Al día siguiente me llevé a Angus al cementerio. Después de la conversación con Wayne Van Zandt, quería tenerle cerca, no perderle de vista durante mucho tiempo. Además, pensé que podría servir como sistema de alarma en caso de que apareciera algún desconocido.
Teniendo en cuenta el calvario por el que habría pasado, supuse que tardaría semanas, si no meses, en recuperarse del todo. Sin embargo, me quedé asombrada cuando bajó del coche aquella mañana y se puso a retozar por el cementerio. Mientras él perseguía ardillas, me puse manos a la obra. Empecé por la tarea más laboriosa, fotografiar cada tumba y lápida desde todos los ángulos para crear un registro anterior a la restauración para los archivos. Era un trabajo tedioso para una sola persona. La parte más nueva del cementerio fue relativamente rápida, pero, en cuanto me deslicé hacia la propiedad de los Asher, las sombras que dibujaban los árboles y matorrales me obstaculizaron, y mucho, la labor. Allí donde el liquen y el musgo tapaban las inscripciones, tenía que utilizar un espejo para reflejar la luz sobre la piedra. En principio, era un truco ideado para emplear entre dos, pero había aprendido a apañármelas sola.
Trabajé sin cesar durante toda la mañana. Sobre la una del mediodía hice una pausa para almorzar. Abrí el maletero del todoterreno y me senté sobre el parachoques a comerme una manzana. Le lancé unos trocitos a Angus, que los devoró con gran entusiasmo. Le di un poco de agua fresca y poco después encontró un rincón soleado donde se tumbó a descansar. Volví al trabajo. La tarde transcurrió sin incidentes. Estaba tan absorta en disparar instantáneas a todos aquellos rostros angélicos y desconocidos que perdí la noción del tiempo. El sol ya había empezado a esconderse tras las copas de los árboles cuando decidí recoger mis herramientas y guardarlas en el coche. Justo al salir del cementerio escuché el lejano ladrido de Angus. El sonido provenía del bosque.
Preocupada, arrojé la bolsa al maletero del todoterreno y corrí hacia la valla para llamarle. Al escuchar mi voz, los aullidos sonaron más frenéticos, más agitados, pero seguía sin verle.
El límite forestal yacía entre sombras. Habría preferido no adentrarme en la arboleda, pero no podía abandonar a Angus a su suerte. Algo le estaba impidiendo salir de allí. Quizás había visto una ardilla o una zarigüeya. Puede que a un puma o a un oso…
—¡Angus! ¡Ven aquí!
De pronto, escuché un bramido. Pero no sabía si era Angus el que aullaba u otra cosa. A lo mejor había uno de esos lobos escurridizos merodeando por allí. Tenía los nervios a flor de piel. Palpé el teléfono móvil y el gas lacrimógeno en el bolsillo, pero me asustaba pensar que, en cuestión de segundos, podía verme obligada a utilizarlo contra alguien… o algo.
Seguí el sendero que atravesaba el bosque, pero tenía que desviarme continuamente porque tropezaba con ramas caídas. El hedor a hojas podridas y a tierra húmeda se mezclaba con el aroma silvestre de los árboles de hoja perenne. En cuanto empecé a descender por el otro lado de la montaña, los cedros y las cicutas fueron desapareciendo poco a poco. Tras varios metros, me vi avanzando por un túnel de brezales donde azaleas, adelfas y laureles de montaña crecían con tremenda densidad. Entre tantas plantas, era muy fácil desorientarse. Padre había confesado que una vez se había perdido en una maraña de matorrales. Lo había bautizado como el infierno de laurel. Quizás el laberinto de zarzas y maleza no ocupaba más de un kilómetro cuadrado, pero tardó casi todo el día en encontrar la salida. Y eso que era un hombre que se había criado entre montañas.
Mientras procuraba abrirme paso, las raquíticas azaleas se me enredaban entre el pelo y me agujereaban la ropa. La fronda colgaba tan baja que los rayos de sol apenas se filtraban entre las ramas. Aquel lugar era espeluznante. Oscuro y solitario. Me detuve para escuchar el silencio. Me invadió una sensación de desolación. No oía el canto de los pájaros ni crujidos entre los hierbajos; no se escuchaba nada, tan solo el sonido lejano de una cascada. Me pregunté si habría alguna cueva por ahí cerca, porque el aire rezumaba el hedor sulfúrico del salitre.
Para romper el silencio, volví a llamar a Angus. Me respondió con un ladrido, cosa que me tranquilizó. Después de arrastrarme por la cresta de la montaña, repleta de rocas puntiagudas, por fin le vi. Tenía la mirada clavada en un peñasco que se alzaba detrás de mí, así que me giré con la esperanza de toparme con un animal poco peligroso, como un mapache arrinconado. Aunque si se sienten amenazados, los mapaches pueden ser criaturas muy violentas. Escudriñé los alrededores y, al principio, no vi nada peculiar, tan solo el rastro púrpura de una dedalera que había conseguido sobrevivir en aquel entorno tan hostil. Entonces me fijé en el patrón que dibujaban varias decenas de piedras y caracolas marinas sobre un pequeño montículo. Caí en la cuenta de que estaba ante una sepultura, escondida y protegida por un saliente rocoso. No me explicaba cómo Angus había encontrado ese lugar. Dudaba de que la tumba fuera reciente. Aparte del olor a salitre, no detecté otro aroma.
Me acerqué varios pasos y enseguida reparé en que la tierra que rodeaba el sepulcro estaba removida. No era reciente, pero era evidente que la habían rascado con bastante frecuencia para evitar que crecieran malas hierbas. De hecho, era una tradición funeraria que se había ido perdiendo con el paso del tiempo, aunque había visto otros sepulcros así en el Georgia Piedmont. Aquel mantenimiento tan meticuloso también me pareció curioso.
Con sumo cuidado, aparté las hojas secas y escombros y descubrí una lápida. La piedra estaba muy hundida en la tierra, lo que la hacía invisible, a menos que uno supiera dónde tenía que mirar. Saqué un cepillo de hebras suaves del bolsillo y limpié con esmero la gruesa capa de mugre para poder leer la inscripción. Pero no había un nombre ni una fecha de nacimiento o muerte. Lo único que se había tallado sobre la superficie de la lápida era el tallo espinoso de una rosa con dos flores, una en plena floración y la otra todavía cerrada, un símbolo que en ocasiones se utilizaba para el doble entierro de una madre y su hijo. Pero ¿por qué descansaban en un lugar tan solitario y apartado?
El hecho de que el sepulcro estuviera tan aislado, y teniendo en cuenta la orientación de la lápida, podría indicar que se trataba de un suicidio. Sin embargo, la tradición de enterrar en lugares remotos a los difuntos que habían decidido quitarse la vida había quedado obsoleta hacía años. A juzgar por las condiciones de la inscripción y por su estilo moderno, estaba segura de que no era una tumba tan antigua. Tendría veinte o treinta años a lo sumo, así que ni la Iglesia católica habría obedecido a esa vieja tradición. ¿Por qué escoger este lugar tan desolado cuando Thorngate estaba a tan solo unos metros?
Pasé un dedo por el tallo. Y se me encogió el corazón. De repente sentí una asfixia espantosa y empecé a jadear. Se me nubló la vista y traté de apoyarme en algo firme para mantener el equilibrio. Lo siguiente que recuerdo es el hocico húmedo de Angus olisqueándome. Abrí los ojos y miré a mi alrededor. Estaba tumbada sobre el suelo. No tenía la menor idea de lo que me había ocurrido, pero supuse que había sido un desmayo momentáneo. No estaba en absoluto desorientada. Sabía exactamente dónde estaba.
Pero el aire había cambiado. Ahora la brisa arrastraba algo frío, húmedo y ancestral de las montañas.
Una violenta ráfaga de aire agitó las hojas secas de la tumba. Habría jurado que oí el susurro de mi nombre entre los árboles. Se me erizó el vello de la nuca y se me aceleró el pulso. Me agaché y, consternada, miré a mi alrededor. Al despertarme después del desmayo no me había sentido en absoluto confundida, pero ahora no era capaz de localizar el caminito que había seguido para llegar allí. La frondosidad de los matorrales y arbustos me hacía sentir atrapada, vulnerable.
Entonces volví a llamar a Angus. En un abrir y cerrar de ojos apareció a mi lado.
—¡Corre! —ordené.
Salió disparado hacia los árboles, abriendo así un camino para mí. Estaba débil y casi sin fuerzas, de modo que Angus podría haberme dejado rezagada; sin embargo, se mantuvo a mi lado en todo momento, parándose cada vez que tropezaba y gruñendo a lo que fuera que nos estaba espiando.
Mientras procurábamos zafarnos de los laureles y las azaleas, empecé a dudar de si lograríamos salir de aquel horripilante lugar. Era como nadar en un charco de barro. Cuando por fin dejamos atrás aquel túnel claustrofóbico, las piernas me temblaban y sentía que en cualquier momento me explotarían los pulmones. Pero la tranquilidad de la naturaleza duró bien poco. En el corazón del bosque, trastabillaba constantemente con raíces y ramas caídas. Los rayos de sol no podían colarse entre la espesura del follaje, así que el paisaje parecía estar en un ocaso prematuro.
Corrimos sin cesar. Al fin logramos salir de aquella arboleda, y suspiré aliviada. Pero el viento no nos concedió una tregua. De repente, se levantó una ráfaga de tierra y arenilla que a punto estuvo de dejarme ciega. Troté hacia el coche, con Angus siguiéndome el paso, busqué la llave en el bolsillo y pulsé el botón del mando a distancia. En cuanto abrí la puerta, Angus voló como un cohete hacia el asiento del copiloto. Subí al coche y cerré de un portazo. Con las manos temblorosas, arranqué el motor y apreté el acelerador a fondo, rociando las tumbas más cercanas a la verja de gravilla.
El azote del viento sacudía el todoterreno. Por un momento pensé que saldríamos volando, así que sujeté el volante con más firmeza. Escaparíamos de allí de una forma u otra. En cuanto tomé la carretera principal, el viento desapareció. La puesta de sol cubría con un manto dorado el paisaje, tan pastoril como siempre. Miré de reojo a Angus. Desde su asiento parecía estudiar la carretera.
—Eso no han sido imaginaciones mías, ¿verdad?
Soltó varios quejidos y se acomodó en el asiento. Le rasqué el lomo. Los dos seguíamos tiritando, y con razón. Algo nos había perseguido en aquella cima desnuda. Un mal amorfo al que no osaba poner un nombre. No había sido producto de mi imaginación. Angus también había notado su presencia. Y seguía tan perturbado como yo.
Mi instinto me empujaba a seguir conduciendo hasta alejarnos lo más posible de aquel lugar. Añoraba mi hogar. Me habría gustado estar en Charleston, en mi santuario particular, protegida de la entidad que había levantado esa ventisca de arena. Pero no podía permitirme marcharme de allí. Tenía trabajo que hacer. Presentía que me había desplazado hasta allí por un propósito que todavía no había descubierto. Pretendía quedarme en Asher Falls, pero para ello tendría que controlar el miedo. Después de todo, contaba con años de práctica, así que no me resultaría difícil. Desde muy pequeña había aprendido a mantener la compostura cada vez que veía un fantasma, pues no había otro modo de vivir con esa carga.
Acaricié el amuleto que llevaba alrededor del cuello. En aquella maraña de matas, algo me había escudado. Quizá fuera la piedra del cementerio de Rosehill que usaba como colgante, o Angus, o mi propia fortaleza. No lo sabía. Pero estaba sana y salva, a excepción de algunos arañazos en los brazos, sin heridas graves.
A medida que nos aproximábamos al desvío para ir a la casa de Covey, me fui calmando. Fui recuperando mis pulsaciones. Cuanto más acortábamos la distancia que nos separaba del campo sagrado, mi santuario temporal, más fuerte me sentía.
—Ya ha pasado —susurré, más bien para mí que para Angus.