Después de que Luna se marchara, trasladé todo mi equipaje a la que sería mi habitación. Hice un último viaje hasta el coche para asegurarme de que no me había dejado nada. Cuando me alejé del vehículo, volví a sentir ese cosquilleo. Y entonces advertí que estaba a punto de anochecer. La tarde era tranquila, aunque había dejado de ser silenciosa. A lo lejos, oí el gorjeo de un somorgujo y, aún más lejos, el espeluznante aullido de un perro. Pensé en el chucho que se había escabullido entre los árboles minutos antes y me pregunté dónde se habría ido.
Una vez dentro, subí directa a la habitación y deshice la maleta. Coloqué mi ropa en el armario, dejé el neceser en el lavabo y decidí dar otra vuelta por toda la casa para familiarizarme con los recovecos y grietas, y también para cerciorarme de que todas las puertas y ventanas fueran seguras. Acabé mi pequeña excursión en la cocina, donde comprobé la nevera para ver qué me había dejado Tilly Pattershaw para cenar. Aparté el papel de aluminio que tapaba la misteriosa cacerola, olfateé el contenido y esbocé una mueca de disgusto. Por suerte, el último cajón de la nevera estaba a rebosar de verduras y hortalizas. En un santiamén me preparé una deliciosa ensalada que preferí comer en la terraza, donde había una mesita con vistas al lago. Desde ahí también veía el bosque; de hecho, podía distinguir el sendero que Luna había mencionado y que conducía hasta la casa de Tilly. El inconfundible sonajero de las ramas removiéndose llamó mi atención. Sentí que se trataba de una advertencia. Lo cierto es que no advertí nada específico, pero sospechaba que había algo ahí fuera. ¿Tilly?
No quería mirar fijamente hacia el bosque por miedo a que mi visitante no perteneciera a este mundo, así que fingí admirar los últimos rayos de sol sobre el agua mientras estudiaba mis alrededores. Un instante más tarde, una sombra se deslizó en dirección a la casa.
Acto seguido se me aceleró el corazón, hasta que me di cuenta de que no era más que aquel perro maltratado. Como era evidente, antes se había escondido entre los arbustos, esperando a que Luna se marchara para hacer otra cautelosa incursión en el jardín. Olisqueó el suelo, con el hocico pegado a las hojas secas; no descubrió nada que le interesara. Y así, sin más, se dejó caer en mitad del jardín. Apenas lucía el sol, pero, con todo, pude apreciar una vez más la prominencia de su caja torácica y su cabeza mutilada. Era evidente que había pasado un verdadero infierno, pero su porte demostraba una gran dignidad, una gran alma.
Me levanté y rebusqué en la nevera algo que ofrecerle. Al final serví un plato de aquel guiso tan poco apetecible con arroz y volví a salir. Consciente del inminente crepúsculo, bajé los escalones con sumo cuidado y dejé el plato a medio camino entre el porche y donde se había recostado el perro. El animal no se movió hasta verme tras la puerta de tela metálica del porche. Después, salió como un cohete a olfatear el contenido del plato. En cuestión de segundos, el plato quedó limpio. El chucho se quedó mirándome con unos ojos oscuros y límpidos.
Sin reparar en la amenaza del perro y del ocaso, empujé la puerta y descendí la escalinata. El animal echó un vistazo al plato vacío, soltó un gemido y se acercó a mí para acariciarme la mano con el hocico. Le rasqué detrás de los dos bultos donde deberían estar las orejas y le sostuve el morro entre las manos. Volvió a gimotear, pero esta vez de alegría, o eso pensé mientras le pasaba una mano por el costado, palpando cada uno de sus huesos.
—¿Te has quedado con hambre? No te preocupes. Hay mucho más. Pero esperaremos un poco, no vaya a ser que te siente mal. Mañana iré al pueblo y te compraré comida de verdad.
Sentía el morro frío y húmedo sobre la piel.
—Me gustaría saber cómo te llamas. Porque te pusieron un nombre, ¿verdad? Tienes pinta de llamarte Angus. Un nombre fuerte y noble. Angus. Suena bien.
Seguí cotorreando en voz baja. Tras unos segundos, el perro se tumbó a mis pies, así que tuve que inclinarme para poder rascarle la espalda. Nos quedamos así un buen rato, hasta que percibí que se ponía tenso. Casi de forma automática, el pelaje que le cubría la columna vertebral se le encrespó y empezó a emitir un gruñido amenazador.
Continué con los mimos. De repente, se puso en pie y ladeó la cabeza hacia el lago. Entre las pestañas, miré al horizonte, pero no vi nada. Y entonces, cuando por fin me acostumbré a la tenue luz del crepúsculo, se me erizó el vello de todo el cuerpo.
Ahí estaba. Al final del muelle. Una silueta diáfana que se balanceaba como el coral azotado por una corriente marina. Mantuve la expresión neutra, aunque el corazón me estaba amartillando el pecho. Había logrado apaciguar al perro después de que se lanzara como un loco hacia el lago y enseñara los dientes. Los animales, tanto domésticos como salvajes, detectan las presencias fantasmales. No solo las ven, también las perciben. Ese fue uno de los motivos por los que mi padre nunca me había dejado tener una mascota. Me había costado muchísimo aprender a hacer caso omiso de los fantasmas, de modo que él no estaba dispuesto a tener que enseñarme también a ignorar la reacción de un animal hacia ellos.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Angus—. No te asusta la oscuridad, ¿verdad? Ahí no hay más que ardillas, conejos y puede que un par de zarigüeyas.
Y un fantasma.
No conseguí verle el rostro, pero tenía la impresión de que había muerto muy joven. Lucía una cabellera larga y ondulada que le llegaba hasta los hombros. Llevaba un vestido negro que parecía demasiado austero para su complexión, espigada y esbelta. Aquel espíritu era exactamente lo que cualquiera desearía concebir como fantasma; una figura efímera y encantadora, sin aparentes señales de los daños físicos que podía haber sufrido en vida.
Y entonces desvió su mirada de muerta hacia mí. No la estaba observando, pero sentí sus ojos clavados en mí. Como una orden. «¡Mírame!».
Aquello era una locura, porque era imposible que ella supiera que podía verla. No había hecho nada que pudiera delatarme. Y, sin embargo, sentía algo dentro de mi cabeza, como un tentáculo nebuloso que me producía escalofríos. Nunca había vivido algo parecido, ni siquiera con los fantasmas de Devlin. Shani, su hija fantasma, se había puesto en contacto conmigo en al menos dos ocasiones, y el espectro de Mariama había intentado manipularme en la casa que había compartido con Devlin. Pero nunca me había ocurrido nada parecido a esto. Lo que sentía ahora no era posesión, sino una especie de vínculo telepático que me permitía revivir la perplejidad del fantasma. Aquella conexión me aterrorizaba, pero hice apremio de mi fuerza de voluntad y no salí escopetada a esconderme entre las paredes de aquella casa. No podía cometer ese error. Lo más peligroso que podía hacer era delatarme y reconocer que veía fantasmas.
Mientras tanto, Angus, que seguía temblando, se había colocado entre aquella aparición y yo. Fuerte y noble, sin duda. No podía estarle más agradecida; en aquel preciso instante, cualquiera habría jurado que éramos amigos de toda la vida. Estaba convencida de que Angus habría preferido darse media vuelta y correr hacia el bosque.
—Buen chico —murmuré.
Empezó a soplar una suave brisa que agitó las hojas. Y entonces los árboles empezaron a susurrar. «¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí?».
No tardé en ponerme en pie y entrar en casa. El fantasma seguía allí, al final del muelle, vigilándome. Angus soltó un quejido, así que deslicé la puerta de malla metálica para que pudiera acompañarme. Eché el pestillo y otro soplo de aire alborotó el bosque.
«¿De veras eres tú?».
Hasta donde me alcanzaba la memoria, los fantasmas siempre habían formado parte de mi mundo. Mi padre solía llevarme al cementerio el domingo por la tarde. Le ayudaba a limpiar los sepulcros mientras esperábamos el atardecer, ese momento del día en que el velo es tan fino que los muertos pueden colarse en el mundo de los vivos. Al principio, procuré evitar aquellas excursiones, pero enseguida me di cuenta de que era la forma en que mi padre me estaba enseñando a convivir con mi habilidad. Pasados varios años, me acostumbré a estar rodeada de multitud de espectros, así que nunca reaccionaba a su presencia, ni siquiera cuando sentía su gélido aliento en la nuca o sus dedos deslizándose por mi cabello. Podía caminar entre ellos sin delatarme.
Pero entonces conocí a Devlin, y las reglas de mi padre dejaron de protegerme. Sus fantasmas habían traspasado mi línea de defensa. Y ahora otro fantasma se había adentrado en mi mundo; una entidad que, por lo visto, poseía un extraño don que me permitía experimentar su confusión. Y sospechaba que ella también podía notar la mía. Esa unión tan intuitiva era algo nuevo para mí. Era algo que me asustaba. Ahora no solo tenía que vigilar mis reacciones físicas, sino también mis pensamientos. ¿Qué me quedaba por proteger? ¿Mi alma?
Me acosté, pero no fui capaz de conciliar el sueño. Estaba preocupada por las mismas preguntas de siempre. No entendía cuál era mi sitio en este mundo… o en el más allá. ¿Por qué me habían concedido aquel don? Tenía que haber un propósito, pero mi padre nunca me facilitó una respuesta. No le gustaba charlar de fantasmas. Era nuestro secreto. La cruz con la que teníamos que cargar. Y jamás, bajo ningún concepto, podíamos contárselo a mi madre, porque no lo entendería.
Eché la vista atrás. Mi padre jamás se había atrevido a hablar abiertamente sobre los fantasmas, sobre mi nacimiento, sobre nada. Él y mi madre me habían adoptado días después de nacer, pero seguía sin tener ni idea de cómo habían llegado a mí. Tampoco sabía nada acerca de mis padres biológicos. Siempre que preguntaba algo me topaba con un muro de recelo y cautela que me hacía sentir tan incómoda que al final opté por dejar de preguntar. Pero sabía que me escondían secretos. En especial, mi padre. Nunca había mencionado ese reino de fantasmas desconocidos, los otros. Y cuando lo hizo, ya fue demasiado tarde, porque ya me había enamorado de Devlin. Estaba obsesionada por descubrir qué más me había ocultado a lo largo de los años. ¿Qué otros terrores me esperaban?
Mi cabeza no dejaba de dar vueltas. En cierto momento de la noche me quedé dormida, pero poco después me despertó un lejano repiqueteo de campanas. En aquel estado confuso y soñoliento, creí que aquel tintineo podía provenir de un carillón de viento colgado de algún árbol del bosque que quizá perteneciera a Tilly Pattershaw. Pero los repiques eran separados y nítidos, como si varios campaneros estuvieran tocando al mismo tiempo. El sonido, sin embargo, no era en absoluto melódico, sino más bien discordante, furibundo incluso.
Me levanté de la cama y, descalza, recorrí la casa a oscuras. Me alegré de haberme tomado un tiempo para familiarizarme con la distribución. Con tan solo los rayos de la luna como punto de luz, me deslicé sin problema alguno de habitación en habitación.
Me detuve frente a la ventana de la cocina y eché un vistazo al porche trasero, donde había dejado a Angus. A él también le habían despertado las campanas. O lo que fuese. El perro se había plantado frente a la puerta. Esperaba que, en cualquier momento, un fantasma traspasara la malla metálica. Vislumbré su cabeza mutilada; por lo visto, estaba vigilando el jardín y el caminito de piedras que conducía hacia el lago, donde una espesa neblina había caído sobre la superficie. ¿O habría brotado del inframundo?
La bruma amortiguaba el sonido de las campanas. Ahora apenas podía oírlas. Tan solo un débil repique de vez en cuando. Minutos después, el sonido se apagó por completo.
Me quedé allí, temblando en mi pequeño trozo de campo sagrado y observando el lago. Aunque el entorno parecía estar sumido en una quietud absoluta, reparé en una brisa apenas perceptible que se abría camino entre la niebla. Tras aquella miasma, creí distinguir una figura humana, un espíritu inquieto que se retorcía entre la bruma.
Y entonces me di cuenta de que el cementerio submarino yacía justo detrás del umbral de mi casa.