Navegando hacia Canarias, mayo de 1955
Tornó la golondrina al viejo nido,
y al ver los muros y el hogar desierto,
preguntole a la brisa: —¿Es que se han muerto?
Y ella en silencio respondió: —Se han ido,
como el barco perdido
que para siempre ha abandonado el puerto.
ROSALÍA DE CASTRO
El camarote, inhóspito como una mazmorra y con ronchas de orín por todos lados, albergaba a seis ocupantes, tres a cada lado. El hecho les hizo barruntar que las promesas y las realidades podían no caminar paralelas. Porque les aseguraron que los camarotes serían de lujo y para una o dos personas. No importaba. Allí estaban sus ansias juveniles para aceptar los chascos como lances sobre los que construir anécdotas.
No hubo sorteo previo de cama en el apretado espacio. Amigos y extraños buscaron acomodarse con la mejor disposición para compartir sus sudores, sus ruidos y sus silencios.
Polín se despegó de la litera procurando molestar lo menos posible en el agobiado espacio. El sueño no le alcanzaba. Su cuerpo esbelto funcionaba con los movimientos pausados de quien está acostumbrado a caminar entre penumbras. Los tres gallegos bufaban como si estuvieran en un concurso. Miró a Martín, echado boca abajo y sin emitir sonido. Vio brillar uno de sus ojos. Tampoco dormía. O sí, pero habría activado sus reflejos internos al sentirle. Siempre la conexión protectora. Pero esa misma comunicación sensorial le hizo saber que no participaría de su necesidad de conversación. El hueco de José Luis Charcán estaba vacío. Era la segunda noche desde el embarque y la primera que todos podían descansar sin el impedimento del nerviosismo de la partida. Salió al lóbrego pasillo y subió hasta cubierta, aferrándose bien a los pasamanos para no escurrirse en las resbaladizas escalerillas. El aire fresco le alivió. La causa del desvelo no estaba en el roncar mezclado. En su aldea todos voceaban sus respiraciones concienzudamente y en los veranos de puertas abiertas se las lanzaban de una casa a otra como si hubiera apuestas de por medio. Su desasosiego provenía del movimiento del buque. Él era de tierra serrana donde el suelo estaba quieto bajo los pies y donde las aguas de los ríos corrían límpidas entre verdores y tenían escala humana. Pero el mar era otra cosa. Algo fuera de medida y carente de solidez. Las olas rompiendo en las rocas o en las playas le intimidaban y nunca se bañó en esas aguas saladas las veces que viajó a la costa. Y ahora estaba flotando en medio de esa vastedad amedrentadora sobre un barco que emitía sonidos, para él desconocidos y preocupantes. Era muy diferente a cuando el día anterior lo viera en el puerto de La Coruña con su chimenea empenachada de vapor, su porte majestuoso y sus dos largos mástiles llenos de flameantes banderas de España y de la República Dominicana. Entonces quedó deslumbrado, como si portara el sol de la tierra imaginada y no el mustio de esa mañana impaciente. Y más cuando horas después pisó la limpia cubierta entre una doble fila de impolutos uniformes blancos mientras desde alguna parte llegaban dulzones y extraños sones musicales. Nunca había subido a un buque. Y esa primera vez se tejió de inolvidable dentro de él. Porque el grupo de emigrantes cargados de maletas de madera, mantas y temblores estaba siendo recibido a bordo como gente importante. Y quizá lo fueran realmente porque según dijeron iban a colonizar una tierra despoblada y a dotarla de huertas productivas, creando riqueza y participando de ella. En ese momento experimentó la sensación de que estaba renaciendo a una nueva vida, que ya no volvería a ser el mismo.
Nunca antes oyó hablar de la República Dominicana. Cuando empezaron a circular las noticias y tomó interés le dijeron que estaba en América, cerca de México, Cuba y Venezuela, lugares fabulosos que describían con nostalgia los indianos que retornaron con fortunas. Escuchándolos, soñaba que algún día él iría a esas tierras en busca de lo que le negaba la propia. Y no podía evitar la comezón de la envidia cuando veía a algún paisano abandonar la aldehuela para enrumbarse hacia aquellos deslumbres. Hacían falta documentos y dineros de los que él no disponía y posiblemente nunca conseguiría. Pero ahora estaba desposeído de ese pesar irreprimible porque, como si fuera un milagro, navegaba hacia ese mundo con todo pagado y los gastos cubiertos. Una vez allí dispondría de una casa amueblada y cómoda, solo para él y su hermano, además de un trabajo seguro y la cobertura de una subvención de entre sesenta y ciento cincuenta dólares mensuales hasta conseguir la primera cosecha o pudieran mantenerse por sus propios medios.
Las luces de posición del barco dejaban grandes zonas de sombra que daban cobijo a muchos desprovistos de sueño. Entre los sonámbulos atisbó a José Luis apoyado en la barandilla derecha, la que daba a mar abierto. Era un castellano de miradas rápidas, elástico, atractivo, viril, de verbo sonoro, que le causó sensación por su personalidad diferente. Recordó cuando unas horas antes se vieron por primera vez al ocupar el mismo camarote. Nunca nadie le había llegado antes tan adentro, como si en su interior se hubiera formado una brasa. Descubrió la disposición que el burgalés tenía para el mando al elegir litera para sí sin consultar, e indicar cómo colocar las maletas en forma idónea para que no estorbaran, además de establecer turnos de limpieza del cuchitril. También hizo imposición más que sugerencia de que el aseo se extendiera a sus cuerpos y atuendos. Puesto que debían permanecer obligadamente juntos, deberían lavarse para eliminar los malos olores, los pies al menos. Fue algo que no le sorprendió por tener muy arraigado desde pequeño lo del lavado personal, pero sí extrañó a los otros, para quienes esa cuestión no era ni prioritaria ni frecuente. No obstante lo aceptaron sin rechistar, incluso Martín. José Luis demostraba estar muy habituado a moverse entre la gente. Al contrario que él, que pocas veces había salido del Concejo y que, además de haberse criado entre prolongados mutismos, nunca antes compartió dormitorio con desconocidos.
—¿Le importa que me ponga aquí, con ustez?
—No me importa —contestó el otro después de reconocerle—. Pero nada de usted ni Cristo que lo fundó. Háblame de tú o no me hables.
Estuvieron en silencio mucho tiempo, él un tanto atemorizado por la sequedad del otro. El buque seguía emitiendo lamentos por ahí dentro, pero no parecía que afectaran a su desplazamiento. Polín miró el piélago tenebroso. No había luna y daba la sensación de que allá lejos, en el borde final, el mar estaba devorando las estrellas.
—Este no es un buque de transporte civil —indicó José Luis, sin mirarle—. Pertenece a la Marina de Guerra dominicana. ¿Te has fijado?
—Verdaz que… —balbuceó él, cogido por sorpresa y apreciando lo muy ignorante que era al no haberse percatado de ese hecho—. ¿Cómo sabe…, sabes eso?
—Porque los tripulantes son militares. ¿No ves sus uniformes?
—Pos… Bueno, ¿qué significa?
—Demuestra que esta es una emigración especial, de Estado, como nos dijeron. Me informé. Trujillo, el presidente del país adonde vamos, lo compró para que los españoles viajáramos gratis. Antes se llamaba Camberra. Fíjate que todavía hay salvavidas donde aparece ese nombre mal borrado. Lo rebautizó como España en nuestro honor.
—¿Lo compró? ¿Lo pagó de su bolsillo?
—Eso dicen, pero dudo que asumiera ese desembolso. Seguramente sería su Gobierno quien cargara con el invento.
—¿Él mismo fue a comprarlo?
El otro volvió el borrón de su rostro hacia él. Polín se inquietó. Quizás había dicho una tontería. Era consciente de su inmadurez, que en ocasiones le impedía formular las cosas adecuadas.
—Habrá enviado a sus agentes, joder. Pero la elección última sería la suya. Tiene fama de verificar personalmente las cosas.
—¿Por qué no usaron un barco propio?
José Luis tardó en responder, como si dudara en ilustrar sobre lo evidente. Lo hizo lentamente, con el tono de quien reprende a un niño que no se sabe la lección.
—La República Dominicana no posee industria naval. Tiene unos astilleros simples, donde solo hacen reparaciones. Todos sus buques fueron comprados fuera del país. Para cumplimentar la misión no disponían de ningún trasatlántico. Este se adquirió expresamente, creo que a los británicos, para estar a la altura de la urgencia del acuerdo. Si te fijas, no hay turistas ni gente de otros países. Solo españoles.
—No entiendo de barcos. Pero este no paréceme nuevo. Los camarotes…
—Por supuesto que no lo es. ¿Cómo coño va a ser nuevo? Supongo que querría gastarse lo menos posible si el fin único de su utilización es el de transportarnos a los emigrantes.
Él sintió el rubor encenderle el rostro. Agradeció la noche para que el otro no le viera. Se obligó a hacer un comentario.
—Bueno… Aunque sea vieyo, habrá costao sus buenas perronas. ¿Por qué ese Trujillo tiene tanto interés en nosotros?
El otro hizo una nueva pausa valorativa. Contestó con el tono pacienzudo de quien piensa que hay cosas que todo el mundo debería saber.
—Quiere dotar a su país de zonas agrícolas tan buenas como las de España. Allí no tienen nuestras huertas. Dicen que está dispuesto a gastarse lo que sea. De ahí esta emigración de agricultores y que sea su Ministerio de Agricultura quien lleve el proyecto.
—Ustez…, bueno, tú. No pareces agricultor.
—¿Tú lo eres?
—Sí, claro… Sé hacer los trabayos de la huerta y los praos.
—¿De qué parte de Galicia?
—No, no soy gallego. Nací en Asturias, en una aldea del Conceyo de Tineo.
—He conocido a varios asturianos por ahí, buscándose la vida. Ninguno me habló de cambiar una huerta por otra —dijo el otro, echándole una mirada larga como si quisiera traspasar las sombras de la noche y desnudar sus facciones.
—Muchos asturianos emigraron…
—Pero no para trabajar en el campo. La mejor tierra es la de uno.
—No ye nuestro caso. Ojalá fuéralo.
—¿Cuántos años tienes? —dijo el otro, y él tuvo la impresión de que su tono había cambiado, como si se hubiera conmovido.
—Deciocho.
—Joder, eres un chaval. ¿Cómo te permitieron si la edad mínima son veinticinco?
—El padre Santiago y…
—Un cura, ¿eh? —interrumpió el otro—. Ya me extrañaba que la Iglesia no estuviera metida también en esto.
—Yo… No sé qué quieres decir. Ye el cura de la parroquia y siempre ayuda a la gente.
—Claro.
—Él encargose de todo con los agentes de reclutamiento. Yo y mi hermano Martín solo tuvimos que firmar los papeles. ¿Cuántos tienes tú?
—¿Tu hermano es ese grande mudo que duerme debajo de ti?
—Sí. Pero no ye mudo. —Adivinó la pregunta—. Ye que habla poco.
—Ahora que lo dices, tenéis la cara aproximada y las mismas greñas pero no os debieron de regar con la misma agua. Él se llevó toda la chicha.
—Sí, ye el más fuerte de los hermanos —concedió Polín la evidencia. Él medía sobre el metro setenta y cinco pero Martín le sobrepasaba en más de veinte centímetros y unos veinte kilos.
—¿Cuántos sois?
—Cuatro —dijo Polín, no sabiendo cómo interrumpir el chorro de preguntas, que no consideraba oportunas. A él no le interesaba lo que el otro dejó atrás. Pero el deseo de estar con él venció sobre su timidez.
—¿Qué edad tiene el Martín?
—Vintiuno.
—Debería estar haciendo el servicio militar.
—Librose, igual que yo… Nuestra madre ye viuda…
—Joder, qué suerte. No lo de tu padre, claro, sino por no ir a comer rancho. Yo tuve que pagar el fondo al Ejército. Un dinero perdido porque no pienso volver.
Polín no sabía a qué se refería pero se abstuvo de preguntar.
—Tengo planes —añadió el castellano tras coleccionar otro silencio—. Por lo pronto me he librado de la mili, como muchos de los que viajamos aquí. Hubiera tenido que alistarme en unos meses. Eso también indica el gran interés de Franco en este asunto porque pocos se libran de pasar por el aro, con fondo o sin él.
—Ye una suerte conseguir estas plazas —dijo él tras una pausa, para que viera que tenía criterio sobre las cosas.
—Hay mucha gente apuntada. ¿Por cuánto habéis firmado?
—Por tres años, con oción a cinco. Y luego…
—Opción.
—Eso, oción.
José Luis se puso de perfil, como dando a entender que ya lo habían hablado todo por esa noche.
—Supongo que sí has reparado en que solo viajamos hombres, todos jóvenes menos los chupones —dijo, de pronto—. Esas pocas mujeres que has visto son de algunos tripulantes. ¿Te imaginas por qué?
Polín se reservó la respuesta. No había reparado en ello de forma consciente y no quiso aventurar una opinión. Dijera lo que dijese demostraría lo inculto que era.