Atravesando el Atlántico, mayo de 1955
Partid, y Dios os guíe…, pobres desheredados,
para quienes no hay sitio en la hostigada tierra;
partid llenos de aliento en pos de otro horizonte,
pero… volved más tarde al viejo hogar que os llama.
ROSALÍA DE CASTRO
Cuando aclaró el día, Polín divisó a don Torcuato, uno de los veinticinco maestros nacionales que integraban la numerosa expedición. Procedían de Madrid aunque eran originarios de diversas regiones de España. Estaban en edades asentadas y casi siempre permanecían juntos, diferenciados por sus ropas y sus modales. También por sus objetivos. No iban como emigrantes propiamente, sino de voluntarios contratados para ayudar a mejorar la enseñanza. Según José Luis, el país adonde iban tenía un volumen insoportable de analfabetos, palabra que entristecía a Polín por entender que él pertenecía a ese nivel, ya que leía con gran dificultad y no sabía escribir. De vez en cuando algunos de esos maestros se mezclaban con el resto de los viajeros para estimular sus esperanzas y ofrecerles datos tendentes a mejorar su estancia futura. Daban sensación de ser gente amable, bien dispuesta en su misión y evidenciaban estar firmemente asentados en la convicción de que los regímenes de los Generalísimos Franco y Trujillo representaban una luz de progreso sobre otros mal llamados democráticos. Según ellos, la aparición de esos prohombres para regir los destinos de ambas naciones fue providencial.
Alguien había filtrado que los maestros dormían en camarotes mejores y no apelotonados, al igual que el médico, el cura y otras personas de la expedición que nunca hablaban con la masa y cuyas fachas inequívocas les delataban como pertenecientes a la Administración del Estado. Sin duda que era algo injusto pero inevitable, como ocurría con la enorme diferencia de clases que regía en España. También que se alimentaban como la tripulación. Es decir, mejor que el resto de los pasajeros, quienes comían sin excepción, día tras día, el mismo menú: sancocho. Llamaban así a un estofado de carne eclipsada y cachos de plátano; piezas que, aunque con el mismo nombre, no eran como los de España sino más largos y verdes, parecidos a calabacines y no adecuados para el consumo crudo. Ahora estarían hambrientos si no hubieran llevado precautoriamente provisiones en sus maletas, coleccionadas amorosamente por las madres, esposas y demás familiares durante los emocionados preparativos.
Don Torcuato manejaba un cuerpo estirado dentro del pulcro traje. Su pálido rostro aparecía siempre afeitado y emitía la sensación de placer que da el saberse poseedor de un destino grato y exento de grandes incomodidades. Había mirado las listas de viajeros para saber quiénes procedían de Asturias. No eran muchos. Cuando vio que Martín y Polín venían de Tineo, donde según les dijo nació su padre, profesó hacia ellos una atención especial desde el primer día, especialmente hacia Polín debido a su juventud y a su gesto abierto. Por su medio se enteraron de que el contingente lo formaban un total de setecientos sesenta y tres hombres, todos agricultores o destinados a las tareas de la tierra, salvo los maestros, el cura, el médico, los enchufados y una docena con otros oficios. Y también que ese proyecto migratorio nació de la mente de Trujillo cuando en mayo del año anterior visitó España. Franco le mostró entonces, entre otras zonas agrícolas, los campos de cereales de Castilla y las huertas de Valencia. El Generalísimo dominicano se admiró del hacer laborioso y productivo de los agricultores españoles. Lo habló con el Caudillo español, quien se adhirió a la idea porque suponía una oportunidad de trabajo y riqueza para unos miles de súbditos desperdiciados.
—Que yo sepa, es un caso único en la historia —afirmó con admiración don Torcuato en una de sus primeras charlas—. Ha habido países que han aceptado inmigrantes en grandes cantidades, pero es la primera vez que un Estado patrocina la idea y les paga todos los gastos de desplazamiento, les da comida, casa y trabajo. Y una subvención. ¿Qué mandatario compra un trasatlántico para ponerlo gratuitamente al servicio de un proyecto migratorio? Ahí el Excelentísimo Trujillo ha demostrado su visión de gran estadista. Porque más tarde la República Dominicana recogerá los frutos de esa generosa iniciativa. Sabe que los emigrantes llevan energía, ideas y contribuyen al crecimiento general y a la creación de riqueza del país que les acoge.
Él podía aceptar como verdad lo afirmado por el educador pero no en su totalidad. Porque tanto en el transporte como en la alimentación, por el momento únicas acciones en ejecución, los hechos demostraban una clara distancia con los panfletos propagandísticos. El barco estaba en deplorables condiciones de conservación, aparte de los ruidos desconocidos y preocupantes; viajaban como sardinas en lata y las comidas, además de notoriamente escasas y repetitivas, eran tan apetecibles como el agua sucia.
—Si fuéramos menos, iríamos más cómodos —opuso el enseñante—. Es mucha gente para el espacio disponible. Las peticiones han desbordado lo previsto. Muchos quedaron en tierra llorando, esperando el próximo viaje. ¿Hubieras preferido ser uno de ellos? Por la misma razón las comidas son frugales. Y en cuanto al buque, bueno. Al fin, el viaje es una etapa mínima en el proyecto. Lo importante es comenzar allá.
Así razonado, parecía lógico lo que estaban experimentando. No obstante, y aunque carecía de las condiciones intelectuales para gestionar una crítica en profundidad, a él le parecía sorprendente que tantos cerebros conjuntados en el proyecto no hubieran manejado previsiones más certeras, sobre todo en cuanto a los alimentos. Porque si bien los camarotes no podían ensancharse, sí pudieron haber hecho algo respecto a los víveres una vez que concretaron la lista de pasajeros. Y más si antes hubo otra expedición que se supone ofreció experiencias.
El educador había apreciado su inclinación a escuchar con tímida atención cuando le hablaba sobre asuntos relacionados con la Geografía, la Historia o la Gramática, materias en las que nunca tuvo posibilidad de entrar por no formar parte de sus urgencias habituales. Lo fundamental era trabajar cada día para poder comer, lo que venía haciendo desde muy pequeño al igual que sus hermanos y que todos los de las míseras aldeas. Para los cabezas de familia de esos villorrios no había tiempo que desperdiciar por nadie en tareas no productivas. Don Torcuato le regaló un libro, del que llevaba una buena provisión de ejemplares como fondo de ayuda a su misión pedagógica. Se trataba de la Enciclopedia Álvarez, primer grado, que explicaba con sencillez y claridad las materias básicas del conocimiento humano. En los primeros días se sentó con él en cubierta y empleó parte de su tiempo en iniciarle en los temas y saber cómo interpretarlos. Después le marcó unos tiempos, que él, con impulsiva predisposición, se obligó a cumplir. De esa forma, y ante la impasibilidad de Martín, fue aficionándose a leer durante horas, lo que le introdujo en mundos que siempre creyó inalcanzables.
—Podías hacerlo tú también —le dijo.
Su hermano tardó en hablar, lo que era innato en él. Hablaba tan poco que Polín y la familia a veces dudaban de si se le había olvidado cómo hacerlo.
—¿Pa qué?
—Pa saber más, tener cultura. Nos ayudará a ser ricos. Porque vamos a ser ricos, ¿no?
—Puede. Pero no ye necesario saber tanto pa eso. Solo pa escribir a madre cuando la enviemos dinero. La cultura no hace rico a nadie. Mira los de la nuestra tierra, indianos incluidos. ¿Qué saben los señorones de Ovieu, los amos de las quintanas? Tien buenas perres y ninguna cultura. Solo soberbia.
Aunque a trompicones, era todo un discurso, algo absolutamente insólito. Polín estaba asombrado y aprovechó para darle cuerda. Y Martín, con gesto de quien está acosado de vómitos, hizo razón de lo que pensaba. Los ricos tenían dinero, poder y un desprecio permanente hacia los campesinos, pero no cultura. Los hombres cultos eran los maestros de toda la vida, que pasaban la misma hambre que los pobres de los pueblos. A su entender, los maestros nuevos que viajaban con ellos se daban mucha jactancia pero, como los viejos, no tenían ni mierda en las tripas. Con ese razonamiento incontestable su hermano estableció que ambos solo necesitarían trabajar según lo firmado y regresar al viejo hogar con el bolsillo bien apretado. Sin duda que era el argumento que movía a todos los emigrantes del barco, sobrados de esfuerzos y necesidades. Ninguno estaba allí para ser más culto, sino por dinero, lo único que les arrancaría de la pobreza. Además, el libro de marras en concreto daba una gran preponderancia a la Religión y hacía una marcada propaganda del franquismo. Ambas cuestiones estaban lejos del agrado de Martín, aunque raras veces liberaba del coleto su distanciamiento de ellas. Para Polín su hermano estaba equivocado, no en cuanto a la finalidad del viaje sino a su concepto sobre el estudio. Porque era preferible pasar el tiempo en instruirse y no gastarlo en deambular y mirar el movimiento de ese mar que parecía no tener fin.
Don Torcuato se le aproximó.
—¿Qué tal mi alumno preferido?
—Me gustaría preguntarle una cosa —dijo él, dándose cuenta de que había copiado inconscientemente la forma empleada por José Luis en el tratamiento de las preguntas—. ¿Sabe por qué viajamos solo hombres en esta expedición?
—Sois como nuevos descubridores. Al igual que hace siglos, estos viajes son cosa de hombres. Así no tendremos la responsabilidad de cuidar de nuestras esposas, novias y hermanas mientras nos situamos. Pero allí hay muchas mujeres para quienes no quieran estar solos. —Acentuó la mirada sobre él—. ¿Estás casado? ¿Tienes novia?
—¿Cómo son las mujeres allá? —dijo él, sonrojándose y deseando que no se notara su secreto.
—Como en todas partes. Las mujeres son iguales en todos los sitios.
—No señor, perdone —se atrevió él—. Conozco las aldeanas del mi Conceyo y las señoritas de Ovieu. No son iguales.
—Quiero decir que están para lo que están. ¿Qué más te da? Lo importante es relacionarse y hallar acomodo. En unos días las verás por ti mismo. Pero no respondiste a mi pregunta. ¿Dejaste un amor en el pueblo?
—Y usted, ¿lo dejó?
—Sí, mi señora. Se reunirá conmigo más adelante.
Polín se apoyó en la barandilla y escondió sus ojos. No se sintió obligado a seguir con ese tema y menos a responder preguntas que le llevaban a la inseguridad.