Capítulo 6

Cuando me desperté la mañana siguiente, la luz seguía grisácea, pero un aura dorada se cernía sobre el horizonte. Si bien el ocaso alimentaba mis miedos más profundos, el amanecer siempre arrastraba consigo cierta anticipación, y me regocijaba a sabiendas de que a lo largo del día no vería ningún fantasma.

Después de una ducha rápida, me serví una taza de té que saboreé en el porche, mientras admiraba el alba. Unos galones de bruma colgaban de las copas de los árboles, pero la mayor parte de la neblina ya se había desvanecido. El aire se respiraba fresco y puro, como el aroma a ropa secada al sol. Me di cuenta de que el otoño había llegado. Durante la noche, retales de color carmesí y dorado parecían haberse tejido en el telón verde oscuro del bosque.

Persuadí a Angus con el resto del guiso y le dejé disfrutando de su desayuno mientras recogía todas mis herramientas antes de acudir al cementerio. Era muy temprano; de hecho, era la única en la carretera a esas horas. Aunque, por lo que había oído, en aquella zona nunca había tráfico. Al igual que el pueblo, la zona rural estaba desierta, pero no estaba sola. Bajé la ventanilla y de inmediato distinguí el olor a madera quemada que salía de alguna chimenea. Hacía un día precioso, y no quería arruinarlo con mis dudas nocturnas. Sumergirme en un nuevo proyecto era la excusa perfecta para una renovación. Para una restauración.

En cuanto tomé la primera curva, vi el desvío. El cementerio estaba enclavado en la ladera de una colina escarpada y abrupta, medio escondido tras unos matorrales de cedro, una planta de hoja perenne que solía asociarse con ataúdes y piras funerarias por su aroma especiado y su resistencia a la corrosión.

Había zonas donde los árboles eran tan gruesos que ni siquiera el sol podía escabullirse entre las ramas. Sin embargo, de vez en cuando la luz hallaba un hueco por donde colarse y me deslumbraba. Me sorprendí al percatarme de que avanzaba con suma cautela para no pisar a un conejo atrapado entre la maleza. Aquella arboleda estaba repleta de vida salvaje. Me detuve en la puerta de entrada y vislumbré a un zorro correteando entre dos cicutas venenosas. De repente, el trino cantor de varios tordos inundó el ambiente.

Armada con el teléfono móvil, la cámara y una libreta de dibujo, me apeé del todoterreno. Había una puerta, pero no estaba cerrada con llave. Luna ya me había comentado que antes el cementerio solía cerrar sus puertas después del anochecer, pero que ahora nadie se molestaba en echar el cerrojo. Sin embargo, me había facilitado varias copias de los permisos y otros documentos pertinentes por si alguien desconfiaba de mi presencia allí. Me pregunté si le habrían llegado algunas objeciones específicas contra la restauración. Thane Asher había insinuado que aquel proyecto traería problemas consigo.

Cerré la puerta tras de mí y eché un vistazo a mi alrededor. Thorngate era minúsculo como cementerio público, pero descomunal como sepulcro familiar. Me resultó bastante sencillo localizar la línea divisoria. Habían allanado el terreno más cercano a la verja, al igual que también habían nivelado todas las lápidas y cortado el césped. No había vallas ni muros que separaran las parcelas y ninguna tumba mostraba adornos excesivos, aunque atisbé algunos recuerdos personales esculpidos sobre las lápidas. Se trataba de un cementerio moderno que tenía muy en cuenta el espacio, que no inspiraba la tranquilidad y sosiego de mis cementerios favoritos. En cambio, el sepulcro familiar original era exuberante, frondoso y de estilo gótico, clara influencia de las percepciones victorianas del romance, la muerte y la melancolía.

La primera tarea que me habían asignado consistía en recorrer el cementerio y apuntar cualquier característica especial y anomalía para elaborar un mapa nuevo del lugar. Mientras deambulaba por la zona pública, advertí un par de lápidas con apellidos familiares: Birch y Kemper. Más tarde, vi una tumba reciente muy cerca de la verja. La tierra estaba amontonada y cubierta de flores marchitas.

En cuanto crucé el arco techado hacia la sección de los Asher, el paisaje escaso de vegetación cambió por completo. El caminito de piedras parecía hundido en un manto de musgo y, tras deslizarme entre cortinas de hiedra, atisbé los vestigios de lo que en su día debió de ser un jardín blanco protegido por un círculo de magníficos ángeles de piedra. Las cabezas de las esculturas miraban hacia el este, hacia el alba; las ramas dobladas de un majestuoso cedro eclipsaban los primeros rayos de sol que bañaban sus rostros. Pero la expresión de aquellas figuritas no era serena ni desolada, como la del resto de los ángeles de cementerio. En mi modesta opinión, era arrogante. Puede que incluso desafiante. Y esas estatuas señalaban el lugar de reposo de los Asher más jóvenes. Los restos de la familia más reciente descansaban en un gigantesco mausoleo decorado con relieves elaborados y portales decorados con vidrieras.

La puerta estaba abierta, así que la empujé suavemente para asomar la cabeza. Lo primero que llamó mi atención fue la ausencia de muros entre criptas. El mausoleo consistía en una fachada para una tumba subterránea, pero prefería dejar la inspección para luego, cuando estuviera mejor equipada y pudiera enfrentarme a las serpientes que quizás hubieran elegido ese lugar para hibernar. Los aposentos funerarios eran unas guaridas excelentes, por no mencionar que también eran el lugar idóneo para la cría de arañas. Durante mi infancia sufrí la asquerosa picadura de una viuda negra, lo cual me había provocado una aracnofobia aberrante; una ansiedad muy poco conveniente para alguien que se dedica a restaurar cementerios, pero lo cierto era que había aprendido a convivir con ella.

Salí del mausoleo, cerré la puerta y me sacudí el cabello para librarme de todas las telarañas que se me habían quedado enganchadas. Y entonces me quedé petrificada. Había un tipo junto a la verja, observándome por encima de las lápidas. Me recordó al fantasma de aquel anciano que solía rondar por el cementerio de Rosehill. De lejos, parecía tener un aspecto bastante parecido: alto, atrofiado y vestido con ropa oscura. Pero este hombre lucía una melena gris que le llegaba a la altura de los hombros. Además, llevaba un abrigo de lana gruesa. Yo iba en manga corta, así que me pareció un tanto peculiar que se hubiera vestido con esa chaqueta en un día tan caluroso.

En ningún momento creí que fuera un fantasma, pero, desde el momento en que conocí a Devlin, las normas habían cambiado. Aquel desconocido no tenía aura, de modo que no era humano. Parecía una estatua, así que concluí que se trataba de un espectro.

Mientras bajaba con indecisión los escalones del mausoleo, la criatura hizo algo que no era propio de un humano ni de un fantasma. Se dejó caer sobre el suelo y se escurrió por debajo de la verja apoyándose sobre las manos y los pies, como una araña cuando se escapa hacia un matorral.

No daba crédito a lo que acababa de presenciar. De inmediato se me puso la piel de gallina. Qué raro, y desesperante, que aquella visión imitara mis pensamientos sobre serpientes y arañas. Me puse a temblequear. Seguro que era pura coincidencia. Volví a pensar en el fantasma que había visto sobre el muelle la noche anterior. No podía sacarme de la cabeza el comportamiento tan grotesco que había mostrado aquella aparición. Me dejó con una sensación horrible, como si me hubiera transmitido un mensaje. El único problema era que no sabía interpretarlo.

No me deshice de la premonición hasta que acabé mi ronda de reconocimiento. Durante todo el tiempo, no bajé la guardia. No solté el bote de gas lacrimógeno, por si acaso. Me había acostumbrado a ser más precavida cuando tenía que trabajar en cementerios aislados, pero ahora debía tener más cuidado que nunca. Meses antes me había topado con un asesino. Eso me había convertido en una persona más cautelosa y recelosa. Y ahora la aparición de ese tipo tan extraño. Cada vez que pensaba en él, me ponía a temblar.

Dado que trabajaba bien por la tarde, utilicé banderitas de colores para trazar un mapa de las distintas tumbas que me ayudaría a mantener un registro una vez que empezara a hacer las fotografías. Tras varias horas, un hambre voraz me hizo regresar al coche. Tras un bocado rápido, decidí ir hacia el pueblo para hacer unas investigaciones en la biblioteca. Además, creí que sería un buen momento para presentarme en la comisaría. No solo por mi propia seguridad, sino porque era un mero acto de cortesía. En pueblos tan pequeños como Asher Falls, la gente tiende a desconfiar de los forasteros, sobre todo si los ven merodeando por un cementerio. Con el paso de los años he aprendido que ese tipo de sospechas pueden evitarse si se entabla una relación cordial con el cuerpo de policía.

Mientras conducía por la carretera, volví a ver al tipo de cabello gris. Estaba caminando por la cuneta arrastrando una carretilla de juguete oxidada tras él. El abrigo que llevaba era tan largo que rozaba el suelo. Se quedó mirándome fijamente cuando pasé por su lado. Aunque no me atreví a mirarlo, me dio la impresión de que mostraba unos ojos pálidos, unos pómulos prominentes y la nariz de un halcón. Tenía la ventanilla bajada. De repente, distinguí un olor a carne podrida, justo antes de ver el cadáver de un animal en la carretilla que transportaba. No pude ver lo que era, pero tenía el tamaño de una zarigüeya o de un mapache.

Enseguida subí la ventanilla, y sin querer dejé una mosca atrapada en el coche. Aquel bicho no paró de fastidiarme durante el resto del viaje.

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En cuanto entré en el pueblo, volví a fijarme en las calles vacías. Había varios coches aparcados alrededor de la plaza, pero no vi a ningún transeúnte de camino a la biblioteca. Entré. El silencio me embriagó. No era la clásica quietud de una biblioteca, sino el silencio profundo que emana de un lugar abandonado. Y eso era absurdo, porque había conocido a Sidra y a Luna precisamente ahí el día anterior. Deduje que Sidra estaría en clase y asumí que Luna estaría en el despacho contiguo. Me convencí de que su ausencia no estaba relacionada con nada siniestro, pero al oír el crujido de las tablas del suelo no pude evitar sentir cierta angustia.

No tenía la menor idea de dónde buscar los registros del cementerio, pero, aun así, decidí explorar un poco. Las pegatinas de colores que marcaban cada estantería me guiaron a través de volúmenes de ficción, no ficción y biografías hasta los pasillos que contenían libros de religión e historia, donde me detuve a buscar títulos locales. Junto a las copias de La guía turística de Carolina del Sur y Flores silvestres de las montañas Blue Ridge se apilaban ejemplares más esotéricos: Magia de montaña, Folclore de los Apalaches y La rama dorada de Frazer, que había leído en una de mis clases de antropología para subir nota. Lo cogí del estante para echar una ojeada a la introducción y oí a alguien reírse. Era una risotada gutural femenina que de inmediato me puso la piel de gallina.

Me di la vuelta. Nada. Rodeé la estantería y me asomé por el siguiente pasillo. Nadie.

Y entonces levanté la mirada. El gato atigrado que había visto en el despacho de Luna me observaba desde lo más alto de un armario.

Retomé la lectura. Entonces, oí la voz de un hombre, burlona y furtiva. La biblioteca estaba despejada, pero no era la única que estaba allí. Avancé por el pasadizo mirando entre las pilas de libros. Cuando llegué al fondo, pude oír las voces alto y claro. Y entonces advertí una rejilla que cubría un antiguo conducto de ventilación. Había alguien en otra habitación del edificio. Aquella tubería arrastraba sus voces hasta mí. Si hubiera estado en otra parte de la biblioteca seguramente no los habría oído.

Dudé si decir algo. ¿Debía aclararme la garganta para alertarlos de mi presencia?

No sabía cuál sería el protocolo más apropiado. Y de forma súbita, los susurros se convirtieron en gemidos. Roncos, sexuales y muy agresivos.

Retrocedí varios pasos para alejarme del conducto de ventilación, pero el sonido parecía perseguirme. Dejé La rama dorada en el estante y, sin querer, desplacé otro volumen que, para mi consternación, se desplomó sobre el suelo provocando un estruendo similar al de un disparo.

—¿Qué ha sido eso? —espetó la voz masculina, y me sobresalté—. Me habías asegurado que nadie venía aquí a estas horas.

—Y es verdad —respondió la mujer—. Lo más probable es que sea un pájaro que se ha colado por una ventana.

—Oh, y eso es lo más normal cuando andas por aquí.

—Ocurren muchas cosas cuando ando por aquí.

—Sí —dijo él—, y la mayoría no son buenas.

Estaba bastante segura de que la mujer era Luna, pero no esperé a escuchar su respuesta. Procurando no hacer más ruido, salí del edificio y cerré la puerta. La voz masculina me resultó algo familiar, y ese detalle me inquietaba. Miré a un lado y otro de la calle en busca del destello de un capó metálico. Quizás el deportivo de Thane Asher estuviera aparcado cerca de la biblioteca, pero no logré localizarlo. Pero qué más daba. De todas formas, si mantenía una relación con Luna Kemper, no era asunto mío.

Salí corriendo de allí, pero el eco de aquellos gemidos salvajes me pisaba los talones.

La comisaría estaba a varias manzanas, ubicada en un gigantesco edificio antiguo que, en época de más prosperidad, había alojado el palacio de justicia del condado. A pesar de la decadencia que transmitía, los diseños esculpidos y las solemnes columnas hacían que aquella construcción conservara su vieja dignidad, su espectacularidad. A medida que me fui acercando, no pude evitar fijarme en la escena que representaba el arquitrabe: un águila con una rama de palmito entre las garras. Se trataba de un símbolo que se popularizó durante la reconstrucción y que solía aparecer en numerosos edificios públicos de todo el estado.

Entré y seguí los carteles que colgaban de un pasillo infinito y pasé por varios portones de madera donde se leía COMISARÍA DE POLICÍA. La recepción estaba desatendida, y tampoco vi a nadie pululando por el vestíbulo embaldosado. No quería que se volviera a repetir la situación de la biblioteca, así que llamé:

—¿Hola?

De inmediato, de una de las salas traseras, apareció un tipo. Estaba a contraluz, así que tan solo pude distinguir la silueta de un hombre de complexión media.

—¿Puedo ayudarla?

—Sí, hola. Tan solo venía a presentarme. Soy Amelia Gray. Voy a estar trabajando en el cementerio de Thorngate durante las próximas semanas, así que he creído conveniente informarles de antemano por si reciben alguna llamada o queja al respecto.

—¿Y qué va a hacer en el cementerio? —preguntó el agente. La voz de aquel desconocido me enervaba. El tono era agradable, pero detecté cierta nota de molestia.

—Lo restauraré —dije.

—¿Restaurarlo? Supongo que eso se traduce en quitar las malas hierbas, ¿no?

—Más o menos…

Por fin salió de la penumbra para acercarse al mostrador y le pude ver con claridad. Supuse que debía de rondar los cuarenta y pico. Tenía el pelo oscuro y unas entradas pronunciadas. Tras unas pestañas espesas y oscuras, me observaban unos ojos hundidos y azules. Estaba segura de que, años atrás, aquella mirada había sido el rasgo más atractivo de un rostro hermoso. Una mirada que las cicatrices habían desdibujado; cinco señales dentadas que nacían en el párpado derecho y se extendían hasta el cuero cabelludo, recorriéndole toda la mejilla. Al principio creí que eran marcas de zarpas. Algo había estado a punto de arrancarle la cara a tiras. Dios mío.

Teniendo en cuenta la premisa de que un atractivo exagerado siempre ponía las cosas más fáciles, me puse a pensar en cómo habría sido la vida de aquel tipo antes y después del ataque. Dado que presumía de una belleza natural, intuí que no habría sido un camino fácil. Este cúmulo de hipótesis me pasó por la mente como un rayo. Tras años de práctica, había aprendido muy bien a ocultar mis sentimientos, así que el agente no se percató de mi perplejidad.

—¿Quién la ha autorizado? —interrogó.

—Luna Kemper se puso en contacto conmigo.

—¿Luna está detrás de esto? Cómo no.

El desdén de su voz me pilló por sorpresa.

—¿Perdón?

—¿Cómo se está financiando ese proyecto? —exigió saber.

Sentí que aquello no era asunto de su incumbencia.

—Lo siento. Veo que este proyecto le preocupa. Si surgiera algún problema, agente… —Eché un vistazo a la placa de identificación que llevaba en el bolsillo de su uniforme: Wayne Van Zandt.

—Comisario —dijo con frialdad.

—Se lo aseguro, todos los permisos están en orden, comisario Van Zandt.

Entonces hizo un gesto despectivo que fue grácil y amenazador al mismo tiempo.

—No son los permisos lo que me preocupa, sino cómo va a reaccionar la gente. Ese cementerio todavía despierta sentimientos muy fuertes.

—Eso he oído, y justamente por esa razón he venido a verle. No quiero causar ningún problema, ni a usted ni a la comunidad. Tan solo deseo realizar mi trabajo en paz.

Apretó los labios.

—Saber quién está detrás de todo esto me ayudaría mucho a mantener la paz.

Reflexioné unos instantes y después asentí.

Quizá tuviera parte de razón.

—La sociedad histórica local es quien financia el proyecto.

—¿Sociedad histórica?

—Las Hijas de Nuestros Valientes Héroes.

Me fulminó con la mirada.

—¿De veras cree que Las Hijas es una sociedad histórica?

—¿Acaso no lo es?

Soltó una carcajada.

No entendí la broma. Era obvio que el comisario Van Zandt estaba resentido por algo, pero sentía cierta empatía hacia él, así que decidí ser tolerante.

—No le robaré más tiempo. Si alguien le llama para hacerle preguntas, ya sabe dónde encontrarme. Oh, y una última cosa —dije, y retrocedí varios pasos—: Esta mañana he visto a un hombre en el cementerio que se comportaba de un modo muy extraño.

—¿A qué se refiere?

—Cuando me vio, se deslizó por debajo de la verja y se escabulló hacia los matorrales.

Alzó una ceja.

—¿Se deslizó?

—Se deslizó, se escurrió, como quiera llamarlo. Más tarde le vi arrastrando un animal muerto en un camión de juguete.

Se encogió de hombros.

—Suena un tanto peculiar, pero estas montañas están llenas de tipos raros. Lo único que quieren es que se les deje en paz. Muchos de ellos se pasan meses enclaustrados en casa, sin hablar con nadie, así que, el día que deciden salir a la calle, no saben cómo actuar.

—Entonces, ¿cree que es un ermitaño?

—Lo que creo es que un bicho raro que arrastra un camión de juguete debería de ser la última de sus preocupaciones en estas montañas —respondió. Esta vez, su voz destilaba algo similar a una advertencia. ¿O era una amenaza?

—¿Qué quiere decir con eso?

—En los bosques de esta isla habitan todo tipo de animales salvajes…

De repente, se quedó callado. En ese silencio deliberado, se palpó una de las cicatrices.

—¿Qué tipo de animales salvajes?

—Pumas, coyotes… —Un segundo titubeo—. De hecho, este año también se han visto varios osos negros.

No pude contenerme y estudié todas las cicatrices que le marcaban el rostro.

—Pero los osos negros no suelen atacar a los humanos, ¿verdad?

—Los animales son impredecibles. Si le preguntara a cualquier experto, le diría que, en esta parte del país, los lobos se extinguieron hace décadas, pero, en realidad, siguen aquí. Yo mismo los he visto.

Recordé el espeluznante aullido que había oído la noche anterior.

—Hablando de vida salvaje —dije—, me hospedo en la casa de Floyd Covey. Anoche había un perro abandonado merodeando por ahí. Tenía señales de maltrato y tortura. Luna me comentó que era un perro de pelea.

—Así que le dijo eso, ¿eh? —murmuró mientras se tocaba otra cicatriz—. Le aconsejo que se olvide de lo que Luna le dijo. Y, dicho sea de paso, que también se olvide de ese chucho.

—Pero no puedo ignorar el asunto de las peleas de perros —repliqué indignada—. Asumí que si ese espectáculo bochornoso y atroz ocurría en su jurisdicción, querría saberlo.

Pero el comisario se mostró indiferente.

—Preguntaré por ahí, a ver qué me dicen de las perreras. Es todo lo que puedo hacer. La gente de aquí es muy reservada y discreta con este tipo de asuntos, aunque no les afecte de forma directa. No quieren meterse en líos. Cualquier interrogatorio les incomoda, sobre todo si es un desconocido quien hace las preguntas.

Eso sí que fue una advertencia.

—Lo tendré presente —dije con frialdad.

—Mientras tanto… —añadió mirándome de arriba abajo—, ¿quiere que me pase por su casa y me ocupe de ese problema?

—¿Qué problema?

—El perro de pelea.

—Cuando dice ocuparse, ¿se refiere a sacrificarlo? —pregunté horrorizada.

De repente me fijé en un tic en el rabillo del ojo.

—Considérelo un acto de bondad.

Me moría de ganas de decirle que Angus no necesitaba su espléndido acto de bondad. Me habría encantado preguntarle cómo se sentiría él si alguien le hubiera hecho lo mismo que a ese miserable perro.

Sin embargo, mantuve la boca cerrada, pues no me fiaba de Wayne Van Zandt. No me inspiraba ni una pizca de confianza. Era una corazonada, instinto. Como cuando a un animal se le eriza el pelaje del pescuezo cuando presiente peligro.

—Gracias, pero no será necesario —dije—. Estoy segura de que a estas horas ese perro ya estará muerto.