Melide, Lugo, noviembre de 2005
—Oh, sí, ya lo creo que sé de eso. Eran os Trabada. Así los llamaban. Por estos pueblos todas las casas tenemos un apodo —dijo con notoria amabilidad la mujer, de nombre Irene Velasco. Ofrecía unos ojos como si se los hubiera aclarado con agua añilada—. Los recuerdo, no por ser un caso excepcional, porque desgraciadamente en casi todos los pueblos ocurrieron hechos semejantes, sino porque yo era muy amiga de Paula y Blanca, y esa tragedia me dolió mucho; bueno, a todos. También a mi madre, que era amiga de Carmina, la madre de ellas… Pero ¿por qué las busca?
—Alguien quiere saber de ellas. No puedo decirle quién pero sí asegurarle que el propósito es noble y que no pretende buscar que ellas hubieran hecho algo malo.
—¡Cómo iban a hacer mal a nadie! —soltó otra mujer mayor, apenas vislumbrada, que se acercó desde el fondo—. Pobriñas. La Carmiña era una santa y las niñas no habían salido del cascarón. ¡Qué mal podían haber hecho…!
—Mi madre —presentó Irene—. Pero pase usted y siéntese. ¿Quiere un café? Quédate tú también, María —ofreció a la vecina que me había llevado allí, lo que significaba una disposición hacia una larga charla.
»Eran una familia numerosa —inició Irene—, pero los hermanos de Carmina marcharon por ahí cuando ella casó con ese hombre. Quedó sola con la madre, porque al padre lo mataron en guerra, por el Ebro…
—Ese miserable llegara e les hiciera la vida imposible a todos —metió baza la madre, que no me quitaba ojo desde las presentaciones—. Se fueron poco a poco pa que no hubiera una tragedia porque tuvieron muitas peleas. Ya sabe cómo son las cosas cuando se mete en casa alguien con gran maldá y ganas de bronca. Él era dun pueblo cercano. Conoció a la tonta da Carmiña en una fiesta. La preñó y tuvieron que casase, los dos con deciocho años.
La anciana no tenía un rasgo definitorio salvo una rala colección de pelos surgiendo de los pliegues de la barbilla y debajo de la nariz. Estaba aposentada en un cuerpo de horma repetida en mujeres mayores de los viejos pueblos, con sayal negro hasta los pies y el cabello blanco enroscado en un moño tirante para equilibrar sus arrugas. Como la familia anterior, hablaba un castellano mezclado con palabras gallegas, a veces atropelladas, en el tono normalmente cadencioso característico de las gentes de esa tierra. Dejó clara su voluntad de interferir en la narración para asegurarse de que se ajustaba a los hechos.
Irene Velasco había sabido favorecerse de los beneficios de su diferente generación. Aunque debía de andar por los sesenta no estaba rendida a la inevitabilidad del paso de los años, aceptación más acusada en mujeres de los pueblos por regla general. Era delgada y erguida, de modales medidos y bien puesta de ropa. El cabello, abundante y cuidado, subrayaba un rostro diseñado en la simpatía y de belleza conservada. Su habla estaba participada de ese son nostálgico. Se expresaba en perfecto castellano y sin acritud, evidenciando que tenía los sentimientos aplacados.
—Esas chicas… Su padre, ese canalla, las abandonó después de haber desbaratado la familia —prosiguió la anciana—. Las abandonara a ellas e a Carmiña. Dijo que iba a la Argentina o a Méjico, yo qué sé lo que contara el sinvergüenza. Prometiera que mandaría a buscalas. Pero nunca escribió, como si le hubiera tragado la tierra. La Carmiña hizo veriguaciones a través de los Consulados…
—Bueno, las hizo el párroco, don Benigno, porque ella no sabía escribir —aclaró Irene—. Escribió a todas las Embajadas después de ir a ver a la familia de él, que tampoco tenían noticias. Mucho después le contestaron. Estaba en Venezuela, creo recordar que en Caracas. Don Benigno le escribió, le mandó varias cartas, que él nunca contestó. Uno de esos hombres desnaturalizados que viven para sí mismos, sin importarles mujeres, hijos, padres ni nietos. Sigue ocurriendo porque hay mucho machismo todavía, aunque, claro, no es como antes, que las mujeres dependían totalmente del marido y cuando las dejaban quedaban abandonadas del todo, como si fueran viudas.
Sin duda que Irene había recibido una educación aceptable. Aunque no le faltaba razón en lo del machismo, no quise argumentar que esos hombres sucumbieron y siguen sucumbiendo a la tentación de otras mujeres. Nadie deja una familia para irse al monte. En esos comportamientos injustificables casi siempre hay otra mujer por medio, lo que no es una cuestión de machismo sino de infamia connotada de poderosa atracción amorosa o sexual. A veces, hoy puede decirse sin menoscabo, la «otra» es otro hombre. Pero ni el lugar ni el momento eran los adecuados para que hiciera tal razonamiento. No estaba allí para argumentar sino para recoger información. Además había un punto indiscutible que singularizaba el caso y avalaba el vituperio que hacían de ese hombre: él nunca escribió. Y en sus primeros días de lejanía no parece probable que hubiera mujer u hombre para obnubilarle, a no ser que los hubiera conocido en el barco. Por tanto, su disposición de marcharse parecía obedecer al deseo de olvidarse de personas, haciendas y tierras.
—Así quedó Carmina, como una viuda. Ella fue guapa, por eso él se encandiló. Pero aquí la vida es dura. Al marchar los hermanos, todo el trabajo que hacían tuvieron que realizarlo ellos dos, Carmina y Juan, con la poca ayuda de la madre de ella. Por eso cuando él marchó Carmina ya había perdido la belleza y la figura aunque tenía treinta años; no, veintinueve. Era un año menor que mi madre.
—¿En qué año fue eso?
—En el cuarenta y ocho.
Hice los cálculos. La anciana tenía ochenta y siete años y al parecer con ánimos combativos.
—Paula y Blanca eran muy buenas —dijo Irene, mostrando gran generosidad hacia lo que extraía de sus recuerdos—. Siempre estábamos juntas. Teníamos casi la misma edad. Yo era un año mayor que Blanca y uno menor que Paula, que era muy guapa y muy simpática. Blanca también era guapa, pero más concentrada. Sufría más la dureza de las condiciones en que vivíamos. Le gustaba mucho aprender de los libros. Era muy estudiosa. Guardaba todos los cuentos que caían en sus manos. Recuerdo el día que el padre marchó. Había desaparecido y la buscamos. Estaba al pie de la carretera, sentada junto a un perro que tenían, los dos mirando los coches y carros que pasaban. Lloraba. Carmina la abrazó. Ella dijo: «Padre marchó, pero volverá, ¿verdad?» La madre dijo que sí. Durante el camino a casa vi a Carmina hurtar la mirada para que la hija no viera las lágrimas. Fíjese. No se me olvida.
—Habla usted en tiempo pasado, pero quizás estén vivas. Al menos debían estarlo por la edad.
—Sí… —Me miró, aferrándose a la esperanza sugerida—. Para mí sería… Y saber de ellas. Y volver a reír juntas otra vez… Jugábamos mucho, a pesar de que desde bien pequeñas teníamos que estar en la huerta. Carmina era muy trabajadora; bueno, todos trabajábamos, hombres y mujeres. Sacó adelante a las hijas, una vez desaparecido el marido. Cuando murió la madre, quedó sola con ellas y con todo. No se amilanó. Pero la pena fue venciéndola. Y un día se marchó, de golpe, pero no como el marido sino al otro barrio.
—¿Cuándo ocurrió?
—En el cincuenta y cuatro. Ellas eran ya adolescentes, mujeres adultas en lo físico para esta tierra, aunque con las mentes limpias de niñas. Paula tenía diecisiete años y Blanca quince. ¿Qué vida les esperaba? ¿Cómo iban a poder con el trabajo de la huerta ellas solas? Vino el hermano mayor. Vendieron la casa pero apenas les quedó beneficio. Aparte de que hubo que repartir entre muchos, tenían deudas que cubrir. Don Benigno habló con unos familiares para que se hicieran cargo de ellas.
—Espero que tan prolija memoria le permita recordar adónde fueron Blanca y Paula.
—A Coruña. Esa familia que le digo se las llevó y se encargó de administrar el poco dinero recibido. Paula me escribió, dos o tres cartas solo… No sé por qué no volvió a escribirme, ni Blanca, con lo unidas que estábamos… Yo seguí haciéndolo. Mis cartas no fueron devueltas, pero no recibí respuestas. No era normal. Lo dejé… Algo grave debió de pasarlas.
—Supongo que guardará la dirección.
—Sí, pero no le servirá de nada. Han pasado más de cincuenta años. Esa familia ya no existe.
—¿Cómo lo sabe? ¿Intentó verlas?
—Sí… —dijo, con azoramiento, como si se sintiera culpable de desafección—. Pero no fue sino años después. No había salido nunca de Lugo, trabajando, estudiando a ratos… Ahora parece fácil viajar pero entonces el dinero suponía una barrera tremenda. Mucha gente iba en carro, o andando, por no poder pagar el tren o el autobús. Luego me casé y… Era la primera vez que visitaba Coruña. La huerta de los Valadouro ya no estaba…
—A pesar de ello, si no le importa, me gustaría tener esa dirección. —Vi sus dudas—. Por favor.
—Espere un momento.
Salió del cuarto, lo que aprovechó la anciana para escrutarme sin mengua. La vecina no había abierto la boca durante la conversación, limitándose a beber su café y escuchar.
—Las abandonó. Ese mal home las abandonó —repitió la anciana, convencida de que debía insistir en la denuncia.
Irene volvió con un maletín. Empezó a buscar entre los papeles y fotos con sumo cuidado, casi con mimo, como temiendo que fueran a deshacerse. Dio con lo que buscaba. Me lo tendió. Era un sobre con matasello del año 1955. El remite señalaba una calle y un nombre: Huerta Valadouro. Camino de la Torre. Monte Alto. La Coruña. Miré a la mujer.
—Les llamaban así porque según me contó Paula eran originarios del sur de Lugo. Los antepasados buscaron oro por el río Sil, allá abajo. Les quedó el apodo. Para buscarlas es mejor que el nombre verdadero.
—Ya que la veo con esos recuerdos, ¿tendría una foto de ellos? Me refiero a una del matrimonio y otra de las hijas.
Volvió a buscar y me mostró varias piezas pequeñas y amarillentas. Fue asignando nombres a las caras. Había varias de la boda de Carmina. Indagué en ellas.
—¿No hay ninguna del hermano de él?
—¿Del marido, de Juan? No tenía hermanos, solo hermanas. Véalas. Nunca aparecieron después. Ninguno de ellos. Nadie volvió.
Le pedí que me dejara fotografiar algunas. Luego me levanté.
—Me gustaría ir al cementerio, ver la tumba de Carmina. Ha sido usted muy generosa con su información. ¿Sería mucho pedir que me acompañara para indicarme el lugar? —Miró por la ventana. Llovía machaconamente—. Puedo llevarla en el coche y traerla de vuelta.
—Voy por un paraguas.
—Ese mal home las desamparó —reiteró la anciana, en la corta espera—. Hacer una cosa así… Merece estar en el inferno.
De camino pasamos por delante de un Albergue de Peregrinos. Por la escalinata ya bajaban caminantes con sus pertrechos para seguir en la promesa.
El Cementerio Municipal se llama O Castelo. Es pequeño, de muros viejos. Está acompañado de una ermita dedicada a la Virgen del Carmen, igual de vetusta y cerrada a la sazón. Aparqué en un espacio reducido y terroso, quizás adecuado a ese fin aunque no había ningún otro coche. Justo enfrente de la entrada, en el estrecho sendero aboscado que se pierde hacia más allá, hay dos castaños longevos y frondosos. Entre ellos un hito de piedra añeja de un metro de altura, con la concha amarilla. Señala los kilómetros que restan para Santiago. Porque, curiosamente, es el lugar del pueblo por donde pasa el Camino para los que van a pinrel. Hay otros, pero este es el primitivo y el comúnmente usado. Como si el que diseñó la ruta hubiera querido indicar que un cementerio es necesario para recordar la brevedad de los sueños.
Salí del coche. Vi llegar una pareja, chica y chico, abrumados por los arreos.
—Cincuenta kilómetros y medio —dijo él señalando el mojón, ensayando una sonrisa animosa.
Ella puso cara de circunstancias y se arrebujó en el chubasquero. Me miré en el chico, que puso un gesto compasivo. Tuve el impulso de sondear sus ánimos.
—¿Cómo lo lleváis?
—Bien —dijo él, sin ceder la sonrisa—. Ya apenas queda camino.
—Cincuenta kilómetros es algo más que un paseo —señalé, para acomodarme al desencanto de la chica.
—No, si se llevan tantos a la espalda. Venimos de Sevilla.
—¿Andando todo el tiempo?
—Claro, tío. Si no, no vale.
—¿Cómo funciona eso del Jubileo? —dije, para ver de qué pie cojeaban—. ¿Cuánta pena se perdona por los pecados cometidos?
—Ni idea —se sinceró, ensanchando la sonrisa—. No soy religioso. No creo en esas cosas.
—No me digas. Esa determinación…
—Una prueba, un reto. Como subir a una montaña.
Me pareció que la muchacha no tenía muy claro lo de esa prueba. Quizá creyó que encontraría rosas por el camino. Levantaron las manos y se alejaron absorbidos por la llovizna.
Nada hay más deprimente que un cementerio en un día lluvioso de invierno, sin nadie caminando sobre la tierra silenciosa. Solo el ruido monocorde de las gotas golpeando la tierra abrumada. Es como el fin de cualquier esperanza. El paraguas de Irene, aunque de gran diámetro, nos dejaba un hombro sin cubrir. Ella se apretó contra mí pero intuí que no lo hacía para evitar el agua sino para guarecer su temblor y aliviar su pena. Todo el camposanto es un catálogo de nichos, instalados en largas paredes de tres alturas. Hay unos pocos panteones, cargados de abandono. En la parte alta vi media docena de tumbas a ras de suelo, casi tragadas por la hierba. Estaban aisladas, la piedra ennegrecida y los signos medio borrados.
—¿Lápidas, dice? Antes había muchas, incluso en las calles. El Ayuntamiento las fue quitando. Solo quedan las que usted ve y alguna otra por ahí. Los que tenían familiares se hicieron cargo de los restos al pasarlos a nichos. Los que no, se incineraron directamente. No hay espacio. Está lleno. Ya no entierran aquí. Hay otro cementerio que usted habrá visto si llegó desde Lugo.
La placa es de mármol blanco donde unos signos grabados resisten el desgaste: «Carmina Pondal Rivas 1919-1954». Unas flores desparramadas y marchitas intentaban aportar algún color a la indiferencia.
—Todos los años, por el Día de los Santos, venimos mi madre y yo a traer un ramo y arreglar un poco. Durante los primeros años ella venía cada mes, también otras vecinas. Pero el tiempo… Nunca vino ninguno de los hermanos, ni siquiera al entierro. Mi madre se hizo cargo del nicho pero la placa la mandó poner el padre Benigno. Está ahí, sola con su madre, porque al padre lo enterraron por Aragón. Cuando mi madre muera no sé si yo seguiré manteniendo este pobre testimonio.
Hice unas fotos al nicho. Durante el corto trayecto de vuelta, Irene permaneció con los ojos fijos en un punto. Al salir para despedirse se agarró a mí con fuerza y refugió sus lágrimas en mi cazadora.
—Eran tan guapas y tan buenas… Tenían tanta vida… ¡Cuánto las he echado de menos…! —Se separó y me miró con sus ojos garzos, sin soltarme los brazos—. Prométame que volverá para decirme si las encontró o qué fue de ellas.
Noté su inmensa soledad. Di por sentado que tenía la vida arreglada, cualquiera que fuera su situación familiar. Pero adiviné que en momentos de ensimismamiento un eslabón irrompible seguía aferrándola a una niñez truncada, que yo había actualizado.
Le hice la promesa. Volvería cuando tuviera algo y no solo los recuerdos de otros. La vi caminar bajo el paraguas, esquivando los charcos. Se volvió al llegar a la casa y agitó una mano hacia mí.
Di una vuelta por el pueblo para observar si me seguían. Paré en la plaza de San Roque y vigilé durante un rato para apreciar si había algún coche o personas ajenas al paisaje, atento a captar detalles significativos. Solo percibí gente de la zona además de peregrinos con mochilas, chubasqueros y bastones porfiando bajo la lluvia. Esperé durante un rato, sabiendo que en algún lugar volvería a encontrarme con mis perseguidores. Puse el coche en marcha. Y de pronto los vi. Aparecieron, rodando despacio. Otro Audi, esta vez un A3, más discreto. Vi sus miradas escrutadoras cayendo sobre mí, muy sobrados de sí mismos. Pararon el coche pero no el motor, como el león antes del ataque. Cavilé. Luego examiné el plano y me decidí.
Enfilé con normalidad la carretera en dirección Santiago, ellos detrás. En Arzúa aproveché el barullo de circulación e hice desvío a la autopista 54, que corre paralela. Di suelta a mi 320 tuneado, indiferente a las limitaciones de tráfico. Entre una multa por exceso de velocidad y una balacera, la opción era clara. No volví a verles. Delante del aeropuerto de Santiago cambié a la carretera 634. Veinticinco kilómetros más allá, tomé la comarcal 524 hasta Órdenes. Allí giré a la nacional 550 y no paré hasta La Coruña. Fui a la Estación de Autobuses y aparqué junto a otros coches. Anochecía. Con paciencia ejercitada estuve dentro del 320 observando hasta que el cielo se atosigó de estrellas. Estimé que les había despistado. Arranqué y busqué acomodo en el hotel Tryp Coruña, cerca de allí.