Melide, Lugo, noviembre de 2005
La carretera es buena y cuidada, con tramos transformados en autovía. Tiene mucho tránsito porque es la vía principal que une Ribadeo y Foz con Lugo o La Coruña, y una de las rutas del Camino de Santiago. Veía peregrinos solos o en pequeños grupos con sus chubasqueros intentando contemporizar con la lluvia, tenaces en el cumplimiento de sus promesas. Nunca hice el Jacobeo quizá porque hay otros muchos lugares de penitencia más duros, fundamentalmente el que nos lleva al interior de uno mismo. Ese es el más difícil e intrincado porque no nos atrevemos seriamente a emprenderlo. Rehuimos atisbar que hemos podido ser culpables de infligir daños, aun inconscientemente, a alguien que se nos cruzó en algún punto de nuestro albur.
Aldeas y viejas casonas con tejados. Arboleda abundosa donde los eucaliptos hacían ostentación de sus estaturas ajirafadas. Ningún coche parecía seguirme.
Estuve meditando sobre lo ocurrido con el venezolano. Y en las consecuencias. Élido sabía de lo que hablaba. Era un hecho que los pistoleros encontraron la pista siguiendo la lógica que describió. Dieron con él, aunque tarde. A partir de ese momento yo era el blanco a abatir. Habrían hecho sus cálculos. Desde Burela yo podía estar yendo a La Coruña pasando por Ferrol. O a Lugo y luego a Santiago. Incluso a Orense y Vigo para pasar a Portugal. Barajarían todas las hipótesis porque todos los caminos estaban abiertos desde que crucé el Puente de los Santos. La cuestión era simple: les importaría un bledo que mi paso por la escena del siniestro fuera circunstancial o que Élido no hubiera tenido tiempo de participarme su secreto. Sé cómo funciona la cosa. No se andarían por las ramas. Intentarían despacharme, sin que ello lo motivara un afán de venganza por la leña que les di ni por haberles hecho quebranto. Nada personal había en el asunto. Lo harían para eliminar rastros de su actuación. Yo era un testigo y ellos profesionales de la aniquilación. Así de sencillo. Cubrirían todas las rutas para interceptarme, incluso las que llevaran a Madrid. Porque a través de la matrícula del 320 habrían obtenido mis datos al detalle. Me encontrarían. Y si por circunstancias no lo conseguían en esos días, lo intentarían más tarde en la capital. Así que era cuestión de tiempo tenerles encima. Pero yo estaba en Lugo para un trabajo marcado por mi agenda. Lo primero era centrarme en él. Ya me ocuparía de esa amenaza en su momento, aunque no descuidaría la guardia.
En Villalba llené el depósito del 320. Me gusta llevarlo siempre completo desde una noche que en Soria la nieve me dejó bloqueado. Circulé por la autopista hasta Lugo y allí, bordeando la ciudad, pasé a la carretera 540. Hice cambio en Guntín a la 547. A unos treinta kilómetros llegué a mi destino.
Melide, llamada Mellid todavía en los mapas, es una creciente localidad donde el Camino francés se junta con el procedente de la costa cantábrica. Significa que siempre hay abundancia de caminantes. Aparqué cerca de la Casa do Concello. Allí me informaron de que la familia buscada no constaba entre las empadronadas en el pueblo. Quizá por ser detective, por las artes seductoras que aplico en mi trabajo o porque los gallegos son normalmente obsequiosos, el caso es que una joven funcionaria se tomó interés y me orientó hacia donde pudo estar la casa.
Había viviendas de moderna construcción en el lugar, a las afueras, por la carretera general de Lugo. Pregunté a varias personas. No les sonaba el nombre. Detrás y alrededor el paisaje se abría hacia extensos prados donde punteaban numerosas vacas y ovejas. Sabía que la población se asentaba en una zona tradicional de explotaciones agrícolas y ganaderas, de carácter familiar en general. Localicé varias casonas adentradas en el campo y flanqueadas por establos y cobertizos. Dejé el coche a un lado y por un camino embarrado me dirigí a una de ellas a preguntar. Y luego a otra. El mismo resultado negativo. Era gente joven. Tiempo después un hombre de años acumulados, auxiliado por un bastón y seguido por una mujer de la misma quinta, se me acercaron.
—Le vemos dar vueltas, como perdido. ¿Podemos ayudarle?
Les dije el objeto de mi búsqueda. Se quedó un momento dudando pero la mujer fue más rápida.
—Sí, claro que recuerdo a os Trabada. ¿No tacuerdas que él marchara de la casa y nunca apareciera? —azuzó al marido, que empezó a oscilar la cabeza de arriba abajo a medida que reunía imágenes—. Pero pase a tomar un café, señor; aquí hay frío.
Me llevaron a una casa arreglada que conservaba rastros de edificación antigua.
—Las fillas no quisieron seguir cuando murió la madre —dijo el hombre en castellano mezclado, ya acomodado en el recuerdo, mientras la mujer trasteaba en la bien abrigada cocina—. To lo abandonaron cuando llegaron esos contratistas ofreciendo buenos cuartos por el terreno. No fueron las únicas.
—¿Cuándo ocurrió?
—Hace muchos años, allá por la mitad de los cincuenta. —Tosió un acceso quejumbroso—. Les prendió el reflejo de la gran ciudá, como en su día a aquellos que emigraran a las Américas. Renegaron del campo, como el padre que las abandonó. Un error. Esta es tierra dura, siempre lo fue. Pero aquí tenían traballo, propiedá, alimentos… Bien que ahora vale poco… y los impuestos… Pero por ahí no atan los perros con longaniza, no señor.
—No es verdá que abandonaran el campo —intervino la mujer, lanzando una mirada de reproche al marido. Hablaba con el mismo lenguaje aleado y musical. Puso una bandeja con el humeante café, una jarra de leche y un plato de queso cortado y pan—. No haga caso con eso de la gran ciudá. Este home dice cosas que ve en la televisión. Ellas solas no podían salir adelante, eran casi niñas. ¿Traballo? Sí. To el día, sin descanso, agachados sobre la tierra pa comer siempre lo mismo.
—Veo que se dedican a la fabricación de quesos —derivé, para evitar una discusión familiar.
—Todos por aquí lo hacemos, en mayor o menor cantidá —se adhirió el hombre—. Cuando los gerifaltes de Europa nos obligaron a producir menos leite, hubimos de dar salida al esceso. Los quesos han salvado la economía destos pueblos.
—Habló de la gran ciudad. ¿Sabe dónde puede estar esa familia?
—Los padres murieron, e tambén la filla, Carmiña. Las netas, esas que busca… cualquiera sabe.
—Necesito encontrar a esas chicas.
—¿Chicas, dice? Si viven, dejaron de serlo hace tiempo. —Ensayó una sonrisa, mostrando anchas encías con unos dientes náufragos.
—Marcharon pa Coruña, creo recordar. No estoy segura —intervino la mujer—. Pero hicieron bien. Salieron de este agujero, habrán visto mundo. Seguro que han vivido una vida mejor. Puede que hayan acertado al elegir marido —añadió, mirando desafiante al hombre. Luego, con un atisbo de tristeza se dirigió a mí—. Quedamos pocos de aquella. Hay una familia… Eran muy amigas. Venga. Le indicaré la casa. A lo mejor pueden darle mais información…