Capítulo 7

De camino a casa, paré en un pequeño mercado que había visto antes para comprar algo de fruta y verdura para mí, y una bolsa de pienso para Angus. No había mucho donde elegir, pero bastaría hasta que pudiera encontrar un hueco en mi apretada jornada laboral para cruzar el lago en ferri y llenar la nevera.

Cuando salí de la tienda, vi a Sidra y a otra chica apoyadas en mi coche. A pesar de llevar el mismo uniforme de falda escocesa y americana azul marino, no se parecían en nada. La compañera de Sidra era altísima, con el pelo oscuro y liso. Me observaba con una curiosidad taciturna a través del flequillo, que le rozaba las pestañas. Asentí y les di los buenos días mientras dejaba las bolsas en el maletero. Con un pie sobre el guardabarros, la extraña adolescente se encendió un cigarrillo. Fue entonces cuando reparé en el perfilador corrido que le manchaba los ojos y en el rosa pálido de sus labios. Dos rasgos que se veían dramáticos sobre su tez bronceada. Aunque lucía aquel uniforme tan remilgado y puritano, desde un principio pensé que era fría, calculadora, provocadora y aburrida, el tipo de chica que me habría aterrorizado en mi época de instituto si no hubiera estado tan obsesionada con los fantasmas.

—¿Puedes llevarnos? —preguntó arrastrando las palabras. Luego dio una profunda calada al cigarrillo y expulsó la nube de humo con suma lentitud, dejando que los zarcillos se enroscaran entre sus pestañas.

—Claro. Pero tendrás que tirar eso.

La chica lanzó el cigarrillo con un capirotazo deliberado. Miré de reojo a Sidra y me dio la sensación de que procuraba escapar de su dominante compañera. No parecía intimidada ni acobardada, pero su comportamiento dejaba entrever cierta ansiedad, como si deseara desvincularse de una situación ajena a ella pero no supiera cómo hacerlo.

—¿Dónde queréis ir? —pregunté.

—Puedes dejarnos en casa de Sid.

—Ya te lo he dicho…, no le coge de camino —le dijo Sidra.

—No me importa, de veras. —No tenía que fichar en el trabajo, y nadie me esperaba en casa. Además, la compañía de dos adolescentes era justo lo que necesitaba para quitarme el mal sabor de boca que me había dejado mi visita a comisaría—. Subid.

Merci beaucoup.

La chica me dedicó una sonrisa melosa, abrió la puerta del copiloto y se acomodó. A regañadientes, Sidra se subió detrás. Al ponerme al volante, ajusté el espejo retrovisor con la esperanza de poder asegurarle otra vez que no me importaba llevarlas a su casa. Pero se giró hacia la ventana y se quedó inmóvil. Eso me llevó a pensar si Sidra podía ver algo ahí fuera que me estuviera pasando desapercibido.

Encendí el motor.

—Necesito indicaciones.

—Primero ve hacia el norte y, en el primer cruce, gira a la derecha. Después sigue recto hasta que te diga que pares —ordenó la muchacha de oscura cabellera—. Por cierto, soy Ivy.

—Amelia.

—Ya sé quién eres —espetó. Después se giró y me repasó con los ojos entrecerrados—. Sid dice que trabajas en cementerios, o algo así.

—Soy restauradora de cementerios.

—Suena… interesante.

Sonreí con educación.

—Para mí lo es.

—¿No te dan miedo?

—A veces, pero reconozco que siempre me han parecido lugares muy tranquilos. Algunos de los cementerios más antiguos están construidos sobre campo sagrado. —Eché un fugaz vistazo al retrovisor para ver la reacción de Sidra, pero su mirada seguía clavada en la ventanilla.

—No es el caso de Thorngate —dijo Ivy—. Quiero decir que no está construido sobre campo sagrado.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque se levantó sobre suelo Asher, y todo lo que toca esa familia está maldito.

—Ivy.

El tono amenazador de Sidra me sorprendió, pero su amiga se limitó a encogerse de hombros. La miré con cierta inquietud.

—¿A qué te refieres con maldito?

Sacó la mano por la ventanilla y señaló el paisaje.

—Mira a tu alrededor. ¿Ves todas esas casas abandonadas? ¿Los tablones de las ventanas? ¿Los tejados derrumbados? ¿Hueles esa peste? Es el olor de los condenados —dijo con una despreocupación calculada. Después se desabrochó una bota para comprobar lo que, a simple vista, parecía un tatuaje reciente en el tobillo. Al darse cuenta de que me había fijado en el dibujo, lo cual presentía que había sido su intención desde el primer momento, su sonrisa se tornó petulante—. No tienes ni idea de lo que es, ¿verdad?

—No puedo verlo desde aquí.

—Es uno de los símbolos labrados en el acantilado, junto a las cascadas. Nadie sabe de dónde provienen ni qué significan, pero este en particular me pareció que sería un tatuaje genial, ¿no crees?

No me dio la oportunidad de responder.

—Tuve que escaparme hasta Greenville para poder hacérmelo. Mi madre se pondría histérica si se enterara. Y eso, por cierto, sería muy hipócrita por su parte, porque ella también tiene uno. Según ella, soy demasiado joven. Pues, ¿sabes qué?, ella es demasiado vieja.

Admiró el tatuaje unos segundos más y volvió a subirse la cremallera de la bota. Miré por el espejo retrovisor. Me sobresalté al ver que Sidra me observaba con detenimiento. ¿Qué estaría pensando? ¿Y por qué había tratado de impedir que Ivy hablara sobre los Asher?

Ivy descansó la espalda sobre el respaldo.

—En mi opinión, esa idea del suelo sagrado es una rotunda estupidez.

Tardé unos instantes en redirigir mi tren de pensamientos.

—¿Por qué?

—¿Cómo es posible que un lugar se convierta en sagrado solo porque hubo gente que falleció allí o porque un sacerdote roció unas gotas de agua bendita? Si de veras te gustan los sitios espirituales, deberías darte una vuelta por las cascadas.

—He oído que el paisaje es precioso allí arriba.

—Es más que precioso. Hay quien asegura que es un lugar angosto.

Me giré, asombrada.

—¿Un lugar angosto?

—No me digas que tampoco sabes eso.

Por lo visto, Ivy disfrutaba de su superioridad, así que decidí seguirle el juego.

—¿Qué tal si me lo explicas?

Bajó el tono de voz.

—Es el punto de unión entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Es donde…, bueno, da lo mismo. La gente solía subir hasta allí para vislumbrar el Paraíso. Ahora, en cambio, no se atreven a acercarse porque les asusta que…

Ivy se quedó callada de repente. Se giró para mirar a Sidra, que seguía inmóvil en el asiento trasero. La observé por el retrovisor y vi que negaba con la cabeza.

—¿Qué les asusta? —insistí.

—Nada. Y hablando de demonios —murmuró mientras se incorporaba en su asiento.

Justo en la curva estaba aparcado el deportivo de Thane Asher. Estaba agachado frente a la rueda trasera, tratando de cambiar un neumático pinchado. De forma inconsciente, recordé el episodio de la biblioteca. Todavía oía esos gemidos salvajes de fondo.

—Deberíamos parar —propuso Ivy.

—Creía que habías dicho que la familia Asher estaba maldita.

Me fulminó con la mirada. Después, bajó la ventanilla y lo llamó por el nombre. Cuando Asher se giró, no pude hacer otra cosa que frenar y aparcar el coche junto a su deportivo.

Se levantó, caminó hacia el auto y se inclinó para mirarnos por la ventanilla. Llevaba una camisa verde oscuro que resaltaba su mirada y una chaqueta de cuero marrón que, con los años, se había agrietado y se veía desgastada. El deportivo también mostraba las huellas del paso del tiempo, un detalle del que no me había percatado en el ferri. Recorrí la pintura metalizada y distinguí una abolladura y alguna que otra mancha de óxido.

—Hola —saludó.

—Hola —respondí con una sonrisa evasiva.

Ivy le miraba boquiabierta. Sospeché que estaba coladita por él. Eso explicaría por qué se había olvidado con tal facilidad de la maldición de esa familia. A decir verdad, la comprendía a la perfección. ¿Acaso no había actuado yo igual con Devlin? ¿No había dejado de lado toda cautela movida por la pasión? Y Thane Asher estaba tremendamente atractivo con aquella chaqueta de cuero. No era el encanto oscuro de Devlin, pero había algo en él que me llamaba la atención. Además, no tenía fantasmas merodeando a su alrededor. Eso era un punto a su favor, desde luego. Pero entonces me acordé de que no podría saber si era un hombre acechado hasta después del atardecer.

—¿Algún problema con el coche? —preguntó Ivy.

—Un pinchazo. Supongo que he pisado un clavo.

—¿Necesitas que te llevemos a algún sitio?

—Gracias, pero cambiaré la rueda en un periquete.

Ivy se atusó el pelo y le atravesó con la mirada.

—¿Estás seguro de que no quieres que te ayudemos con las tuercas de la rueda? Cuesta muchísimo desatornillarlas.

Increíblemente, con solo dos frases consiguió insinuarse sexualmente a Asher, pero lo cierto es que lo logró.

Thane parecía desconcertado… y receloso. Miró el reloj.

—Por cierto, chicas, ¿no deberíais estar en clase? —preguntó. Me dio la impresión de que aquella pregunta era un intento consciente de poner a Ivy en el sitio que le correspondía. Un esfuerzo valiente, sin duda, pero inútil, puesto que la muchacha continuó coqueteando con él, esta vez jugueteando con un mechón de cabello.

—Hoy hemos acabado pronto —respondió—. Teníamos cosas mejores que hacer, ¿verdad, Sid?

Las dos adolescentes intercambiaron miradas. Ivy sonrió.

Thane me observaba con aquellos ojos en cuyo interior ardía la llama de algo oscuro. No sabía qué pensar de aquella mirada. No me fiaba de Asher, del mismo modo que él no se fiaba de Ivy, pero por razones bien diferentes.

—¿Usted también ha participado en estas travesuras?

—En absoluto. Yo tan solo las llevo a casa.

—Esperemos que el tipo que se encarga de los alumnos que hacen novillos crea su versión —dijo con tono de mal agüero, pero en broma—. ¿Cómo va la restauración del cementerio?

—Apenas he empezado. Tan solo llevo un día aquí.

—Quizá me pase un día a verla. Hace años que no voy por allí.

De inmediato, a Ivy se le borró la sonrisa de la cara y me atravesó con la mirada. No era la clase de chica que se siente cómoda compartiendo la atención, y mucho menos cediéndosela a alguien como yo.

—¿Qué tiene de fascinante un puñado de viejas lápidas? —preguntó poniendo los ojos en blanco.

—Es historia —respondió Thane—. ¿Cómo puedes saber quién eres si desconoces de dónde provienes?

Aquella pregunta me pilló por sorpresa. La idea reflejaba a la perfección las dudas e incertidumbres que tenía sobre mi proceso de adopción, algo sobre lo que había estado meditando justo la noche anterior. De repente, me sentí incómoda, así que coloqué una mano sobre el cambio de marchas.

—No le robaremos más tiempo.

Asintió.

—Vayan con cuidado, señoritas.

Se apartó de la curva y, cuando arranqué el coche, resistí la tentación de mirarle, aunque presentía que nos vigilaba. Habría puesto la mano en el fuego. Ivy se retorció en el asiento.

—¿Cómo has conocido a Thane Asher?

—No lo conozco mucho, la verdad. Coincidimos ayer en el ferri.

—¿Y por qué no lo has mencionado antes?

Alcé los hombros.

—No venía al caso.

La jovencita se cruzó de brazos, enfadada.

—Yo, en tu lugar, no me haría muchas ilusiones. Thane jamás escogería a alguien como tú.

—¿Alguien como yo?

—Una forastera —contestó con desdén.

—Qué suerte la mía, entonces, porque no he venido aquí a hacer amigos. Tan solo quiero hacer mi trabajo y volver a casa.

—Pues eso es lo que deberías hacer. Irte a casa.

La conversación había tomado un rumbo que no me gustaba en absoluto. No veía el momento de dejarlas en casa de Sidra y volver al bosque. Aunque en ese instante lo que más me apetecía era seguir el consejo de Ivy y regresar a Charleston.

Había algo en ese pueblo que no cuadraba. Lo noté mientras navegaba por el lago Bell. Las sombras parecían más oscuras; las noches, más largas; los secretos, más ancestrales. Incluso el viento se sentía diferente allí. Sin olvidar el tipo repugnante del cementerio que había parodiado mis peores miedos, o el fantasma que, de forma inexplicable, me había transmitido su confusión.

Según Ivy, Asher Falls estaba situado cerca de un lugar angosto. ¿Eso explicaría la extraña naturaleza del pueblo y de sus habitantes? Quizás había una actividad paranormal en la zona. Tendría que preguntárselo al doctor Shaw en mi próxima visita a Charleston. Dirigía el Instituto de Estudios Parapsicológicos de Charleston, y siempre tenía respuestas lógicas a todas mis preguntas, aunque no siempre eran las que yo quería escuchar.

Con sumo esfuerzo, desvié mi atención a la carretera. Pasamos junto a un edificio de cemento gris rodeado de campos de viñedos. Vimos a un grupo de chicas que estaban dando un paseo por allí. Advertí que todas llevaban el mismo uniforme que Ivy y Sidra.

—¿Es el instituto? —pregunté.

—¡Oh, maldita sea! —exclamó Ivy escurriéndose en el asiento—. Date prisa, acelera antes de que alguien nos vea. Se supone que estamos enfermas.

—¿Las dos?

—Hay una epidemia. Llevan todo el día enviando a alumnos a casa. Nos hemos marchado después del almuerzo.

—¿Habéis fingido estar enfermas?

—Es bastante fácil aparentar una enfermedad cuando la enfermera de la escuela es medio ciega —presumió entre risas.

—¿Y dónde habéis ido?

—Hemos estado dando vueltas por ahí. Eso sí, como la madre de Sid se entere de que no nos hemos ido a casa directas, estamos muertas.

—Seguramente ya esté al corriente —intervino Sidra—. Todavía no entiendo que me convencieras para que nos saltáramos las clases para subir hasta allí…

—Chis —la amonestó Ivy, que enseguida le lanzó una mirada amenazadora—. Tranquilízate. Ni que te fueran a expulsar.

—Ojalá lo hicieran —farfulló Sidra.

—¿Y por qué solo expulsarían a una de las dos? —quise saber.

—La madre de Sid es la directora de Pathway —aclaró Ivy—. Es una verdadera bruja, ya sabes. Está deseando librarse de mí. Según ella, soy una mala influencia para su hija.

—¿Y aun así has hecho novillos? Qué valiente —dije, y eché un vistazo al espejo retrovisor para estudiar la reacción de Sidra después de una crítica tan dura hacia su madre. Parecía agitada, pero intuía que las palabras de Ivy no tenían nada que ver.

—No fue valiente, sino estúpido —puntualizó.

Ivy se encogió de hombros.

—Nadie te ha obligado. Además, me da igual que me expulsen. Llamaré a mi padre y punto. Es un hombre muy importante aquí. De hecho, es uno de los abogados más poderosos del estado —dijo. Sabía que eso último iba por mí.

—¿Pathway es un instituto privado? —pregunté.

—Privado y très exclusif —recalcó Ivy—. Los que no pueden pagarse la matrícula no tienen más remedio que coger el ferri para cruzar el lago y después montarse en un autobús hasta Woodberry.

Así que Asher Falls no podía permitirse una escuela pública, ni una clínica veterinaria, ni un triste supermercado, pero sí podía costearse una escuela privada para los más privilegiados. Aquel lugar cada vez me resultaba más peculiar.

Seguí conduciendo en silencio, hasta que Sidra, desde el asiento trasero, dijo:

—Mi casa es la de la esquina. La blanca.

Aparqué en la curva, contenta de haber llegado por fin. Las chicas se apearon del coche y bajé la ventanilla para contemplar la vivienda. Era una casa de tres plantas, de estilo victoriano y con un porche enorme. El jardín se veía cuidado, vigoroso y todavía verde, pero el avellano de bruja había empezado a dorarse, así que las ardillas rebuscaban frutos en un árbol que crecía en un rincón del porche, una especie típica de Carolina del Sur con campanitas blancas. Estaba estudiando el curioso tejadito frontal cuando vi a una mujer rubia tras un cristal del segundo piso. Un segundo después, se apartó y la cortina de lazo volvió a su lugar.

Oh, oh. Por lo visto, las habían pillado.

Tras articular la palabra gracias, Ivy se encaminó hacia la entrada sin mirar atrás, pero, para mi sorpresa, Sidra se acercó a la ventanilla. Su mirada era de un azul cristalino; bajo el sol de media tarde, su tez alabastro parecía casi translúcida. No llevaba maquillaje, aunque tampoco lo necesitaba. Cualquier cosmético tan solo menguaría los rasgos etéreos que la hacían tan llamativa.

—¿Te has olvidado algo? —pregunté.

—No…, quiero decirte algo.

Me miró a los ojos y de inmediato sentí un cosquilleo en la espalda.

—¿Qué ocurre?

—¿Te has fijado en la torre del reloj que ocupa la plaza?

—Sí, es muy bonita.

—Está construida sobre campo sagrado. Por lo visto, allí se libró una batalla. En fin, pensé que deberías saberlo.

Y, de repente, se dio media vuelta y se escabulló.

—¡Espera! ¿Cómo sabes que ese campo es sagrado?

Se detuvo en la acera y me miró por encima del hombro. Tenía una expresión enigmática. Jamás sabré qué iba a decirme, porque en ese preciso instante la mujer que había entrevisto en la ventana salió al porche y la llamó.

Sidra se quedó petrificada.

—¿Es tu madre?

—Ha llegado pronto a casa. Sabe que no hemos venido directas de la escuela.

—¿Te has metido en un buen lío?

—No lo sé. Será mejor que entre en casa.

La chica estaba aterrorizada, y la verdad es que no me extrañó. Cuando la mujer me miró, sentí que un horrible escalofrío me recorría todo el cuerpo.