de la convocatoria, intentando cumplir con sus trajes deformados, corbatas engurruñadas y zapatos marchitos. Los demás exponían lo único que llevaban en sus equipajes: trapos sin remedio para acompañar sus carnes resumidas y sus ojos inquietos. Eran una muestra de la España empobrecida y de futuro incierto, aún con secuelas de la guerra fratricida incrustadas por todos los paisajes. Pero constituían una fuerza de trabajo magnífica, avezados obreros del campo por práctica y herencia. Martín tenía razón. Una gran parte eran analfabetos y muy pocos tenían instrucción suficiente para expresar adecuadamente sus ideas. Pero todos poseían lo importante para triunfar en la vida si les brindaban un resquicio: ganas de trabajar y el arte para hacerlo.

Del grupo mandatario se despegó el hombre con ropajes de etiqueta. El Jefe, a quien se le daba alguna relación con lo Divino ya que en los pocos sitios visitados pudieron ver carteles que eliminaban cualquier duda al respecto: «Dios y Trujillo» o «Dios en el cielo y Trujillo en República Dominicana». Tenía el cabello plateado apretado al cráneo y orejones aplastados. Avanzó por la impecable alfombra con paso lento y estudiado, exquisito en el andar, el lustroso cuerpo estirado hacia atrás como si tuviera un palo en la espalda. Parecía un general revisando a sus tropas y, como tal, se detenía ante algunos situados en primera fila del arco para hacer una observación y darles la mano, mientras que el ayudante tomaba notas en una libreta. Llegó al extremo de la curva, donde estaban Polín y Martín, y se detuvo ante ellos. Polín se llenó de nerviosismo. Sacaba estatura al famoso Jefe, lo que podía ser una afrenta para él. Buscó la osadía para mirarle de frente a pesar de estar advertido de no hacerlo. Observó su jeta algo oronda y congestionada, quizá por la apretada corbata que más parecía un dogal sobre el que se desplomaba una generosa papada. Entre la rotunda nariz y la boca gestuada, un cogollo de pelurcios simulaba un bigote sin esquinas. Pero eran sus ojos, de mirada fija y profunda, los que intranquilizaban. Se parapetaban bajo cejas de espeso trazo y parecían mirar más allá, adentro del cerebro, expropiando los pensamientos y las voluntades, imponiendo un tintineo de temor indefinido. Les observó a ambos, el rostro alzado, desplazando la dominante mirada de uno a otro, catalogando sus rostros calcados y la desigualdad de cuerpos pese a ser hermanos. Había marcadas diferencias entre los enfrentados; tantas, que nunca podrían llegar a ser alcanzadas por ninguna de las dos partes. El hombrecillo era uno de los amos del mundo, dueño de vidas y haciendas, poseedor de un país entero, de sus riquezas y del vasallaje de todo un pueblo. Una excepción. Ellos, un ejemplo de los desheredados de la tierra, que jamás llegarían a tener la gloria y fortuna del otro. Pero el dirigente tampoco podría acceder a su juventud, ni a sus envergaduras, sus rostros francos y sus espesas cabelleras.

El choque era incontestable. Y sin embargo Polín tuvo el sentimiento de que le estaban causando buena impresión.

Con voz que parecía salida de una flauta, el gobernante mencionó algo referente a cosas imprecisas, y él no estuvo seguro de si le contestó entre balbuceos o pensó en hacerlo. Joder. Era como si le estuviera hablando el mismísimo e inalcanzable Franco. Fue consciente de su acoquinamiento. Pero Martín no se desvinculó de su sempiterno aplomo y una vez más le hizo sentirse orgulloso de formar parte de su tronco.

—¿Hermanos?

—Sí, señor —dijo Martín.

—¿De dónde es que son ustedes?

—De Asturias.

—¡Ah! Me han dicho que aquella como que es buena tierra.

—No, señor. Si fuéralo, no taríamos aquí. Creemos que esta sí lo ye.

El Gran Mandatario le contempló durante largos segundos, impresionado por su franqueza y estampa, sin que Martín rindiera los ojos. Miró el gastado pantalón de pana y la rozada chaqueta, percibiendo su hercúleo tronco. Ni siquiera en los marines gringos había visto una figura tan imponente. Volvió la vista a su ayudante y a los de su séquito, que mostraban gestos escandalizados por el descaro y la irrespetuosa forma del inmigrado en contestar, llamando de usted a Su Excelencia. Pero su mirada no mostraba disgusto sino una extraña complacencia por las palabras del español. Les estaba dirigiendo un mensaje mudo para hacerles partícipes de su satisfacción, como si lo escuchado fuera la afirmación positiva de que el proyecto colonizador rendiría los beneficios previstos. Luego elevó otra vez la vista al rostro de Martín, en una mezcla de agrado y envidia. Sabía catalogar a la gente a la primera. Era una de sus virtudes más acusadas, junto a la autodisciplina y la laboriosidad. Y convino in mente que pocas veces encontró un ejemplar que ofreciera imagen tan prístina de nobleza y naturalidad.

—No se sentirán defraudados. Necesitamos hombres como ustedes en este país. Les facilitaremos lo que precisen.

—Entonces tampoco ustez será defraudao.

El Hombre Necesario, el Padre y Civilizador de la República, extendió una mano regordeta a los dos, que Polín encontró sorprendentemente firme, y luego pasó a ocupar un lugar centrado ante el numeroso grupo. Hizo un vibrante discurso, reiterativo de intenciones y en el que resaltó sentirse unido a la Madre Patria por lazos indisolubles y al Generalísimo Franco por una sentida amistad. Ambos eran militares y estaban comprometidos en desarrollar al máximo sus países, dentro del orden, la justicia y la libertad.

Salió por donde llegó, todos los segundones apelmazados detrás, dejando una estela de agrado y seguridad en la mayoría de los emigrados. Ya pocos albergaron dudas de que todo fuera a resultar conforme a lo estipulado en los contratos. Lo del barco y la travesía eran episodios para olvidar.