¿Sidra podía ver fantasmas? ¿Qué otro motivo la habría empujado a decirme que la torre del reloj se alzaba sobre campo sagrado? ¿Por qué había esperado a que Ivy se bajara del coche para revelarme esa información? Si veía espectros, una habilidad que exigía buscar campo sagrado como único escudo de protección, era de sentido común pensar que no querría que nadie se enterara, en particular su madre. Eso podía comprenderlo. Aunque lo más sensato habría sido alegrarme de que la joven hubiera compartido ese detalle conmigo, me sentía incómoda y más desorientada que nunca.
Serpenteando entre las calles del pueblo, me asaltó una extraña sensación de familiaridad, de destino. Quizás estuviera allí por un motivo. Pero mi conjetura no se sostenía por ningún lado. Nunca antes había estado en Asher Falls, ni tampoco había conocido a nadie de allí. Era un lugar solitario y aislado por un lago. ¿Acaso era de extrañar que la gente que vivía allí fuera tan peculiar?
Tomé la carretera. A lo lejos se veían las montañas. Aunque el cielo estaba despejado, sobre la cima se había formado una nube de tormenta que, poco a poco, se fue deslizando sobre los árboles. Un segundo más tarde reparé en que no era un nubarrón, sino una bandada de pájaros que volaba hacia el sur para guarecerse del invierno.
La brisa que se colaba por la ventanilla se sentía fresca. Pese a que los últimos días habían sido calurosos, el otoño estaba a la vuelta de la esquina, y temía la soledad que siempre acarreaba el invierno. Preferí no pensar en el futuro. ¿Para qué? Todavía faltaban varias horas hasta el crepúsculo, la carretera estaba vacía y solo tenía que disfrutar del paisaje.
Volví a pensar en Sidra e Ivy. Qué extraña pareja de amigas. Sidra, con el cabello dorado rapado y su porte esquelético; e Ivy, con aquellos rasgos marcados y su exagerado hastío. Ahora me arrepentía de no haberles sonsacado más información acerca de las cataratas. Deseaba averiguar por qué ese lugar asustaba a todo el mundo, sobre todo después de que Luna me recomendara visitarlo. ¿Habrían estado hoy allí?
Sabía muy bien en qué consistían los lugares angostos, por supuesto: paisajes intermedios donde el velo que separaba ambos mundos era muy muy delgado. Los celtas consideraban que por esos lugares no solo se deslizaban fantasmas, sino también demonios. En la noche del Samhain, se disfrazaban con máscaras aterradoras para aplacar las fuerzas del caos. Estaba rememorando esas viejas leyendas que mi padre solía contarme cuando me vino a la mente la imagen de Wayne Van Zandt. Me costaba creer que se hubiera provocado esas tremendas cicatrices para alejar a los espíritus malignos, pero…
De repente, algo se estrelló contra mi parabrisas. El estruendo me sacó de mi ensoñación. Solté un grito y, de forma instintiva, levanté una mano para protegerme la cara. Enseguida me di cuenta de qué era: un pájaro había chocado contra el cristal. Miré por el espejo retrovisor y advertí una manta de plumas en mitad de la carretera. A juzgar por el color, debía de ser un cuervo.
Aparqué en la cuneta y me acerqué con cierto recelo. El pobre animal no se movía, pero albergaba la esperanza de que tan solo estuviera aturdido. A veces se golpeaban con el cristal de una ventana y tras unos segundos de atontamiento volvían a alzar el vuelo. Pero supuse que el impacto de precipitarse sobre un vehículo en marcha sería mayor que toparse con una pared de vidrio.
No sangraba y no parecía tener el cuello roto. Sin saber qué hacer, recogí con sumo cuidado al animal y lo dejé sobre un lecho de tréboles que había junto a la cuneta. Me quedé allí sentada un buen rato, vigilando el pájaro inmóvil. Levanté la cabeza y me quedé boquiabierta. Con un sigilo propio de un felino, docenas de cuervos se habían posado sobre las ramas y el cableado eléctrico. Contuve la respiración y de inmediato pensé en aquella nube oscura que minutos antes había sobrevolado la ladera. Había muchos más. Decenas de cientos. No temía que pudieran atacarme, pero la idea de que se hubieran agolpado para espiarme me inquietaba.
Casi a cámara lenta, me levanté y me subí al coche. Arranqué el motor, subí las ventanillas y pisé el acelerador. Por suerte, los cuervos no me siguieron.
Faltaban pocos metros para el desvío. Me estaba dejando llevar por la imaginación. Tenía que centrarme. Me convencí de que los cuervos ya estaban allí cuando llegué con el coche. Sencillamente, no había reparado en ellos. Y, si era una chica inteligente, no daría demasiada importancia al antiguo mito que juraba que los pájaros no solo presagiaban muerte, sino también locura. No quería relacionar una bandada de cuervos con la sucesión de extraños acontecimientos que me habían pasado desde mi llegada a Asher Falls. Tampoco me obsesionaría con la extravagante conducta del tipo que se había presentado en el cementerio ni con la advertencia de Van Zandt sobre los animales que correteaban por el bosque. Ni me obnubilaría pensando por qué me habían contratado para ese proyecto o por qué Luna Kemper se había encargado de buscarme una casa ubicada en suelo sacro.
Y, sobre todo, no perdería ni un instante pensando en el encuentro fortuito con Thane Asher.
A última hora de la tarde, llamé por teléfono a mi madre. No le apetecía mucho hablar después de la sesión de quimioterapia. Desde que le diagnosticaron el cáncer la primavera anterior, pasaba la mayor parte del tiempo en Charleston, en casa de mi tía Lynrose, para estar más cerca del hospital. Al principio me dolió que no hubiera aceptado quedarse conmigo, pero ahora veía que había tomado la mejor decisión. Lynrose estaba jubilada y podía dedicarse por completo a la recuperación de su hermana. Y, a decir verdad, estaban más unidas de lo que jamás podríamos estarlo mi madre y yo. Aun así, la quería con todo mi corazón.
Charlé con mi tía unos minutos. Tras colgar el teléfono, Angus y yo salimos al porche trasero a cenar.
El pienso no era el mejor del mercado, pero le importó menos que a mí el plátano pasado de mi macedonia. Dejó el cuenco limpio como una patena. Luego nos sentamos sobre los escalones para admirar el atardecer. A pesar de las aventuras que me habían pasado desde que llegué al pueblo, gocé de aquel momento con profunda alegría.
En pocos días me había encariñado mucho con Angus, lo cual no era nada típico de mí. Era el compañero perfecto. Noble y fiel. Además, no tenía que esconderle mi secreto, porque sabía que veía fantasmas.
Articulé su nombre en voz baja para poner a prueba su oído. Se giró al oír mi voz y apoyó el hocico sobre mi rodilla. La forma en que me miraba me conmovía. Le rasqué tras las orejas y acomodé la mejilla sobre su cabeza. Su pelaje se sentía áspero y apelmazado. Desde luego, no era el perro con mejor olor del mundo. Pero quería ganarme su confianza antes de llegar al momento crítico del baño.
Permanecimos sobre los peldaños un buen rato. Contemplé maravillada el caleidoscopio de luces y colores que se reflejaba sobre el lago sin dejar de acariciarle la espalda. No esperé a que cayera la noche. Entré en casa, a salvo de los fantasmas. Escuché algo de música, leí el capítulo de un libro y me metí en la cama pronto. Me dormí enseguida. No me despertó el repique de las campanas ni el frío de una presencia fantasmal tras mi ventana, pero en mis sueños doblaban las campanas y me acechaban los espectros.