Burela, Lugo, noviembre de 2005
No había dejado de llover. Instantes después crucé el viaducto y entré en Ribadeo. Eran las tres de la madrugada. La ciudad dormía. Busqué en el móvil la dirección de un centro sanitario. El buscador GPS me guio hasta él. Más tarde, un médico se me acercó en la sala de espera.
—¿Es usted familiar?
—No le conozco. Vi derrapar su coche y pude rescatarlo antes de que cayera al mar. A punto estuvo de irse abajo con él.
—Acertó en traerle sin esperar. Pero esta es una unidad de atención primaria y no podemos dar al herido la asistencia requerida. Una ambulancia le lleva ahora mismo hacia Burela, al Hospital Da Costa. Ya hemos avisado a Urgencias. Estarán preparados.
—¿Es grave?
—Puede serlo. Está consciente pero tiene traumatismo torácico con fracturas costales múltiples, contusión pulmonar y derrame pleural. También una pierna rota.
—Voy allá también. Les seguiré en mi coche.
Hay unos cincuenta kilómetros hasta esa localidad costera. La carretera no tiene exceso de curvas y la ambulancia hizo el recorrido en menos de media hora, después de cruzar el río Masma, que entrega sus aguas en la ría de Foz. Me dijeron que ese complejo asistencial, dependiente del Servicio Gallego de Salud, cubre las necesidades sanitarias de al menos catorce municipios del área. Está situado en zona despejada con cuidado césped e iluminado casi como un aeropuerto. Después de ver cómo ingresaban al herido, esperé en la sala donde algunas personas se refugiaban en la paciencia. Tiempo después citaron mi nombre. Pasé a una sala más pequeña. Un médico se me acercó y me preguntó por lo ocurrido. Le repetí lo que al otro, ocultando la presencia de los dos matones y lo sucedido realmente. Fue amable y explícito.
—Ahora está hemodinámicamente estable. Le hemos puesto un tubo de tórax y le hemos hecho analíticas sistemáticas de sangre y gasometrías seriadas. Hay que esperar.
Me aconsejó el hotel Palacio de Cristal, por estar a cinco minutos a pie del hospital. Dejé el coche en el garaje del establecimiento. Ya en la habitación, me relajé con una ducha. Luego, mientras tomaba los frutos secos y el agua del minibar, procedí a secar concienzudamente la chupa, dejándola colgada en el armario abierto para que se orease. Repetí la acción con los zapatos, lustrándolos con los útiles que siempre llevo al efecto. El pantalón, empapado y sucio, no tenía solución, pero disponía de repuesto, igual que del resto de la ropa. Después me puse unos guantes de cirujano y volqué sobre la cama los bolsos de los agresores para examinar el botín requisado. Además de lo que metí en ellos bajo la llovizna, contenían llaves, bolígrafos, papeles, dos pares de guantes, un ordenador, prismáticos y una cartera con documentos. También dos silenciadores y varios cargadores con munición para las armas. Estaba claro que constituía un equipamiento ajustado para una pareja de acción violenta.
Los tipos, en la cuarentena, eran nacidos en Vizcaya y residían en Oviedo. Sus tarjetas de visita les definían como viajantes de una empresa de joyería radicada en Málaga. Estaban las licencias especiales de armas, que les permitían su uso. Llevaban tarjetas oro de varias entidades y todos esos euros. Habida cuenta de las tarjetas, el cargar con tantos billetes significaba que deberían hacer pagos al contado por servicios no facturables. Los papeles, notas de consumo en su mayoría, no aportaban ningún dato especial. Conecté el ordenador, que pidió las claves de acceso. Pasé a los móviles. Una serie de números telefónicos que quizá sirvieran para una investigación posterior. Llegó el turno de las pistolas. Las dos eran Walther PPK 380 con la base del peine plana, lo que afirmaba una misma procedencia. Es un arma de precisión, muy usada tanto por policías como por facinerosos y avalada por datos de relevancia propagandística. Se dice que son las que usaba James Bond y como la que llevaba Adolf Hitler cuando se suicidó. Las limpié bien para borrar mis huellas. Metí todo en los bolsos, excepto los DNI, para fotocopiarlos, y el dinero, que introduje en una de las bolsas de plástico negro con cierre que siempre llevo.
Procedí con los trastos del herido. Su pasaporte y otros documentos le acreditaban como ciudadano venezolano. Se llamaba Élido García Vargas. Había ingresado a España un mes antes por el aeropuerto de Barajas, según indicaba el sello de entrada. Cargaba con bastantes dólares y euros. No llevaba tarjetas, lo que indicaba que pagaría al contado. El mejor procedimiento para no dejar pistas. Tenía una pequeña libreta con anotaciones de gastos en dólares y euros, nombres, signos y fechas; ninguna dirección. Examiné la pistola. Una Beretta 9000, de doce cartuchos de 9 milímetros. Un arma compacta, de poco peso y muy efectiva. No son de uso habitual, por lo que deduje que el portador era un especialista. Alguien acostumbrado a las armas. Y no habría podido pasarla por los registros del aeropuerto. Por tanto, se la debió agenciar a través de algún contacto en España, quizá también el coche. El móvil era uno de última generación. En el listado de nombres aparecían denominaciones como «Afilo», «Bola», «Carpa» y otras muchas de la misma índole. Ninguna con lógica, lo que significaba que estaban en clave. Los prefijos, salvo el de España, me eran desconocidos. Supuse que americanos. Lo comprobaría. Encendí el ordenador. Me pidió la contraseña, como antes el de los matadores. Lo cerré. Saqué de mi maletín otras bolsas de plástico y puse en ellas todo lo del herido, ordenadamente y sin excepción, metiéndolas luego en su bolso. Me quité los guantes, puse el despertador y me eché en la cama en busca de un sueño corto.
Temprano en la mañana, camino del comedor, el recepcionista me llamó.
—Señor Rodríguez. Tiene una nota de la Guardia Civil. Le piden que se presente.
Después de desayunar me acerqué al cuartel, que se define como Dirección General. Estaba cerca y como no llovía fui caminando. Me atendió un agente de nueva hornada, muy en su papel, que me acompañó a la oficina del sargento. El suboficial se quedó un rato mirando mi documentación, como si el hecho de ser detective privado le encandilara. O quizá fuera mi nombre lo que le sorprendía, al igual que a tantos otros.
—Corazón Rodríguez. Curioso nombre. —Me exploró con la mirada, como buscando la causa de tal desatino—. ¿Investiga usted algo, señor Corazón?
—Siempre hay algo que investigar. Es mi trabajo.
—¿Por aquí?
—No. Pasaba de largo y vi el accidente.
—Por eso le hemos llamado. En este momento se está procediendo a sacar el coche, que localizó la Guardia Civil de Figueras hace unas horas. Como usted dijo a los médicos del hospital, estaba entre las rocas, en el mar. Pero había otro coche, un Audi A6. ¿Lo sabía? ¿Puede detallar lo que ocurrió?
Se me da muy bien poner cara de panoli. Estaba claro que los asesinos se esfumaron oportunamente sin dejar huellas. Repetí la falsa descripción de los hechos que dije a los médicos.
—¿Saben algo del herido? —pregunté.
—Es ciudadano venezolano, según dice, y viaja de turista. No lleva documentos. Seguramente estarán en el coche. No tiene familiares en España. Hemos hablado con el Consulado General, que está en Vigo, para que se encarguen.
El hombre permanecía en la UCI. El diagnóstico no le favorecía porque sus pulmones habían quedado muy tocados. Estaba en tratamiento con mórficos, heparine y antibióticos. Había salido del shock hacía tres horas y sus primeras palabras fueron para preguntar cómo llegó allí. Manifestó su deseo de verme con urgencia. Subí a la sala, donde varios pacientes compartían sus angustias, cortinas por medio. Él estaba lleno de tubos y vendas, pero sus ojos brillaban. El médico de guardia me había aconsejado que le hiciera hablar lo menos posible.
—Este señor es quien lo sacó del coche y quien posibilitó que usted esté aquí —dijo, a modo de presentación.
Al quedar a solas me pidió con un gesto que acercara mi cabeza. Me incliné sobre él.
—Como que no ha dicho lo que ocurrió realmente —dijo, en un susurro—. ¿Por qué se mezcló?
—Soy muy curioso. No pude dejar que esos dos se salieran con la suya. Me gustaría saber quién eres y por qué querían matarte.
—¿Qué hubo con esos coño e madres?
Se lo dije. Me miró con incredulidad.
—¿Me miente? —musitó entrecortadamente—. ¿Cómo es que los chingó si son profesionales del crimen? ¿Quién carajo es usted?
—En estos momentos un amigo.
—Hombre de averías, ¿ah?… ¿Y dónde es que están mis corotos?
—A buen recaudo. No te preocupes. Te los devolveré cuando salgas de aquí. Creo que nadie debería saber que ibas armado. Lo dirían a la policía y tendrías que contestar muchas preguntas.
Me miró desde unas cuencas inundadas de fatalismo. Era evidente su esfuerzo en mantenerse consciente.
—Debió haber botado al mar a esos bujarrones, con el carro… Insistirán en su propósito.
—Les destruí el coche. Sin él, sin los teléfonos ni las documentaciones tardarán en encontrar la pista y dará tiempo a que te repongas. En unos días puedes pedir traslado a otro hospital.
—¿Qué… mamaera es esa? No lo entendió… —Sus ojos destilaban convencimiento. Se esforzó en mostrarlo verbalmente—. Son cayapa de asesinos… Indagarán en los centros médicos cercanos al accidente… Pondrán a otros tras esas pistas… Me encontrarán… Intenté despistarles desde mi aterrizada en Madrid… Por eso no vine a Galicia directamente… Busqué ruta disuasoria… Me llegué a Gijón… Viajé la costa para entrar por Ribadeo… No sirvió… Ya ve lo que ocurrió… Tienen las rutas controladas… Ahora vendrán también por usted… Si no le encuentran aquí, le seguirán la pista… Seguro que saben ya la matrícula de su carro… Siempre hay ojos que miran… Está metido en la broma, compañero… No podrá escapar…
El sujeto tenía razón. Inmerso en la investigación del caso propio no tomé conciencia del lío en que me había metido. Empecé a considerar la verdadera magnitud del mismo.
—No me has contestado. Por qué esos tipos quieren eliminarte.
—Es una misión… muy importante. Y secreta…
—Vale. —Me puse en pie—. Te traeré tus cosas y seguiré mi camino. Deseo que salgas de esta.
—Espere, espere… —jadeó—. Escuche… —Me incliné—. Vengo… a matar a un hombre… Y esos quieren impedirlo.
Así, de golpe. Y a renglón seguido, sin pausa, me pidió que le protegiera hasta que saliera del hospital. No hubo ruego. Como si mi expresada curiosidad o el haberle salvado la vida fueran una obligación para seguir en la ayuda. Luego cerró los ojos y pareció dormitar.
Fui a la sala de espera y dejé que las horas se escurrieran. Mientras sometía a vigilancia la puerta me di a cavilar y determiné mis próximos movimientos. Prescindí de salir a una cafetería y me contenté con sándwiches y agua de las máquinas expendedoras. Así consumí el día viendo a gente llegar y marcharse. Por la noche me acomodé en un rincón. Otras dos personas se preparaban a pasar las horas en la misma guisa. Esperé a que el silencio se posara y el sueño les hiciera mella. Salí al pasillo. Ni un alma. Busqué una consulta. Entré. En un perchero había dos batas blancas. Cogí la más grande y la escondí bajo mi cazadora. Volví a la sala y dormité a ratos.
Al llegar la mañana me acerqué a un enfermero. Le pedí, un billete por medio, que no quitara ojo al herido y me informara si alguien preguntaba por él. Fui al hotel, me duché, mastiqué algo y dispuse el equipaje. Pagué la cuenta. Una hora después estaba de nuevo haciendo guardia, esta vez con el maletín. Dentro, la bata. Nadie se había presentado a interesarse por el venezolano. Tiempo después apareció uno de los facultativos con gesto serio. El enfermo volvía a llamarme pero la visita debería ser muy breve. El hombre tenía los ojos muy metidos dentro, como si tuvieran un peso excesivo. Me hizo una seña como la vez anterior.
—Estoy… jodío de vaina, don. Como que se me acabó el camino. —No parecía apenado sino lleno de frustración—. Esos coño e madres me chingaron duro. Tendrá… tiene usted que terminar la misión. Siempre cumplí… Soy un profesional…
El médico se aproximó y en silencio me señaló la salida. El herido agarró mi cazadora y tiró de ella, aplastando sus labios contra mi oído.
—¡Tiene que acabarlo…! ¡Matar al hijo e puta! ¡Debe… hacerlo por mí…! ¡Usted se obligó al salvarme…! Escuche… —susurró, espasmódicamente
—¡Apártese! —dijo el médico, solicitando ayuda—. Salga.
Lo hice. Pero ya había memorizado las cuatro palabras que me dijo el moribundo. Volví a la sala y las escribí en mi libretita. Tiempo después llegó el médico con cara de circunstancias y no muy propicio a extenderse en explicaciones.
—El hombre ha muerto. Lo siento —dijo, dando el asunto por zanjado e iniciando la retirada.
—Eh. —Se volvió. Mi rostro no incitaba al monosílabo—. Familiar o no, llevo dos noches velando a ese hombre. Merezco mejor explicación.
—Tiene razón. Disculpe. Hemos hecho todo lo posible. Le habíamos intubado. Experimentó aumento de dolor torácico y sufrió disnea. No pudo ser. El tromboembolismo pulmonar masivo ha sido irremediable.
Bajé a la planta de salida. Al llegar al vestíbulo, me asomé con precaución desde el pasillo. Uno de los asesinos de la noche anterior, el fornido que me golpeó, hablaba con una empleada en el mostrador de recepción. Sin duda que estaba informándose sobre su perseguido. Y sobre mí. A su lado, otro tipo del mismo corte no perdía detalle del trasiego de gente entrando y saliendo. Daba impresión de estar en alerta máxima. Mi estatura e impedimenta me impedirían pasar desapercibido ante él porque el compinche le habría dado mi descripción. Pero no contaban con mi previsión nocturna. Retrocedí. Pasé a un baño. Me quité la cazadora, que guardé en el maletín, y me puse la bata. Vi un matrimonio de mediana edad dirigirse hacia la salida. Les abordé, interesándome por su estado. Me atendieron con la deferencia que siempre se presta a los médicos, dando por hecho que yo lo era. Caminamos juntos de palique. Sin mirar de frente a nadie, al cruzar el vestíbulo atisbé al sicario de reemplazo. Movía la cabeza de un lado a otro, inquisitivo. El de Figueras habría subido a la UCI. Ya en el exterior me despedí de mis oportunos colaboradores. Era consciente de que no tenía mucho tiempo. Mientras caminaba cambié la chupa por la bata, que dejé en la habitación del hotel. Recogí las cosas. Subí al coche y partí de inmediato, retrocediendo hasta alcanzar la nacional 634 para seguir hacia el destino inicial de mi viaje.
Había venido a Galicia a realizar gestiones para un nuevo caso encomendado. Pero por azar, por mi disposición a echar una mano al prójimo o por la tendencia a meterme en camisa de once varas, había entrado en un asunto desconocido y peligroso. Era razonable pensar que ese club de criminales no se contentaría con saber que su presa había perecido. Estaba claro que buscaban al curioso que les noqueó y que a su entender podría haber recibido información secreta del moribundo. El hecho de estar allí demostraba la diligencia que imprimían a sus actuaciones. Se habían apañado para darse alarma y en tan pocas horas los de Figueras habían sido rescatados y el del brazo roto sustituido por el tercer hombre. Eso evidenciaba que había una organización detrás, como aseguró Élido García. Y poderosa, sin duda.
Ahora el perseguido era yo, como también vaticinó el venezolano.