Un poco más tarde, me subí al coche y seguí al Volvo de Luna para no perderme por el laberinto de callejuelas del pueblo. Durante todo el trayecto no dejé de pensar en la reacción de Sidra cuando mencioné a la cuarta chica que aparecía en la fotografía. Había asumido que mi habilidad de ver fantasmas era poco común y, por culpa de las advertencias de mi padre, había llevado una vida muy solitaria. No tenía amigos íntimos, ni confidentes; tan solo podía compartir mi secreto con él. Había pasado la mayor parte de mi existencia tras los muros de cementerios, confinada y protegida en mis reinos. A veces, esa soledad se me había hecho insoportable.
Y ahora ansiaba averiguar si Sidra también podía verlos. No sabía qué pensar sobre esa posibilidad. Ver fantasmas era una carga muy pesada, una condena que no deseaba ni al peor de mis enemigos.
De pronto rememoré mi primer encuentro con un espíritu. Recordaba aquel día como si hubiera sido el anterior. En mi memoria seguía vivo aquel atardecer, aquella aura que brillaba bajo los árboles del cementerio de Rosehill y la inconfundible silueta de aquel anciano. Por alguna razón inexplicable, deduje que aquella figura era un fantasma, y eso me horripilaba. Después, mi padre se sentó conmigo para explicármelo. Me aseguró que no todo el mundo poseía ese don y me repitió varias veces que jamás, bajo ningún concepto, les revelara que podía verlos. También me confesó que los fantasmas eran peligrosos, porque si algo anhelaban era que una persona de carne y hueso los reconociera. Así podrían sentir que formaban parte de nuestro mundo. Y para mantener esa presencia terrenal, se aferraban como parásitos a los vivos, nutriéndose de su energía y absorbiéndoles su vitalidad, como un vampiro se alimenta de sangre.
Mi padre se había pasado muchas tardes enseñándome a protegerme de los fantasmas. Me había transmitido una serie de normas que siempre había acatado a lo largo de mi vida: «Nunca reconozcas la presencia de un fasntasma, nunca te alejes demasiado de un campo sagrado, nunca te relaciones con aquellos que están acechados, y nunca, bajo ninguna circunstancia, tientes al destino».
Había seguido todas esas normas al pie de la letra hasta el día en que conocí a John Devlin. Entonces perdí el norte. Permití que los fantasmas que le atormentaban entraran en mi mundo, me alejé, y mucho, de suelo sacro, y, por culpa de mi debilidad y de nuestra pasión descontrolada, abrí una puerta.
Si hubiera prestado atención a la advertencia de mi padre…
Si no hubiera desobedecido ninguna de sus normas…
Sin embargo, me comporté como una estúpida y bajé la guardia. Y ahora no podía ignorar aquello de lo que me di cuenta la noche que hui despavorida de la casa de Devlin.
Él seguía siendo mi debilidad. Y si algo había aprendido en los últimos meses, era que necesitaba apuntalar mis defensas contra él… y contra sus fantasmas. Y estaba dispuesta a todo.
Sin perder el Volvo de vista, de repente vislumbré un destello metálico y una estética vintage por el rabillo del ojo. El coche de Thane Asher estaba aparcado delante de un bar llamado Half Moon Tavern. Sus palabras resonaron en mi cabeza: «Bebo… y mato el tiempo».
No podía concebir una existencia más desoladora, pero no sabía nada de su familia ni conocía su pasado, así que no era quien para juzgarle.
Observé que la taberna se iba empequeñeciendo poco a poco en el espejo retrovisor y procuré apartar a Thane Asher… y a Devlin de mi cabeza. Me concentré en el paraje que me rodeaba. A ambos lados de la carretera se extendía un bosque impenetrable. A medida que avanzábamos, las pintorescas casitas de madera fueron desapareciendo. Durante varios kilómetros no advertí ninguna señal de vida humana, tan solo un elevador de grano abandonado y un cobertizo deteriorado y casi en ruinas. Bajé la ventanilla y de inmediato se filtró un débil pero ubicuo olor a moho y abono.
A unos metros de distancia, Luna giró hacia la izquierda, tomó un camino sin asfaltar de una sola dirección y se adentró en el bosque. Asomándose entre las copas de los árboles avisté las puntas de un tejado.
Un momento más tarde, aparqué detrás del Volvo y bajé del coche. Admiré durante unos segundos los ventanales arqueados y los gabletes de aquella casa. Luna me estaba esperando en el porche principal, con la llave en la mano, pero preferí tomarme mi tiempo para estudiar la casa. Además, quería orientarme y conocer un poco los alrededores.
Me rodeé la cintura con los brazos y dejé que aquel silencio absoluto me abrumara. La inmensidad de la naturaleza más salvaje envolvía aquel lugar, aunque no escuché el canto de los pájaros ni observé pisadas de animales entre la maleza. El único sonido que percibí fue el susurro de la brisa agitando las hojas.
Al girarme pillé a Luna observándome algo extrañada y acariciando el cabujón de piedra lunar que llevaba alrededor del cuello. Me dio la impresión de que estaba… desconcertada, como si no comprendiera mi comportamiento.
—¿Y bien? —preguntó. Se cruzó de brazos y apoyó un hombro sobre una de las columnas del porche—. ¿Qué le parece?
—Es muy tranquilo.
Luna esbozó una sonrisa soñadora y miró al cielo.
—Es lo que más me gusta de este lugar.
Hasta entonces no me había dado cuenta de que tenía la voz ronca. De hecho, ahora me parecía una persona completamente distinta de la que había conocido horas antes. No, distinta no era la palabra. Parecía… más. Exhibía una figura más curvilínea, una tez más aterciopelada, un cabello más frondoso y más oscuro. Aquel cambio me resultó tan exagerado que incluso llegué a pensar que se había puesto una peluca. Todos los rasgos de Luna —el brillo de su mirada, la enigmática forma de sus labios, aquella sensualidad terrenal— parecían intensificarse en aquel entorno tan natural y silvestre.
De forma inconsciente, recordé la fotografía de su despacho, con aquel rostro furioso merodeando al fondo. Y justo cuando estaba echando un segundo vistazo a la casa oí de nuevo la brisa soplando entre los árboles.
—Aquí había una iglesia, ¿verdad?
Inclinó la cabeza sin esconder su asombro.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Por la arquitectura. Juraría que es carpintería gótica, ¿me equivoco? En el siglo XIX se utilizaba mucho para construir pequeñas iglesias.
No pude evitar darle vueltas a la elección de mi alojamiento temporal. El campo sagrado de iglesias y ciertos cementerios me protegían de los fantasmas. Pero ¿cómo era posible que Luna Kemper lo supiera?
—¿Qué sucedió? —quise saber.
Aquellos ojos grisáceos me miraron con curiosidad.
—Nada siniestro. La congregación fue menguando con el paso de los años, así que se consideró que era mejor que los creyentes acudieran a una iglesia más grande, en Woodberry. Esta capilla estuvo vacía durante varios años, hasta que Floyd Covey decidió adquirirla y restaurarla por completo. La equipó con las instalaciones más modernas. Creo que estará bastante… cómoda aquí.
Asentí con la cabeza. En ese instante me percaté de que Luna vacilaba, pero le resté importancia a ese detalle y la seguí. Me detuve unos instantes en el umbral y dejé que la paz del campo santo me envolviera. Aquí estaría cómoda, sin duda, pero más importante aún, estaría a salvo de los fantasmas. De nuevo pensé en por qué Luna Kemper había escogido, precisamente, esa casita para mí.
—Cuando hablamos por teléfono mencionó algo sobre una donación anónima —dije mientras la observaba paseándose con elegancia por la sala. Por lo visto, disfrutaba del sol de media tarde que se colaba por los ventanales. Aquella imagen me recordó al gato atigrado que había espantado en su despacho: sofisticada, exótica y un tanto altiva. Me preguntaba hasta qué punto estaría Luna involucrada en el proyecto—. No soy la única restauradora de cementerios del estado. ¿Quién tomó la decisión de contratar mis servicios?
Luna sonrió.
—¿Acaso importa?
—Supongo que no, pero me gustaría saber cómo pasó.
—No es ningún misterio. Fue tal y como le expliqué —dijo.
—¿Y esta casa…? ¿Fue también idea suya?
—Soy la única agente inmobiliaria de Asher Falls. ¿Quién mejor que yo para buscarle una propiedad disponible? Pero si no está satisfecha con el alojamiento…
—No, no es eso. De hecho, este lugar es perfecto.
La sonrisa se tornó cómplice.
—Entonces permítame que le enseñe el resto de la casa.
Una vez más, no tuve más remedio que seguirla. Las habitaciones y el baño estaban en un lado de la casa; el salón y la cocina, en el otro. Se había construido un porche en la parte trasera: en cuanto lo vi, me imaginé tomando mi té de la mañana ahí fuera, mientras admiraba el amanecer.
Avanzamos en fila india por un caminito de baldosas que conducía hasta el lago y paseamos durante un buen rato por el muelle privado de la casa. El sol empezaba a esconderse tras los árboles. De inmediato noté el ya familiar cosquilleo del recelo, ese espeluznante escalofrío que me recorría la espalda y que anunciaba el crepúsculo, ese momento en que los fantasmas se deslizaban por el velo que separaba ambos mundos.
Al fondo del embarcadero había una barquita que se mecía sobre las olas. Fue el único movimiento que logré atisbar. El silencio era sepulcral. En ese momento intermedio de luz y oscuridad, las criaturas nocturnas todavía no se habían despertado.
El aire refrescó el ambiente, y me alegré de haberme traído la chaqueta. Inmóvil, observé el lago y vi que algo flotaba sobre la superficie. Al principio, creí que se trataba de otra aparición fantasmal, pero enseguida reparé en que era mi propio reflejo.
Me giré para decirle algo a Luna. Pero, justo en ese instante, vislumbré algo extraño por el rabillo del ojo: un chucho escuálido de color marrón, mitad pastor alemán, nos vigilaba desde el otro extremo del muelle de madera. El perro estaba tan raquítico que podía distinguir cada una de sus costillas bajo aquel pelaje tan áspero y mugriento. Pero lo que más me perturbó fue la deformación que padecía el miserable animal. Le faltaban las dos orejas y tenía el morro repleto de horribles cicatrices, sin duda consecuencia de algún trauma.
—¿Qué le ha pasado a ese pobre perro? —murmuré.
No quería asustarlo, pero, en cuanto Luna se dio media vuelta, empezó a ladrar.
Con asco y desagrado, frunció el ceño.
—Parece un perro de pelea.
—¿Un qué?
—¿Qué sabes de las peleas de perros?
De inmediato se me revolvió el estómago.
—Sé que es una práctica ilegal. Me pone enferma.
Distraída, Luna asintió.
—Suelen cortarles las orejas, para evitar heridas innecesarias. Además, les atan el hocico con cinta aislante para que no muerdan a los otros perros. Cuando el propietario estima que ya no es útil para la lucha, lo abandona a su suerte.
Empezaba a ponerme furiosa.
—¿Cómo es posible que alguien sea tan cruel?
—No estamos en Charleston —avisó—. Es muy probable que, durante su estancia aquí, vea cosas que no comprenda.
—¿Y qué hay aquí que no comprenda? —pregunté con aversión—. Alguien se ha aprovechado de ese perro. Necesita un veterinario.
—¿Un veterinario? Tendríamos que recorrer varios kilómetros para encontrar uno. Lo mejor será que lo dejemos en paz. Al final volverá al bosque.
—Pero necesita ayuda.
Quise acercarme a él, pero Luna me sujetó por el brazo para impedírmelo.
—Yo de usted no lo haría. ¿No ve lo rabioso que está?
—No está rabioso, está hambriento.
—Por el amor de Dios, ¡ni se atreva a dar de comer a esa criatura!
Su vehemencia me dejó atónita. Tenía las mejillas al rojo vivo; me sentía impotente y enojada.
Antes de que pudiera detenerla, Luna se puso a dar palmadas para asustar al pobre perro.
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera!
—¡No haga eso!
Y sin pensármelo dos veces, la agarré del brazo. Fue entonces cuando atisbé aquella mirada encendida, aquella sonrisa maliciosa. Sentí un escalofrío. Estuve a punto de retroceder varios pasos, pero me contuve. Nos desafiamos con la mirada durante unos segundos, que a mí se me hicieron eternos. Pero Luna suavizó la expresión de una forma tan súbita y rápida que, por un instante, pensé que me había imaginado toda la confrontación.
—Me temo que el abandono de mascotas es muy común por aquí —se lamentó, mostrando cierto arrepentimiento—. No puede alimentarlos a todos, ni tampoco permitirse ser demasiado sentimental. Lo siento, pero tendrá que aprender a ser menos solidaria.
No quería ponerme a discutir, así que dejé el tema. El perro ya se había escondido tras los arbustos del bosque y nos observaba atentamente desde las sombras. En un abrir y cerrar de ojos, se desvaneció.
Luna comprobó la hora.
—Debería regresar al pueblo. Esta noche tengo una reunión.
Rodeamos la casa y la acompañé hasta el coche.
—Si necesita cualquier cosa, tiene mi número —recordó. Abrió la puerta del coche con apremio, como si ansiara ponerse en marcha lo antes posible—. Tilithia Pattershaw es la vecina más cercana. Todo el mundo la llama Tilly. Se encarga de echar un vistazo a la casa cuando Floyd no está. De hecho, ayer le pedí que se pasara para quitarle un poco el polvo. Me dijo que había dejado algo de comida en la nevera. Vive justo allí, al final de este camino —dijo señalando hacia el bosque—. Quizá venga a hacerle una visita. No se asuste. Es un poco… peculiar, pero no tiene mala intención.
—Estaré atenta.
Luna sonrió y desvió la mirada hacia el bosque.
—Oh, no verá a Tilly hasta que ella considere que esté preparada.
Escudriñé la arboleda que se alzaba frente a mí. ¿Acaso aquella mujer estaba ahí, ahora?
—El cementerio está a dos escasos kilómetros —dijo Luna—. Hay un desvío justo después de la primera curva. Ya lo verá.
—Gracias.
Se subió al coche, arrancó el motor y se marchó. El sonido de las ruedas pisando la gravilla fue desapareciendo poco a poco, al mismo tiempo que el silencio se iba haciendo más profundo. Y una vez más me giré para estudiar el paisaje.