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Cruzando el Atlántico, mayo de 1955

Quemad las naves

para que no nos sigan

las sombras viejas

por la tierra nueva,

para que los que van conmigo

no piensen que es posible

volver a ser lo que eran

en el país perdido.

HOMERO ARIDJIS

Polín desnudó los ojos en la noche profunda. Otra vez el sueño raptado. No acababa de acostumbrarse al balanceo del buque. Pero su inquietud reciente la causaban los extraños quejidos que emitían las entrañas de la nave, como si procedieran de seres vivos sometidos a suplicio. Eran sonidos que habían ido creciendo cada día, tornando las esperanzas en preocupación. En la penumbra vislumbró a sus compañeros hundidos en los camastros y orquestando sus soplidos. Su hermano tenía un ojo abierto, con el que le atrapó. Estaban todos menos José Luis, lo que no era noticia. En las horas claras siempre había alguno rendido en la colchoneta runflando su agotamiento, el cuerpo aplanado por la espera, el deambular restringido, las ansias devoradoras. Pero era en las noches lentas, el habitáculo lleno de humo por el fumar impetuoso, cuando afloraban los ronquidos despiadados y los sorteados insomnios, alargando los tiempos de impaciencia.

En cubierta había grupos de emigrantes arrebujados en las mantas e inmóviles como bultos de cualquier cosa. Muchos preferían dormir al aire libre y no en los sórdidos cuartuchos. Algunos estarían insomnes y mirarían las estrellas ansiando ver el horizonte imaginado. Seguro que les rondaba como a él la preocupación por los ruidos del buque, que parecía un gigantesco estómago haciendo mal la digestión. A la mayoría les invadió el temor de que algo pudiera impedirles arribar a la tierra nueva prometida. En los primeros días llenaban las horas haciendo concursos de fuerza: luchas y pulsos, que celebraban con regocijo. Polín sabía que Martín no tendría oponentes si se prestase a participar. Pero su hermano era incapaz de aplicar su descomunal fuerza a otra tarea que no fuera el trabajo. También entonaban cantares de las tierras alejadas, apoyados en los acordeones y gaitas que algunos cargaban para sostener el ánimo en las brumas cernidas. Pero al cabo de tantas horas lisas se habían quedado sin ganas y sin lágrimas. Solo de vez en cuando persistía el lamento de una armónica. El mar estaba siempre calmo y durante el día la mayoría se apostaba en la proa y oteaba la extensión infinita y atemorizante. No se cruzaron con otros barcos ni les golpearon las tempestades ni la lluvia. Parecía que hubieran sido abandonados en esa inmensidad sin senderos ni referencias.

Vio a José Luis y su corazón se aceleró. Estaba solo, como casi siempre. Quizás es que no encontraba motivos para juntarse con los demás, como si temiera que descubrieran sus pensamientos. Curiosamente, todos los del camarote habían seguido sus instrucciones en cuanto a la limpieza personal, y más cuando le vieron lavarse sus propias ropas. Lo extraño para él es que Martín hubiera aceptado sin rechistar sabiendo lo reacio que era a seguir directrices de otros. Por otra parte, a él, que embarcó sabiendo apenas leer, le maravillaba el dominio de la escritura y del lenguaje que mostraba el castellano. También que conociera el habla de los ingleses y que hubiera vivido en Madrid. Y la sensación que daba de estar considerando siempre las cosas y dotarlas de una relevancia insospechada.

Se le aproximó un tanto inseguro y se acodó a su lado sin que el otro moviera la cabeza. No tuvo dudas de que lo había detectado en la oscuridad, como si lo reconociera por su rezumar o por sus movimientos. Dejó que el burgalés marcara los tiempos. Entendía que muchas veces los silencios eran más expresivos que la conversación porque él procedía de una tierra donde las palabras eran tan escasas como los dineros. Siguieron apoyados en la barandilla hasta que mucho después unas lejanas nubes empezaron a teñirse de ámbar con el resplandor que nacía a sus espaldas.

—Un día más —señaló de golpe José Luis, como si despertara con el día anunciado.

—Sí —dijo él, cogido por sorpresa como otras veces, sin saber qué añadir.

—La próxima parada, América. En cinco días.

—Tú, que conoces tanto, ¿sabes algo del sitio adonde vamos?

—Es uno de los países más pobres de América y de los menos poblados. Algo más de un millón de habitantes. No hay muchos españoles allá.

—No entiendo —arguyó el norteño, desconcertado—. No hay países probes en América. Tos son ricos.

—¿Te han dicho eso? —se sorprendió José Luis, tras el acostumbrado lapsus de silencio—. Por lo que veo te han llenado el coco de bolas. Mira, chaval: la riqueza o la pobreza de un país se mide por cómo viven sus habitantes. Tengo entendido que en República Dominicana no hay un alto nivel de vida y desarrollo, más bien al contrario. Además, carece de materias primas. Por eso es un país pobre.

—Pero será bueno pa nosotros, ¿verdad?

Ya estaba habituado a las pausas de José Luis, pero esta fue más larga.

—No sé si te fijaste el otro día, cuando paramos en Santa Cruz de Tenerife para recoger a los canarios.

—No…

—Claro, estarías deslumbrado con los discursos del cónsul dominicano y del delegado de Inmigración, tan llenos de colores que a algunos se les caía la baba.

—Yo no…

—Salía otro buque del puerto. Iba cargado de emigrantes. Su destino, Venezuela. Aquel es un buen lugar.

Polín volvió a quedar desconcertado. El burgalés no había respondido a su pregunta, lo que era muy habitual. O acaso sí lo había hecho de una forma indirecta. A cambio dejó flotar cierta inquietud al establecer comparación en lo elegido por los buscadores de sueños.

—Bueno…, ellos viajan a la aventura y nosotros…

—Claro —continuó el castellano, como si no le hubiera oído—. Ellos han tenido que pagarse el pasaje y mostrar los documentos imprescindibles, tan difíciles de conseguir. Y una vez allí tendrán que buscar un trabajo rápido porque los contratos y cartas de llamada que lleva la mayoría son falsos. Deberán pagarse el sustento y lo necesario para vivir. Y buscarse un techo.

—Sí… Nosotros no tenemos esos problemas.

—¿Estás seguro? Has firmado por tres años, lo que significa que no podrás hacer otro trabajo. Estás limitado por ese contrato. Si no te gusta, o no es todo como lo pintado, tendrás que volver a España. ¿Lo has pensado? Los que viajan en ese otro barco pueden trabajar en cualquier cosa hasta encontrar lo que mejor les cuadre.

—Pero si no encuentran…

—Naturalmente que encontrarán, tarde o temprano. Tienen la vida por delante. Arrostrarán dificultades, sin duda. Pero ese es el espíritu y la carga fundamental que acompañan a un emigrante. El hambre espabila. Siempre ha sido así.

Había cosas que Polín no entendía en el discurso del otro; algo contradictorio. Se esforzó en formular su parecer.

—A mí me gusta lo que voy a hacer. Estaré bien. Nos han asegurao que seremos ricos.

El burgalés se volvió como si le hubiera picado una avispa.

—¿Con una huerta? En el campo los únicos que se hacen ricos son los latifundistas. No creo que vosotros podáis llegar a serlo con un mísero pedazo de tierra. Eso solo lo consiguen los que recibieron grandes posesiones por herencias o por chanchullos con los gobernantes en momentos determinados. Y no veo que seas uno de esos.

Una vez más, Polín no supo qué responder. Intentó argumentar.

—Prometieron…

José Luis se acogió a un silencio y luego habló como si estuviera solo, sin mirarle. Sus palabras estaban llenas de convencimiento.

—¡Quién coño se hace rico agachado sobre la siembra! Tendrás que hacer otra cosa si realmente quieres llegar a serlo.

—Solo sé trabayar en la huerta.

—Todos podemos hacer diferentes cosas. Nada hay que no pueda lograr una persona sin pereza. Cada día aprendemos algo. Solo hace falta juventud y empuje. Te diré más: tampoco es necesario el impulso de la juventud para según qué cosas. Cualquier edad es buena para aprender.

—Pero tú firmaste un contrato tamién. Tendrás que hacer lo que dice en él.

José Luis volvió a enmudecer. Se guareció en otro largo mutismo, que Polín no se atrevió a romper. Dejaron que el tiempo pasara, cada uno enredado en sus pensamientos. De pronto sintieron un fuerte estremecimiento en el buque. Se miraron, mientras a su alrededor la gente gritaba y se convulsionaba. Vieron a los tripulantes correr hacia los sótanos. Pero la nave recuperó la estabilidad y siguió su rumbo como si no hubiera sido afectada.

—Espero que lleguemos sin problemas —apuntó Polín.

—Si este barco ha llevado otra tanda, podrá cumplir con nosotros. Estaría cojonudo que se hundiera ahora.

—Siempre que despierto veo tu cama vacía —dijo el asturiano, despistando hacia otro lado para ofrecer una calma que no sentía—. A lo mejor es que tas más preocupao de lo que pareces.

—Te equivocas. No es necesario dormir mucho. Es la impaciencia. Estoy deseando llegar para organizarme. Llevamos diez días de navegación y se me hace largo.

—Eso… Bueno, nos pasa a todos.

—Supongo que sí, pero no es lo mismo. Tú tienes un destino elegido. Yo tengo que descubrir el mío.