Angus y yo salimos hacia Asher Falls esa misma tarde. No se lo conté a mi padre porque no quería preocuparle, pero me sentía en la obligación de regresar. Debía encontrar el modo de protegerme. Debía cerrar esa terrible puerta y sabía que para lograrlo tendría que hacerlo en el lugar donde nací, al otro lado.
En cuanto empezamos a serpentear por las faldas de las montañas, sentí un tremendo peso sobre mis hombros. Estaba diluviando, y me pregunté si habría estado lloviendo durante todo el tiempo que habíamos estado en Charleston. Me dio la impresión de que el lago había crecido, de que los muelles estaban desbordados. El aguacero amainó cuando subimos al ferri, pero el cielo seguía gris e inhóspito.
Por primera vez, Angus se alejó de la ventanilla y se acomodó en el asiento del copiloto, con el morro apoyado en el cuadro de mandos. Le acaricié la cabeza y enseguida noté que se le había erizado el pelaje.
—Lo sé —murmuré—. Yo también lo siento.
Esa opresión. El peso de aquellas montañas cerniéndose sobre nosotros.
Concentrada en el volante, oí un chasquido repentino. Una tremenda roca rodaba por la carretera hacia nosotros. Se estrelló contra la cuneta, arrojando una lluvia de piedrecitas y gravilla al parabrisas. Atónita, di un volantazo y a punto estuve de perder el control del vehículo. Cuando por fin logré enderezar el coche, aparqué a un lado de la carretera para recuperarme y calmar los nervios.
Aquella roca había estado cerca. Demasiado cerca. Sin duda, un mal augurio.
Quería creer que había sido una coincidencia horrible, pero me temía que era algo más que eso. Había sido una advertencia.
—Se está acercando —balbuceé, a lo que Angus contestó con un lloriqueo.
Durante el camino a Asher Falls había llegado a la conclusión de que si había alguien que pudiera ayudarme, esa era Tilly. Fui directa hacia su casa, pero la carretera del bosque estaba embarrada, así que no tuve más opción que aparcar el coche y recorrer el resto del camino a pie. Tras varios metros empezó a jarrear otra vez; cuando llegué a su porche estaba calada de pies a cabeza. Toqué el timbre, pero Tilly no contestó. Fui al jardín trasero, pensando que quizás estuviera curando a alguno de sus pájaros. Las jaulas y los comederos estaban vacíos y el silencio que reinaba entre los árboles resultaba inquietante. Habría confundido esa quietud por otro mal presagio si no hubiera caído en la cuenta de que el mal tiempo había espantado a las aves.
Angus se quedó holgazaneando en el porche. Subí la escalera y abrí la puerta de malla metálica.
—¿Tilly?
No obtuve respuesta.
Crucé el porche y probé por la puerta trasera. Se abrió sin emitir ningún chirrido, asomé la cabeza y la llamé varias veces por su nombre.
Pero tampoco obtuve respuesta.
Crucé el umbral y avancé hasta la cocina.
—¿Tilly? ¿Estás por ahí? Soy yo, Amelia.
Me quedé inmóvil frente a la puerta y miré a mi alrededor. Todo parecía estar en orden, aunque tan solo había estado en esa casa en una ocasión. Era muy posible que no me percatara de si una silla estaba fuera de lugar o de si un armario estaba organizado de una forma diferente. Sin embargo, había algo distinto. Lo notaba. Lo presentía.
—¿Tilly?
El eco de su nombre entre aquellas paredes mudas fue un sonido espeluznante y aterrador. Fui al comedor. Ahí también parecía estar todo en su lugar, excepto por un par de botas manchadas de barro que atisbé junto a la puerta principal, donde sin duda Tilly las había dejado.
Avancé por el estrecho pasillo. La puerta de la habitación principal estaba entreabierta, así que eché un vistazo. Era una estancia pequeña, con el mobiliario justo y necesario, un cabezal de hierro forjado y un tocador de madera de roble. Observé mi reflejo en el espejo; tenía la tez pálida y la mirada ojerosa. Y estaba muerta de miedo. A medida que me iba adentrando en aquella casa, un miedo aterrador se iba adueñando de mí.
Llegué al cuarto de baño y enseguida distinguí unas gotas de sangre en el lavamanos y varios cristales en el suelo.
Todos mis instintos me gritaban que saliera de aquella casa por donde había entrado. Pero no podía. No hasta que encontrara a Tilly. Podría estar herida en cualquier parte de la casa. Podría estar…
Y de pronto un sonido me paralizó. De forma inconsciente, me llevé una mano al pecho, como si así pudiera apaciguar el pánico que me aceleraba el corazón y me dejaba sin aire en los pulmones.
Había alguien más en aquella casa, y algo me decía que no era Tilly. Me habría respondido cuando la llamé.
Los tablones de madera del pasillo crujían a cada paso de aquel desconocido. No me atrevía a moverme por miedo a delatar dónde me encontraba. Pero tampoco podía quedarme allí. Tenía que encontrar un sitio donde esconderme.
Los crujidos cesaron. Eso no significaba que el intruso hubiera huido. Intuí que se había quedado en mitad del pasillo, quizá porque había oído un sonido o adivinado una presencia. Y ahora me estaba esperando con la respiración contenida al otro lado de la pared.
Levanté un pie y el chirrido del tablón de madera me produjo dentera. En el pasadizo, una sombra se iba haciendo más y más grande en la pared.
Un instante más tarde, Catrice apareció en el umbral. Las dos chillamos del susto.
—¡Amelia! —gritó antes de ajustarse la chaqueta.
No podía dejar de temblar.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Estaba por el pueblo y la vi pasar con el coche, así que la seguí —explicó. Miró ansiosa a su alrededor—. ¿Tilly no está en casa?
—Creí que tenía el coche en el taller.
Esquivó mi mirada acusatoria.
—Ya…, ya lo tengo arreglado.
Aquel ademán nervioso confirmó lo que había sospechado desde el principio: nuestro encuentro en Asher Falls aquel día no había sido ninguna coincidencia. Dudaba incluso de que tuviera el coche en el mecánico.
—¿Por qué me ha seguido? —espeté con gesto serio.
—Quiero hablar con usted —murmuró—. Solo espero…
—¿Qué?
—Estoy muy preocupada por Tilly.
—¿Por qué? —pregunté. Al no contestarme, la cogí por los brazos—. Aquí hay sangre. ¿Sabe algo de esto?
Catrice puso los ojos como platos.
—¿Sangre? ¿Está segura?
—Por supuesto que estoy segura. Compruébelo usted misma si no me cree. Pero antes dígame por qué está buscando a Tilly.
Parecía afligida y consternada. Echó un fugaz vistazo al cuarto de baño.
—Nunca pensé que llegaríamos a esto. Tiene que creerme.
—¿Llegar a qué? ¿Tilly tiene problemas?
Su mirada avellana se empapó de lágrimas mientras asentía.
—Me temo que sí.
—¿Qué tipo de problemas?
—Problemas graves. Creo que corre peligro.
—¿Quién puede acosarla?
Catrice cerró los ojos.
—El asesino de Freya.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Quién la mató?
—Podría ser cualquiera de nosotros —farfulló—. Todos estábamos allí esa noche. Y habíamos hablado de hacerlo. Luna dijo que necesitábamos una ofrenda, y Freya era muy fácil de manipular.
—¿Una ofrenda? ¿Para qué?
—Para una tontería, un juego estúpido —tartamudeó—. Nunca pensé que alguien se atrevería a hacerlo.
—Pero alguien lo hizo.
—Sí.
—¿Quiénes estabais allí?
—Nosotras tres, Hugh y Edward. Freya le había dicho a Edward que estaba embarazada, y que él era el padre. Se quedó conmocionado, como todos, sobre todo porque Freya estaba a punto de dar a luz. Era una chica tan reservada y de constitución tan delgada que nadie lo sospechó. ¿Cómo íbamos a hacerlo? ¿Quién se habría imaginado que tendría tan poco cuidado con alguien como… con una forastera? Luna se puso como una fiera porque tenía planeado ser la primera que diera a luz un nieto Asher. Hugh tampoco se entusiasmó demasiado. Pobre Bryn, se quedó destrozada al enterarse.
—¿Por qué?
—Estaba loca por Edward. Habría hecho cualquier cosa para llamar su atención, pero él la ignoró y se dedicó a acostarse con chicas como Freya Pattershaw.
—¿Y usted?
Temblorosa, cogió aire.
—Oh, sí. Yo también tenía mis razones. Deseaba encajar tanto como Freya, así que les seguí el juego. Y durante todos estos años… —Se miró las manos. Tenía los dedos entrelazados; padecía artritis en las articulaciones—. Debería haberme presentado en comisaría hace mucho tiempo, pero nunca tuve el valor de hacerlo. Me he comportado como una cobarde.
—Nunca es tarde. Todavía está a tiempo de enmendar el error. Catrice… ¿Quién la mató? Debe de tener una idea.
—Le juro que no lo sé —respondió presa de la desesperación—. ¿Es que no lo ve? Fue así como lo planeamos. Nadie lo sabría…, salvo el asesino. La atrajimos hasta allí arriba y después la asustamos para que saliera corriendo. Lo tomamos como si jugáramos al escondite. Nos dividimos para buscarla. Quien primero la encontrara… —No terminó la frase—. Todos seríamos cómplices, pero solo uno se habría manchado las manos de sangre.
—¿Y qué hay del incendio?
—Eso no fue más que una tapadera. Nos entró el pánico cuando nos dimos cuenta de lo que habíamos hecho… Al ver que Freya no aparecía por ningún lado, Luna acudió a Pell. Le convenció de que Edward había matado a Freya. Y, como es natural, se ocupó de todo. Del incendio, de los preparativos del funeral, de todo.
—¿Y cómo se quemó Tilly las manos?
—No me explicó cómo, pero se enteró del incendio. Una multitud se había congregado para ver arder el edificio, aunque nadie hizo nada para ayudar. Cuando Tilly llegó, trató de sacar a Freya de entre las llamas. Fue muy duro verla, pues sabíamos que Freya no estaba allí dentro. Cuando Pell provocó el fuego, su hija ya estaba muerta.
Y Tilly lo sabía. Entonces, ¿por qué se arriesgó y entró en el edificio?
—¿No habría sido más sensato dejar el cadáver de Freya dentro del edificio?
—Eso habría delatado al asesino, porque nadie más sabía dónde estaba su cuerpo sin vida. Y todos prometimos no decir ni una palabra a nadie. Tan solo olvidaríamos lo ocurrido. Olvidaríamos a Freya para siempre —añadió. Luego se llevó la mano a la frente—. Pero alguien lo vio. Desenterró el cuerpo y sacó el bebé que llevaba Freya en sus entrañas. Tuvo que ser Tilly. Nadie más podría haberlo hecho.
Visualicé aquella tumba solitaria en la cima de laureles. La tumba de Freya. Mi tumba.
—Si Tilly sabía que Freya yacía en esa tumba, ¿por qué iba a intentar sacar a su hija de un edificio en llamas?
—Quizá por ese entonces ya estuviera desquiciada. O puede que… —Catrice se había puesto blanca—. Puede que intuyera que eso era lo que esperábamos que hiciera. No quería que supiéramos que había encontrado el cuerpo porque temía por su vida, Amelia. Se quemó las manos para protegerla a usted.
Me quedé de piedra.
—¿Sabe quién soy? —pregunté con voz cansada.
—Tiene una forma de ladear la cabeza…, una forma de sonreír… Cuando la miro, veo a Edward.
—¿Quién más lo sabe?
—Luna, Bryn y Hugh. Ah, y Pell, por supuesto, porque fue él quien la trajo aquí. Usted es su última esperanza de tener un heredero Asher con Thane.
La miré sin dar crédito a lo que acababa de escuchar.
—¿Qué quiere decir?
—Se encargó de atraerla hasta Asher Falls para que Thane pudiera seducirla.
—No, eso no es cierto. Es imposible que haya tenido algo que ver con eso.
Catrice me observaba con lástima.
—Es cierto. Por puro egoísmo, Pell le puso en un grave peligro porque el hecho de que esté viva demuestra que Freya no falleció en aquel incendio.
—Thane no lo sabía —dije aturdida.
Catrice procuró consolarme, pero al notar su mano sobre el hombro me aparté de ella.
—¿No lo entiende? —preguntó en voz baja—. Haría cualquier cosa por consolidar su posición en esa familia. Apostaría a que se cortaría el brazo derecho por cumplir el deseo de Pell Asher de tener un nieto.
Recordé la advertencia de Tilly sobre Thane: «Codicia lo que nunca podrá tener». Y pensé en aquella noche que pasamos juntos en el cementerio, cuando el mal destapó su debilidad.
Estaba aterrorizada.
—Voy a llamar a la policía.
—No puede —negó Catrice—. No a la policía local. A Wayne le asustan demasiado los Asher, y no estará dispuesto a ayudarnos con esto. Y la policía estatal tardaría demasiado en llegar. Por no hablar de la patrulla del condado, tendría que llegar en ferri, pues todas las carreteras secundarias deben de estar inundadas. Con este tiempo, llegar a Asher Falls es toda una odisea. —Levantó poco a poco la mirada—. Estamos completamente aisladas.